Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En teoría, la soberanía (en una palabra: la última palabra) reside en el pueblo, pero quienes se reparten el botín son los jefes de los partidos, cosa que al gallinero le parece justo… y democrático.
Sólo ha habido un español que entendiera este asunto, y no se llama Manolo Valls –hijo del pintor que liberó París… en el 49–, sino Francisco de Miranda, cuyo nombre también tiene que ver con París (figura en el Arco de Triunfo), Precursor de la Gran Colombia, que escribió… ¡en 1794!: “El pueblo no será soberano si uno de los poderes constituidos, el ejecutivo, no emana directamente de él, y no habrá independencia (entre los poderes) si uno de ellos fuera el creador del otro”.
–Dad al cuerpo legislativo el derecho de nombrar a los miembros del poder ejecutivo, y no existirá ya libertad política. Si nombra a los jueces, no habrá libertad civil.
En el zoco español, el ejecutivo en Ayuntamientos y Autonomías lo nombra el jefe de Ciudadanos, partido destinado a librar a España de la presencia moral de Ortega Lara, acordonado por la virtud superior de los Girautas y los Villegas, cuya picaresca liberal (liberalismo de Estado: ¡el regeneracionismo!) anula la distinción del genio schmittiano entre “lo político” (el tema del poder) y “la política” (la organización de dicho poder).
La democracia es representación (invento del parlamentarismo inglés) y separación de poderes (invento de la revolución americana). O sea, el gobierno de la mayoría absoluta, sin la cual no hay democracia. El desprecio español a la (aquí imposible) mayoría absoluta procede de la cultura del consenso, es decir, del pacto entre oligarcas: el zoco que tenemos delante y al que el “pueblo soberano” no ha sido invitado. La pelea de fondo que presenciamos se da entre la Nación, una comunidad vivida, y el Estado, una organización heredada. Puesto que en el sistema los partidos son órganos estatales, el alcalde de mi pueblo no será el elegido por la comunidad, sino el designado por la organización.