Hughes
Abc
Para quien viviera en Valencia y tuviera en 1992 la edad de las tres niñas, el caso Alcácer no puede ser un caso más. La atmósfera ominosa de esos días es inolvidable. La inquietud, la conmoción de pronto al encontrar los cadáveres. Era algo distinto. Algo había cambiado.
Cada cierto tiempo, una vez al año o así, empleo una noche de insomnio en leer cosas sobre el caso. Me abandono a la conspiranoia, quizás. Me inquieta y me obliga a recordar. Todavía me inquieta. Y esto que me pasa le sucede a mucha gente. Por eso no puedo aplaudir el documental de Netflix sobre el caso Alcácer, cuyo resultado me parece peor que insuficiente.
No es un reportaje sobre el caso Alcàsser, para empezar, es un reportaje sobre el fenómeno Alcàsser. Reciben más atención Nieves Herrero o Juan Ignacio Blanco que muchos aspectos fundamentales del sumario. Pero ni siquiera la importancia social del caso está vista en su profundidad. Ni siquiera capta lo que fue un crimen que se produjo entre los fastos del 92 y la crisis del 93 como un cambio en el ánimo del país. Un crimen justo al final de la ruta del bakalao, que cerraba esa época en que los niños jugábamos en los recreativos junto a individuos de todo tipo. Me veo entre esos niños vestidos con cazadoras vaqueras en los recreativos Zass.
Pudo ser el fin de una época. Un crimen después de una década de drogas que dejó en España un lumpen característico, en el contexto de unos años en los que el milenarismo despertó en algunos lugares del mundo una pulsión satánica. Alcácer es una cicatriz en la historia reciente del país. Una cicatriz o una herida abierta. Es mucho más que amarillismo televisivo. Por eso, entre otras cosas, el documental es muy decepcionante. No se centra plenamente en las inconsistencias del sumario, en las enormes dudas que despierta, despertó y despertará, y prefiere dedicarse a Nieves Herrero o al Misisipi, elementos secundarios.
Alcácer marcó la historia de la televisión en los 90, es evidente. Del Quién Sabe Dónde y Nieves Herrero a los programas nocturnos de Pepe Navarro, pero fue mucho más. Es decepcionante que se quede ahí. El crimen se produce en una época y en una región en la que pasaban cosas inquietantes, algo en lo que se insiste poco. Cuando el documental se centra en el juicio a Ricart, decide dedicar la energía y los minutos a poner en duda, no la versión oficial, sino la investigación y actuación de Fernando García y Juan Ignacio Blanco, limitando las explicaciones alternativas a la cinta snuff. ¿Entre la historia de la cinta que recibe el párroco y la versión oficial no hay nada más? ¿No hay ninguna hipótesis más?
Del dúo Anglés-Ricart se pasa a escudriñar a otra pareja: sus perseguidores. En cierto modo, Fernando García y Juan Ignacio Blanco acaban siendo dos muertos en vida. Uno con la cruz a cuestas de su hija (¿Cómo tiene que ser vivir con eso sabiendo que todo podía haber cambiado de haberlas llevado?). El otro, con un diagnóstico de cáncer. Incluso sus excesos y errores entran dentro de algo mayor, algo que les supera.
Fernando García siempre me recordó al George C. Scott de Hardcore. Incluso tenía un parecido físico. En aquella película, Scott hace de padre de una niña que desaparece y acaba en una red de trata y prostitución. El padre es un pequeño industrial, tiene un negocio de carpintería, y vive en un pueblo remoto. En busca de su hija se va a la ciudad, a un mundo que no es el suyo. Irá por lo legal y por lo no tan legal. Hará lo que pueda.
Pero insisto en que eso es secundario. ¿Qué se quiere poner en duda? ¿La actuación de esta pareja o la versión final? Pero ¿y los restos en la caseta? ¿Y los restos en el coche? ¿Y la sangre? ¿Y el arma? ¿Y Anglés? ¿Y los cambios de versión? ¿Y los pelos encontrados? Y sobre todo, ¿y la evidencia de que las lesiones no eran algo que pudiera corresponder a un perfil normal, ni siquiera a lo confesado por Ricart?
El forense Frontela también es puesto en duda. Hay algo visual hasta un poco desagradable cuando los dos periodistas le preguntan. Le flanquean, le inquieren. Se pretende debilitar su posición.
