domingo, 9 de junio de 2019

Chernóbil, la crisis de una conciencia



Hughes
Abc

No hay duda de que la serie Chernóbil (HBO) es excelente. Pero hay más dudas de hasta qué punto lo es o hasta qué punto su retrato y sus conclusiones sobre la catástrofe son acertadas.

En Internet leí que Stephen King elogiaba la serie relacionándola con Trump. Veía en ella una crítica a la ausencia del experto, al gobierno de los menos capaces. Este punto de vista fue elogiado por el creador de la serie. Esto me puso en una situación de alarma porque Chernóbil era mucho más y las conclusiones parecían insuficientes. Hay que salir de la serie e ir a “Voces de Chernóbil” el magnífico libro de Svetlana Alexiévich. Allí podemos acudir para completar la visión ficcionada de la serie.

Encontraremos sobre todo dolor. El libro recoge las manifestaciones de dolor de las víctimas formando un documento impresionante. Esto está en la serie, una de sus historias, la primera pero hay cosas que no aparecen y todo eso que no aparece permite pensar que Chernóbil no fue una cuestión de falta de expertos, ni siquiera, como apunta la serie, una cuestión de verdades contra mentiras. Fue la crisis soviética, es decir, la crisis del régimen y algo más profundo: la crisis del hombre soviético. En esto la serie se separa de la profundidad absoluta del libro, decide no seguirla hasta el final.

Una cosa que la serie no recoge, por ejemplo, es el privilegio de las autoridades. Transcribo un testimonio: “En la planta baja, donde se atendía a la tropa se servían fideos, conservas… Pero en el primer piso, donde estaban los jefes, había fruta, vino tinto, agua mineral. Manteles limpios. Y cada uno tenía su dosímetro (para medir la radiación). En cambio a ellos, ni uno para toda la brigada”.
No es el único testimonio. Hay más en este sentido: el privilegio y el poder despótico de unos sobre otros. Esto llegaba a momentos de infamia absoluta. Mientras a la población se le alimentaba con productos radiactivos, con leche vegetales que eran considerados “residuos radiactivos”, élites del Partido criaban sus vacas protegidas para tener carne limpia. Esto en la serie no aparece, o si aparece es sin énfasis alguno.

Hay algo que sí vemos en la serie. Legasov (Jared Harris) propone, cuando han fracasado los robots espaciales rusos y el robot alemán, el uso de otra forma de robots: “biorrobots”. Hombres.
Esto es algo sustancial. Cuando fracasa la técnica, en la gran catástrofe histórica de la técnica, es el hombre el que aparece para sustituir a los robots, para enfrentarse a ella. El hombre ha de afrontar las consecuencias de la técnica, pues la técnica no llega hasta ellas. Casi podría formularse aquí una especie de principio que Chernóbil cumplió: la técnica nunca está a la altura de sus consecuencias.

Y es el hombre. Pero hombres concretos, hombres reclutados “como en tiempos de Stalin” por cientos de miles y sin las debidas condiciones de protección. Hombres “lanzados como sacos de arena contra el reactor”.

“De modo que nos trajeron aquí. Llegamos a la central misma. Nos dieron una bata blanca y un gorrito blanco. Una mascarilla de gasa. Limpiamos el territorio. Un día trabajamos abajo escarbando y arrancando restos, y otro arriba, sobre el techo del reactor. En todas partes con una pala. A los que subían al techo los llamaban cigüeñas. Los robots no lo aguantaban, las máquinas se volvían locas. Nosotros, en cambio, trabajamos. Sucedía que te brotaba sangre de los oídos, de la nariz… Y marchábamos al trabajo en camiones descubiertos”. El Estado Soviético arrojó a los hombres. Otro testimonio lo repite: “El Estado se porta como un sinvergüenza, ha abandonado a esta gente… Se había empleado a una persona, en el pleno sentido de la palabra, como su fuera un robot”. En la liquidación de las consecuencias de la avería se ocuparon cerca de 340.000 militares. No una simple unidad.

