Sir Alfred J. Ayer
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Técnicamente, guerra es una lucha armada entre unidades políticas organizadas, y guerra civil es una lucha armada en el seno de una unidad organizada.
Ochenta años ya de la última guerra civil española, que iba camino de quedarse en otra fuente de divisas para Inglaterra, merced a los libros y documentales facturados por bandadas de hispanistas que viven de escribir de Franco como si fuera Paul Gascoigne.
–La guerra civil española fue la primera batalla de la guerra mundial –dice el frescales de Paul Preston, que sabe que su nicho de clientes va por ese lado.
Sofía Casanova se hartó de repetir en ABC lo que oyó decir al Lenin del 18 en Petersburgo: “Afirmados en Rusia, nos apoderaremos de España”.
La guerra civil fue una revolución aplastada por la contrarrevolución, y ahí está la cosa para quien la quiera comprender, que, desde luego, no es el Ludolfo Paramio de Podemos, un becario “black” cuyas concordancias intelectuales están a la altura de las gramaticales y que, para conmemorar el 18 de julio, se marcó un tuit (el morse de los politólogos) digno del profesor Cojonciano:
–Esta noche hace 80 años, las mejores de nuestras abuelas y abuelos comenzaban a salir en alpargatas a luchar por los humildes y la libertad.
Esto es Lenin, el de “la libertad es un prejuicio burgués”, pasado por Heidi, cuyo abuelo, el Viejo Hessen, resultaría ser en España el capitán Lozano, abuelo de Zapatero, ese “drógulus” (criatura mitológica del absurdo salida de la imaginación del filósofo Alfred J. Ayer) que rompió el juguete para ver qué había dentro y se cargó el consenso sobre el cual se asentaba el pintoresco sistema político español que ahora hace agua.
España quería vivir del consenso entre el falangismo y el comunismo como vive Inglaterra del armisticio entre Cromwell y el Parlamento: donde durante cuarenta años había comido un partido, durante otros cuarenta comerían cuatro. Y así fue la cosa... hasta que vino el “drógulus” de León.