Alcácer no es un misterio que se reduce, es un misterio expansivo y el documental podría haber intentado que dejara de crecer, pero de otra forma. No cercenando la autoridad de los discrepantes, como se hace, sino realizando un pormenorizado examen crítico de los hechos del sumario. Separar la duda de la conspiranoia, lo cierto de lo inventado. Lo racional del delirio. Lo fuerte de lo débil. Acotar muy bien en qué punto puede empezar la inevitable teoría de la conspiración. Barrer el sumario dato a dato, enfrentar las hipótesis, todas. Determinar qué es lo probado, lo verosímil, lo inverosímil. Dedicarle menos minutos a la tele o a las grandezas o miserias de la pareja y más a las preguntas que nunca se respondieron satisfactoriamente. Y si se tocaba el “fenómeno”, si interesaba el fenómeno en su relevancia social, pudo ampliarse a su impacto real en nosotros. ¿Qué fue Anglés para el país? Su desaparición fue la fuga por la que se iría el caso. Un agujero abierto por el que se iba todo, explicando lo inexplicado, construyendo la figura de un villano demoníaco que capturaba nuestro miedo inconcreto y que ya no estaba. Anglés era el Mal absoluto, un monstruo de El Silencio de los Corderos (Buffalo Bill) con las habilidades de un James Bond. Pero siendo así, ¿qué sabíamos de él? ¿Qué pasó después con todos ellos? Esto no se dice. Se decide dedicar el tiempo a Juan Ignacio Blanco.
Pero voy más allá. El reportaje mete en una maquinaria actual, en la máquina ideológica actual, un crimen de los 90. Se reapropia de ello hasta ideológicamente. Ésa es su utilidad. No reavivar la duda lacerante, sino sofocarla metiendo el asunto en una especie de artefacto ideológico-narrativo muy actual en el que para empezar se duda del que tiene dudas. En primer lugar, por el tratamiento de la figura del padre. En segundo, por la dócil sumisión a lo oficial y el énfasis en la separación nada incuestionable entre buen periodismo y mal periodismo. Tres, por el delirante final plegado a la actual política de género. Que se haga desembocar a Anglés y Alcàsser en La Manada en un final tranquilizador es una broma de mal gusto o una perversidad. Se reparte ese miedo a Anglés de los 90, el miedo casi metafísico que dejaba en el aire el Anglés fugado, entre el machismo de todos los hombres, un miedo que será reparado (¡oh, políticos sanadores!) por una Ley de Violencia de Género y el despertar feminista.
Todos buscábamos algo más al pensar en Alcàsser porque no podía ser. Pero sí puede ser, nos dicen. Eran dos pelanas (dos “pindunguis”, les llama el padre). Y al final el documental lleva el caso a morir a las aguas feministas. No busquen cosas raras, no busquen más al psicópata, ¡el psicópata somos todos! No eran unas personas jugando a ser el demonio, era el heteropatriarcado.
Pero aún hay algo antes. Fernando García, al que entrevistan con un curioso plano picado invariable, no responde a las acusaciones que se le hacen: hombre hambriento de fama que pudo hasta lucrarse. ¿No quiso responder o no fue preguntado? Pero antes de esa parte posterior de su vida, de los excesos del Misisipi o con la Fundación, el documental mira con evidente recelo el fenómeno que se levantó a su alrededor. Fernando García era un padre coraje que se rebelaba contra la investigación y el tratamiento judicial, que no se resignaba, y que recibía una solidaridad nacional hasta el punto de conseguir una millonaria recogida de firmas. Ojo: movía la iniciativa legislativa. Su personalidad fue un hito de esa época. Había algo muy humano, real, creíble, diría que político incluso en su rebeldía, en su voluntad de saber. Poca gente se revolvió. Muy poca gente abandonó la docilidad. Pero hay un interés en retratar una deriva en él, sus “brazos abiertos”, el endiosamiento, la tele, la explotación de la credulidad de la gente hasta el punto de un cierto fanatismo que pagaban los periodistas de Levante, autores a su vez de frases como “la sangre puede desaparecer” para intentar desmontar la objeción evidente de la ausencia de pruebas. Se percibe en algunos momentos del documental un tratamiento de este fenómeno del padre similar al que se dedica ahora al populismo: gente demasiado crédula dejándose llevar por las pasiones azuzadas por manipuladores perversos. ¿Pero fue exactamente así? Alrededor de ese padre hubo una corriente de indignación y voluntad que no puede confundirse con la explotación televisiva o limitarse a la picaresca, y que no fue nunca defraudada.