“A los que limpiaron el tejado les tocó la peor parte del infierno. Les habían dado delantales de plomo, pero la emisión venía de abajo y en esa parte el hombre estaba al descubierto. Llevaban las botas de faena más corrientes”. Contra el átomo, la pala. Pero esta utilización del hombre como robot, del biorrobot se hizo en ocasiones con engaño y sin libertad.

“El general-mayor Antoshkin se reunió con nosotros para una charla y nos dijo con toda franqueza: ‘No nos sale a cuenta sustituiros. Os hemos dado un juego de ropa. Y otros dos más. Ahora ya os habéis acostumbrado a esto. Sustituiros nos saldría caro y sería además complicado’. Y hacía hincapié en que éramos unos héroes”.

Los biorrobots fueron convertidos en héroes. Se vistió de heroísmo patriótico-militar esta novedosa forma de trato al hombre.

Queda claro en el libro que el poder fue responsable de muchas de las consecuencias. Pero no en la producción del hecho, sino en la gestión de sus consecuencias. La falta de medidas y el ocultamiento de lo que sucedía. Mentiras manifiestas, como cuando Gorbachov salió en la tele diciéndole al pueblo que no se preocupara, que todo estaba bajo control. “Es un incendio, un simple incendio. No es nada grave. Ahí la gente vive, trabaja”.

“Seguíamos siendo un país estalinista”, dice uno de los testimonios. “Comprendí entonces lo que pasó en el 37”.

“Un engaño tan increíble, semejante cantidad de mentiras asociadas a Chernóbil en nuestra conciencia, solo había podido darse en el 41. En los tiempos de Stalin”.

No fue un problema del botón o sistema de seguridad. O de haber construido en dos años, “a la rusa”, una estación nuclear que en Japón hubiera llevado doce. Hubo un fallo en la profilaxis, en la toma de medidas y en la extensión de las mismas. En la información.Un científico se lo dijo a Alexiévich: “Lo que les preocupaban no era la gente, sino su poder. En un país donde lo importante no son los hombres sino el poder, la prioridad era el Estado está fuera de toda duda”.

Un científico explica cómo eran negadas las medidas propuestas para paliar lo efectos, para proteger a la población de de los efectos de la radiación. “¡Había modo de hacerlo! Nosotros proponíamos algunos. Sin grandes anuncios, sin generar pánico. Sencillamente con verter los preparados de yodo en los embases de los que se extraía el agua potable, con añadirlos a la leche. Es verdad que se hubiera notado que el agua no tenía el mismo gusto, y la leche tampoco. En la ciudad se hallaban listos 700 kilos de preparado. Y allí se quedaron, en los almacenes. En las reservas secretas”.

“Dispongo de información de que ellos (las autoridades) sí que tomaban yodo. Cuando los exploró el personal de nuestros instituto, todos tenían la tiroides limpia. Algo imposible sin el yodo. También a sus hijos los sacaron a escondidas lejos del desastre. Y cuando iban a visitar las zonas ellos sí que llevaban máscaras, trajes especiales. Todos los medios que les faltaba a los demás”.

Mientras tanto, “un millón de toneladas contaminadas se transformaban en pienso, pienso que se dio de comer al gnado y cuya carne fue a parar luego a las mesas de los humanos. Las aves y los cerdos se alimentaron con huesos adobados de estroncio. Las aldeas se evacuaron, pero los campos se siguieron sembrando”.
Son solo unos ejemplos.

Dinamo de Kiev campeón de la Recopa en Lyon una semna después de la explosión

Uno de los testimonios más luminosos y más relacionados con lo que trata de la serie es el de un científico que llega a mencionar a Legasov.

“Se engañaba a la gente, y la engañaba el Estado”. Se vendía leche que era un simple residuo radiactivo. La leche llegaba al consumidor aunque fuera conocida su carga radiactiva. La información pertenecía al poder.

El científico, un ingeniero jefe de un Instituto de Energía Nuclear, asume su responsabilidad. “Escribíamos notas se servicio sin parar. No hablar abiertamente de los resultados. Te privaban de tu título y hasta del carné del partido. Pero no era el miedo… El miedo no era la razón, aunque influía, claro, sino que éramos hombres de nuestro tiempo, de nuestro país soviético. Creíamos en él, toda la cuestión está en la fe. En nuestra fe.

