Ignacio Ruiz Quintano
«A kiss is just a kiss», le cantaban a Bogart en Casablanca, pero, según la antropología darwinista, el beso es una reminiscencia caníbal, pues los labios de besar parecen copiar el gesto de los labios de comer del mono, una observación, por cierto, que antes que en el Darwin se sugiere en el Covarrubias, donde se llama hacer el buz llegar a besar con grande reverencia, «como hace la mona».
Por lo que se ve, los antropólogos darwinistas emplean el mismo método de averiguación que hizo famosos a los catadores de la corte del Rey Sol, que, al comer un muslo de faisán, averiguaban, por la firmeza de la carne, si aquel muslo correspondía a la pata que el faisán replegaba para dormirse o a la otra, aunque esto, naturalmente, requiere su tiempo. En Italia, per ejemplo, llevan cuatro años de proceso judicial para averiguar si el campeón democristiano Giulio Andreotti, siete veces primer ministro, despistó un día a su escolta para ir clandestinamente a hacer el buz con el Padrino, como asegura un mañoso arrepentido.
Arrepentidos los quiere Dios, pero en el cielo, donde los santos, por cierto, podrán intercambiarse besos a cualquier distancia, de dar crédito al monje que dedicó a Julio II una «Agradable explicación de los placeres sensuales del paraíso». En la tierra, sin embargo, y después de leer bajo arresto a Spinoza, incluso un político democristiano puede llegar a pensar que el que se arrepiente de una acción es doblemente perverso o enfermo, puesto que, si el tiempo es irreal, todas las emociones que tienen que ver con un acontecimiento como futuro o como pasado son contrarias a la razón. Pero Spinoza, que se ganó la vida tranquilamente puliendo lentes, no es lectura para un mañoso, y por otro mañoso arrepentido se ha sabido que en América, por mera estrategia de defensa legal, el «beso de honor» fue suprimido del protocolo de los clanes mañosos a fin de evitar que el Gobierno siguiera valiéndose de fotografías para demostrar en los juicios la adscripción criminal de los acusados.
El acusado Andreotti, que es senador vitalicio, viene mostrando públicamente la humildad de un pastor que se sintiera sometido a las influencias de las Pléyades, quizás porque, al menos literariamente, su causa no sugiere la sordidez criminal de la causa de Pinochet, que, miren por dónde, también es senador vitalicio. ¿Estaba justificado lord Acton al decir que los grandes hombres casi siempre son malos?
Los ingleses tienen más necesidad que nadie de maneras de sentir que sean tradicionales y que tengan el prestigio de la influyente autoridad del pasado. De Quincey, que comía opio y leía a Livio, confiesa que los sonidos más graves y solemnes, más enfáticamente representativos de la majestad del pueblo romano, eran las palabras «Cónsul Romanus», y en las visiones que lo asediaban con el delirio de la fiebre esas palabras le estremecían el corazón, y veía avanzar majestuosamente, en túnicas deslumbrantes, a cónsules rodeados por una compañía de centuriones con la púrpura enarbolada en una lanza.
La pega de Italia es que la Historia le pesa más que los años, y los quince de la petición fiscal parecen pocos si se tiene en cuenta que Catón, el campeón de la vieja severidad romana, expulsó del Senado a un tal Manilio, que tenía muchas posibilidades de ser cónsul el año siguiente, sólo porque había besado a su esposa demasiado amorosamente a la luz del día y delante de su hija y, reprobándolo por ello, le dijo que su esposa nunca le había besado sino cuando tronaba. Después de todo, un beso de respeto mañoso no es un beso de patriotismo futurista en las atrayentes bocas tricolores que el charlatán de Marinetti proponía para encender el ansia en los rudos soldados. Y Andreotti, democristiano y senador vitalicio, está acusado de besar al Padrino, lo cual que un veredicto de culpabilidad asociaría históricamente su gesto, por lo ideológico, al de Judas, y por lo político, al de los asesinos de César.
Por lo que se ve, los antropólogos darwinistas emplean el mismo método de averiguación que hizo famosos a los catadores de la corte del Rey Sol, que, al comer un muslo de faisán, averiguaban, por la firmeza de la carne, si aquel muslo correspondía a la pata que el faisán replegaba para dormirse o a la otra, aunque esto, naturalmente, requiere su tiempo. En Italia, per ejemplo, llevan cuatro años de proceso judicial para averiguar si el campeón democristiano Giulio Andreotti, siete veces primer ministro, despistó un día a su escolta para ir clandestinamente a hacer el buz con el Padrino, como asegura un mañoso arrepentido.
Arrepentidos los quiere Dios, pero en el cielo, donde los santos, por cierto, podrán intercambiarse besos a cualquier distancia, de dar crédito al monje que dedicó a Julio II una «Agradable explicación de los placeres sensuales del paraíso». En la tierra, sin embargo, y después de leer bajo arresto a Spinoza, incluso un político democristiano puede llegar a pensar que el que se arrepiente de una acción es doblemente perverso o enfermo, puesto que, si el tiempo es irreal, todas las emociones que tienen que ver con un acontecimiento como futuro o como pasado son contrarias a la razón. Pero Spinoza, que se ganó la vida tranquilamente puliendo lentes, no es lectura para un mañoso, y por otro mañoso arrepentido se ha sabido que en América, por mera estrategia de defensa legal, el «beso de honor» fue suprimido del protocolo de los clanes mañosos a fin de evitar que el Gobierno siguiera valiéndose de fotografías para demostrar en los juicios la adscripción criminal de los acusados.
El acusado Andreotti, que es senador vitalicio, viene mostrando públicamente la humildad de un pastor que se sintiera sometido a las influencias de las Pléyades, quizás porque, al menos literariamente, su causa no sugiere la sordidez criminal de la causa de Pinochet, que, miren por dónde, también es senador vitalicio. ¿Estaba justificado lord Acton al decir que los grandes hombres casi siempre son malos?
Los ingleses tienen más necesidad que nadie de maneras de sentir que sean tradicionales y que tengan el prestigio de la influyente autoridad del pasado. De Quincey, que comía opio y leía a Livio, confiesa que los sonidos más graves y solemnes, más enfáticamente representativos de la majestad del pueblo romano, eran las palabras «Cónsul Romanus», y en las visiones que lo asediaban con el delirio de la fiebre esas palabras le estremecían el corazón, y veía avanzar majestuosamente, en túnicas deslumbrantes, a cónsules rodeados por una compañía de centuriones con la púrpura enarbolada en una lanza.
La pega de Italia es que la Historia le pesa más que los años, y los quince de la petición fiscal parecen pocos si se tiene en cuenta que Catón, el campeón de la vieja severidad romana, expulsó del Senado a un tal Manilio, que tenía muchas posibilidades de ser cónsul el año siguiente, sólo porque había besado a su esposa demasiado amorosamente a la luz del día y delante de su hija y, reprobándolo por ello, le dijo que su esposa nunca le había besado sino cuando tronaba. Después de todo, un beso de respeto mañoso no es un beso de patriotismo futurista en las atrayentes bocas tricolores que el charlatán de Marinetti proponía para encender el ansia en los rudos soldados. Y Andreotti, democristiano y senador vitalicio, está acusado de besar al Padrino, lo cual que un veredicto de culpabilidad asociaría históricamente su gesto, por lo ideológico, al de Judas, y por lo político, al de los asesinos de César.
Un beso de respeto mañoso no es un beso de patriotismo futurista en las atrayentes bocas tricolores que el charlatán de Marinetti
proponía para encender el ansia en los rudos soldados. Y Andreotti,
democristiano y senador vitalicio, está acusado de besar al Padrino