El crimen empieza siendo de Alcácer y acaba siendo sólo de Alcàsser, olvidado el topónimo en castellano, y empieza hablando de un temor a algo casi diabólico y acaba siendo una cuestión “de género”. Y Fernando García empieza siendo un heroico padre coraje y acaba enjuiciado por un plano picado y una cámara oculta. El paso del tiempo.
Pero el miedo que suscitaba el crimen y que luego degeneró en el misterio Anglés, cabo suelto del Estado, era un miedo superior. No sólo un miedo femenino a salir solas. Era un miedo al mal puro, y era una inquietud que sentimos todos. Era un cuento de terror para las noches de invierno. Ahí nos topamos con un mal que no podíamos comprender, con un ensañamiento atroz que no podíamos relacionar con nada. Reducir esto al molde actual de la violencia de género resulta asombroso. Esto no es Ciudad Juárez, y si alguna vez lo fue, lo fue en la Valencia entre los 80 y los 90 (¿Y el crimen de Macastre?). Pero hay que conformarse con la versión oficial y luego con una socialización del monstruo.
Es decir: fueron dos mindundis sin nada especial. Y luego podríamos ser cualquiera.
Fernando García y muchos con él buscaban la mafia de monstruos, la reunión demoníaca. Una explicación. Pero eso no existe, se nos dice. Esos monstruos que buscábamos fueron una cosa de los años 90, de nuestra impresionable imaginación encendida por el dolor y quizás la ignorancia.
Creo que el tratamiento del reportaje rebaja la importancia del caso, su puzzle endiablado, y en cierto modo lo aquieta en un final casi tranquilizador de leyes feministas y conciencia social y una televisión con nuevos códigos que sólo a veces caen en el “riesgo Alcasser”.
Este documental presenta Alcàsser a la España de 2019 para que deplore la televisión de los 90 y el movimiento del padre coraje, a la vez que da por buena la televisión actual y su persecución al juez discrepante del caso La Manada. Lo de Fernando García era un juicio paralelo, esto otro ha sido pedagogía para el juez reaccionario. Resulta enloquecedor el testimonio final de la profesora, para quien la explicación de Alcácer buscaba reducir a las mujeres y limitar sus movimientos. Los creadores del documental colaboran con esto al darle un lugar entre las conclusiones y lo refuerzan rescatando una pregunta televisiva de Terelu Campos a una de las abuelas. Apoyan esta visión. Pero si hubo un “constructo” social de miedo fue el formado posteriormente alrededor de Anglés, constructo que cargaba con lo que Ricart no podía explicar, algo que nunca sentimos relacionado con el heteropatriarcado, sino con un sadismo alejado de toda pulsión conocida. Aunque haya de agradecerse su dedicación, el documental es periodísticamente confuso e ideológicamente sesgado y acomodaticio.
En España, actualmente, no se puede ser otra cosa que conspiranoico. Los muchos crímenes de ETA sin resolver, aquel incendio del Corona de Aragón, el 11M… Alcácer es un eslabón más, algo que no se explicó nunca de forma satisfactoria. Demasiados trágalas. Una exigencia de credulidad demasiado grande.
Netflix, que está resultando una máquina ideológica de primer nivel, mete en su túrmix algo que esta vez no nos queda lejos. Esto no fue Arkansas, ni Los Ángeles, esto pasó aquí. En casa. Y operaban fuerzas , energías, que no podíamos intuir, que no sabíamos ni que existían. Entre ese mal que percibimos y la pobre realidad de los hechos que se obtuvo como explicación había una diferencia tan grande que hubo de llenarse de cosas. De una inquietud que se iría difuminando aunque nunca del todo, de un silencio funesto cada vez que se pasaba con el coche por Alcàsser, o de obsesión. La “investigación perpetua” de García estaba en oposición no sólo a una versión oficial, casi al Estado, también a una cierta quietud del ánimo necesaria, imaginamos, para afrontar el drama de ese duelo. Buscar, buscar, seguir buscando sería una razón para seguir viviendo. No dejarlo estar, no descansar, no resignarse. Encontrar un mal a la altura de ese daño, a la altura de la bestialidad que podíamos llegar a imaginar. Conjurarlo. Aunque quizás no debiera ser así, la muerte en vida a la que se enfrentaron esos padres a veces sólo puede ser honrada entrando en un bucle de preguntas sin respuesta, de dudas y de espanto del que no queremos salir.
Al terminar el documental sentí que la naturaleza de mi temor y hasta mi idea de justicia también eran puestas en entredicho.