domingo, 3 de julio de 2016

En busca de Hamilton






Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural

    Habría divinizado Europa.

    Lo dice el relaciones públicas, y tantas cosas más, de la Revolución francesa, Talleyrand, el mismo que, allá por 1830, ya con la cabeza extraviada, oye que llaman a su puerta y exclama: “¡Si es Robespierre, que no estoy!”

    –Considero a Napoleón, Fox [Charles James] y Hamilton los tres hombres más grandes de nuestra época, y si estuviese obligado a elegir entre los tres, daría sin dudarlo el primer lugar a Hamilton. Habría divinizado Europa.
    
Alexander Hamilton puso nombre a la invención más ambiciosa para garantizar la libertad política: la “democracia representativa”.

    –La democracia simple era la sociedad que se gobernaba a sí misma sin la ayuda de medios secundarios –explica Tom Paine–. Al injertar la representación en la democracia, llegamos a un sistema capaz de abarcar todas las extensiones de territorio y de población. En este sistema se funda el gobierno americano. Es la representación injertada en la democracia.
   
En España, país de “demócratas de toda la vida”, no sé de la traducción de ninguna biografía de Alexander Hamilton.


    Cuando llegué a la Universidad, en el otoño de 1976, todo el mundo hablaba de democracia, y, sin embargo, no encontré a un solo demócrata. Peor: América, el país de la epopeya democrática de Walt Whitman, donde para hacer una leva sólo hay que decir “democracia” (dos veces salvaron a Europa con ese reclamo) era el enemigo a batir.

    La triunfadora Revolución americana, la de la libertad de Montesquieu, no se mencionaba siquiera, y toda la energía se nos iba en los fracasos de la Revolución rusa, despachada en finas lonchas estalinistas como sacadas de lo narrado por Yuri Dombrovski en “La facultad de las cosas inútiles”, y la Revolución francesa, la de la igualdad de Rousseau, ideología productora de mentiras (Bastilla, Varennes), corrupción (Directorio) y militarismo (Napoleón).

    La libertad de Montesquieu es incompatible con la igualdad de Rousseau, y eso lo saben los rusonianos, que siempre la han combatido en Europa.

    En la Universidad española no te decían que la democracia cabe en los siete artículos de la Constitución federal del 87. O en los ignorados ensayos de “El Federalista”. Tocqueville constituía una lectura “protofascista”. Ni palabra, tampoco, de los panfletos de Tom Paine, salvo en la parte de la Revolución francesa, obra, después de todo, de un abate, Emmanuel Sieyes, y la chusma, es decir, del fanatismo y la violencia (escenas de caníbales”, para Saint-Just), frente a la grandeza humanística de los padres fundadores de los Estados Unidos de América, mezcla, políticamente, del lirismo lockiano de James Madison y el pragmatismo hobbesiano de Alexander Hamilton, cerebro político, económico y militar de George Washington, para quien redactó la Carta de Despedida de 1796, y que en la decadente era de Obama ha salvado su cabeza de los billetes de diez dólares únicamente por el éxito popular del hi-hop de Lin Manuel Miranda en Broadway. Hamilton, antiesclavista radical (Lincoln lo fue de conveniencia) desde su infancia en el Caribe, iba a ser sustituido por la abolicionista Harriet Tubman, que pasará a “ocupar” el puesto del trapisondista ex presidente Andrew Jackson en los billetes de veinte dólares.
    

Es inexplicable la poca atención que en América, hasta el musical de Miranda, ha prestado la industria del espectáculo a la figura (¡tan cinematográfica!) de Hamilton, hijo ilegítimo, siempre solapado en las listas de la popularidad por Jefferson, aristócrata y terrateniente, que, salvo por su amplia cultura, hoy sería un perfecto socialdemócrata europeo: populista (un día dijo que los granjeros eran el pueblo escogido por Dios, y al otro, que lo que necesitaban los colonos era leer la “Historia general de España” del padre Mariana), relativista (carecía de fe religiosa) y sentimental (amante, siendo esclavista, de la antigua esclava Sally Hemings, uno de cuyos hijos, Tom, iba por el mundo presumiendo de sangre presidencial). Jefferson es republicano (gobierno débil) y Hamilton, acusado de monárquico por sus enemigos, es federalista (gobierno fuerte). Todavía en una conferencia de 1982, el juez Antonin Scalia, nombrado por Ronald Reagan, invitaba a los conservadores a defender, con “los argumentos de Hamilton”, que el gobierno federal no es malo, sino bueno, y que el secreto está en utilizarlo sabiamente.

    Hamilton, hijo de escocés y francesa, no pudo ser presidente por no ser natural de América: viene del Caribe, aunque ha sido educado en la verdadera Ilustración, que es la escocesa (Hutcheson, Hume, Smith).
    
Lector de Grotius, de Pufendorf, de Montesquieu, de Locke… –se declara, a los 17 años, en un panfleto.

    Para Carl Schmitt, Pufendorf es el epígono de Francisco Suárez en lo fundamental de la teoría del Estado, “y el propio contrato social de Rousseau no es más que una vulgarización de Pufendorf”.
    
Hamilton, arquitecto del Estado americano, llega a Nueva York (vivirá en el 57 de Wall Street) a los pocos meses del motín del té en Boston. Su teoría política se basa en sus clásicos griegos y latinos (Demóstenes, Polibio, Plutarco, leídos en sus lenguas originales) y en su experiencia militar.


En la reunión de Filadelfia para elaborar la Constitución presidencialista del 87 que sustituiría a la fracasada Constitución parlamentaria del 81, triunfa el proyecto de James Madison, que hace hincapié en “la felicidad del pueblo” (“felicidad”, la palabra más repetida por Paine en sus escritos, es, en la época, una forma de llamar a la libertad), sobre el de Hamilton, que hace hincapié en la fortaleza del gobierno (propone Presidencia y Senado vitalicios). En “El Federalista” defenderán juntos el mecanismo constitucional “checks and balances”, (¡la tercera ley de Newton!), controles y contrapesos, inspirado en Montesquieu, y que garantiza la libertad política de la nación. “Que la ambición vigile a la ambición y el ciudadano dormirá tranquilo”, resume Madison. Con el único fin de salvaguardar esa libertad, habían inventado la democracia representativa, que hacía posible la democracia en una “república geográficamente extensa”. La excepción histórica, el milagro político, la conjunción astral (cincuenta y cinco “semidioses” en Filadelfia, dirá Jefferson) de la libertad.
    
También la muerte, de héroe romántico, de Hamilton es cinematográfica: en un duelo (como su primogénito, Philip, y quizás para morir como él) con su rival político Aaron Burr, en un bosque de Nueva Jersey, porque el duelo es ilegal en Nueva York. Burr tira a matar. Hamilton, como su hijo, al aire.

    –Veo borroso –dijo.
    
Al recibir la noticia, Talleyrand, que había visitado a Hamilton en su puesto de secretario del Tesoro, donde creara el primer Banco de los Estados Unidos, recordaría su impresión ante la austeridad de aquel hombre que habría divinizado a Europa y que, tras sentar las bases del gobierno más poderoso (¡y vigilado!) del mundo, hacía cuentas a la luz de una vela, muerto de frío.