Hablaba Gorbachov, mentía, y el científico le creía. “Yo, un ingeniero , con 20 años de experiencia, buen conocedor de las leyes de la física, yo le creía”.

“¿Por qué callábamos, por qué a pesar de saber lo que ocurría callábamos? ¿Por qué no salimos a la calle, por qué no alzamos la voz? Hacíamos informes, preparábamos documentos explicativos. Pero callábamos y nos sometíamos sin rechistar a las órdenes, por disciplina de partido. Soy comunista. No recuerdo que ninguno de nuestros trabajadores se negara a viajar a la zona. Y lo hacían no por miedo a que los expulsaran del Partido, sino por sus convicciones.

Ante todo estaba la certeza de que vivíamos en un mundo hermoso y justo, y de que el hombre estaba por encima de todo, pues representa la medida de todas las cosas. Para muchos, el hundimiento de estas convicciones acabó con un infarto o un suicidio. Una bala en el corazón, como el académico Legasov. Porque cuando pierdes la fe, cuando te quedas sin convicciones ya no eres un participante, sino un cómplice y para ti ya no hay perdón”.

Aparece aquí un humanismo absoluto y cegado, sin instancia divina, y la fe comunista. Se repite en el libro que Chernóbil “te convierte en filósofo”. El de Legasov visto como un suicidio filosófico. El hundimiento de la fe científica, de las convicciones filosóficas detrás del comunismo. Eso hizo crac. Y en los científicos formaban parte fundamental, y colaboraban por convicción. No se trataba de un conflicto “expertos versus ignorante”, como piensan King y el propio creador de la serie, ni entre verdad y mentira. Repitamos: no podía haber verdad en el sistema comunista. Comprendemos que Chernobil también sucedió por los científicos, no a su pesar. Formaban parte de una racionalidad determinada y colaboraban por pura convicción.

Chernóbil fue una catástrofe comunista y del comunismo, gestionada por comunistas y a la manera comunista.

Las tiendas seguían abiertas y todo lo que estaba al alcance de la población estaba desprotegido. Eran “residuos radiactivos”. No alimentos, ni prendas, residuos, con el conocimiento de todos. Pero la crítica no es solo al poder. En el libro se percibe una crítica a la propia capacidad del hombre soviético para afrontar la disciplina o las consecuencias de algo así. “En este punto estaba el principio de todo, y era nuestra falta de libertad. El colmo del librepensamiento era ¿se pueden comer los rábanos o no? Una carencia que estaba dentro de nosotros”.

En un momento dado del libro, un testimonio relata cómo los expertos alemanes que llegaron exigían protección y seguridad a su gobierno, protestaban y se marchaban, y cómo esto era ridiculizado y criticado por los soviéticos. Tras Chernóbil “hemos empezado a aprender a decir yo”. Superar el comunitarismo, la sumisión al poder estatal

Chernóbil fue “la catástrofe de la mentalidad rusa”. “No es el reactor lo que ha explotado, sino todo el sistema anterior de valores”. “El sueño de la revolución mundial es el sueño de la reformar el hombre y de cambiar todo el mundo que nos rodea. Transformarlo todo. ¡Así es la conocida consigna bolchevique: ¡Conduzcamos a la humanidad con mano de hierro a la felicidad! La psicología del agresor. Un materialismo de caverna. Un reto a la Historia y un reto a la Naturaleza”.

“Chernóbil saltó por los aires alimentado por una conciencia que no estaba preparada para algo semejante, pero que tenía una fe absoluta en la técnica. Y por añadidura no se daba ninguna información”.

Lo de la información no es menor. En el final de la serie se habla de las mentiras y las verdades, pero es que esto estaba en el corazón del sistema soviético. Igual que se controlaban los precios, acabando con el sistema de señales e información del mercado, la información se centralizaba, se controlaba. No había verdades o mentiras, un juego de las mismas. Había un control absoluto de la información. En eso consistía, entre otras cosas, el comunismo.

“Había sucedido todo aquello y no había información alguna. Las autoridades callaban, los médicos no decían nada”.

En ocasiones, para saber lo que sucedía, las personas no miraban la tele o escuchaban la radio, se fijaban en lo que hacían las autoridades. Hasta dónde llegaban, lo que comían.

Esa mezcla de fe en la técnica y control de la información era el comunismo. Y algo más, asociado a lo anterior. La pérdida de cualquier freno al poder del hombre interpretado según el Estado soviético.
“Y además hemos sido educados en este peculiar paganismo soviético: el hombre es el amo y señor, corona de la creación. Y está en su derecho de hacer con el mundo lo que le plazca”.

“Chernóbil es un tema de Dostoyevki. Un intento de justificacion del hombre. ¡O puede que todo sea muy sencillo: entrar en el mundo de puntillas y detenerse en el umbral! ¡Este mundo de Dios!”.
Pero ese umbral no existía. La radiación, invisible, pero presente en todos sitios, tierra, agua, aire, fue vista como una manifestación de algo que no era Dios, pero que se le parecía. Llenaba de repente un vacío. ¡El Dios del materialismo absoluto!

“Nosotros, que hemos sido educados en la época de Stalin, no podíamos tolerar la idea de la existencia de unos poderes sobrenaturales”.

Era la “nueva dictadura de la física y las matemáticas”. Aunque luego, los miembros de partido lo desconocían. El mundo funcionaba por la física, no por las leyes de Marx.

Pero no fueron solo los jerarcas. En el libro hay testimonios sobre otra responsabilidad. La de los científicos, la de los técnicos, ya apuntada, y gran parte de ella salvada en la serie con el personaje ficticio de Emily Watson.

La división no estaba entre los que sabían o no, sino en los que hablaban o no. “El dosímetro zumbaba, la aguja se salía de la escala. Y en las oficinas de los koljoses veía colgados unos anuncios firmados por radiólogos del distrito que aseguraban que las cebollas, las lechugas, los tomates y los pepinos se podían comer. Todo crecía y todos comían (…) ¿Qué es lo que dicen ahora estos radiólogos del distrito? ¿Los secretarios de los comités? ¿Cómo se justifican?”.

El engaño era masivo: “Persuadían a la gente para que no se marchara. Eran mano de obra (…) ¿Y qué dice ahora los secretarios de los comités locales y regionales?”.

“Los terneros de zonas contaminadas se vendían a bajo precio en otros lugares, en zonas sin contaminar… ¡Eso es un crimen!”.

Otro testimonio lo reconoce en otro lugar: “Y comprendí al cabo de unos años que todos nosotros habíamos participado en un crimen… en un complot”.

Chernóbil no solo fue el fin de la Unión Soviética, se convirtió en una especie de espacio residuo, de nación prohibida habitada solo por los que huían de matanzas en regiones lejanas, o por los que huían de la violencia del propio ejército. Antes de engullir al Régimen, Chernóbil ocupó a sus seres fuera del sistema. Los zombis soviéticos. “Aquí solo viven o bandidos o gente como yo”. Bandidos o mártires. Los soviéticos que se quedaban sin patria (rusos expulsados del Kirguistán), sin lugar, o los que huían de los otros o de la ley. Un agujero en la propia URSS que fue tragándose lo soviético.

Es algo sorprendente la naturaleza de las conclusiones que la serie hace de Chernóbil. Creo que poco trascendentes. En algunas partes del libro, hay testimonios que se permiten colocar la catástrofe detrás de Auschwitz, el gulag e Hiroshima. Chernóbil vino después. Fue una catástrofe distinta, por supuesto, pero de unas consecuencias que no somos capaces de asumir. Una catástrofe del Tiempo, dijo la autora.

Uno de los testimonios añade, sin embargo, que Chernóbil fue la libertad. La liberación. No solo de un sistema, también de una conciencia.

Esto es lo que, a mi modo de ver, no se refleja en la serie debidamente. Hay que ir al conmovedor libro de Alexiévich para darse cuenta.