TAL COMO ÉRAMOS
Ignacio Ruiz Quintano
En el principio era la Movida, y la Movida estaba en Madrid, y la Movida era Madrid.
El otro día, desde Barcelona, una amiga en la treintena, @Vichyncatalan, daba, sin saberlo, con la madre del cordero en un tuit muy inteligente (y muy malvado):
–Si Eduardo Benavente hubiese nacido en el 90 y no en el 62, en vez de un grupo postpunk montaría una asamblea. Triste decadencia la nuestra.
La Movida, para entendernos, vino de un lío chamarilero y dominical de Ceesepe y Alberto García-Alix en el Rastro madrileño.
Nosotros tendríamos noticia de la Movida por el 79 y en la Facultad, cuando toda la Facultad era muermo, macuto y ajetreo de chinchin yu (el pez que se come los callos de los pies) en la charca de la política.
La política de la Facultad nos aburría hasta las lágrimas, y la diversión venía del Rastro y de los bares de ruido y copas: La Bobia, El Penta, La Carolina, El Jardín, Caminos, Marquee y aquel Rock-Ola con su Lorenzo el Magífico, funcionario (de Gobernación) de día y portero de noche, Médici de lo que tuvo de Renacimiento aquel trasnoche sin cuento.
Vista de lejos, puede que la Movida fuera algo así como el baile de una generación sola en medio de un cambio de régimen, un descanso de entreguerras: el domingo, todo el domingo de 1980, ese domingo que el español acostumbra tomarse entre régimen y régimen.
Un domingo, para nosotros, de treinta años.
–Me voy a la Guerra de los Treinta Años –podíamos haber dicho entonces, cada día, al salir de casa.
El domingo de la generación sin mando a distancia, que pasó de manos de nuestros padres a manos de nuestros hijos.
Ahora que vuelvo a verla, la película que mejor capta el espíritu de aquella Guerra de los Treinta Años, que en realidad sólo fueron cinco, los cinco primeros 80, es “Jó, qué noche”, de Martin Scorsese.
Scorsese, por cierto, no dio con el final. Y nosotros, tampoco.
Mas como las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos, quiero tirar de una experiencia extraña, pero fantástica, de aquella época, la del baloncestista Chechu Biriukov, re-descubierto recientemente por Jot Down en una entrevista que ha deslumbrado a la gente joven.
Míchel y la pesadilla milanesa
Biriukov, de padre ruso y madre española, aterrizó en España en 1983, y
venía con la ventaja de saber mirar a todas las cosas con ojos de
primera vez.
–¿Era tan excéntrico Fernando Martín? –le preguntan.
–En aquella época éramos un poco gilipollas –contesta–. Decíamos
unas gilipolleces… Eran los años 80, Madrid me mata, la Movida
madrileña, salíamos todas las noches… La verdad es que éramos muy dados a
filosofar y vacilar a la vez. Pensad que era gente muy preparada. Es
decir, tenías que andar con cuidado porque en seguida te metían la
pulla. Las lenguas mataban. En el año 83, Corbalán decía: “Vamos a
cenar todos juntos.” Cenábamos, discutíamos, hablábamos. Era muy
divertido, creo que era una magnífica época. Me jode mucho pensar que no
estaba apreciando en aquel momento lo bien que me lo pasaba. Ganaba
dinero, una mierda de dinero nos pagaban, pero en aquel momento estaba
bien. Las conversaciones eran intelectuales, por decirlo así,
sinceramente. Leían periódicos, sabían qué pasaba en el mundo, qué
pasaba aquí, les interesaba qué pasaba en la Unión Soviética. Había unas
conversaciones increíbles. Y después fumar, beber. A mí eso me parecía
alucinante. Cuando hice mi primer entrenamiento en la Ciudad Deportiva
fuimos al bar y pedí una Coca-Cola. Y Lolo Sainz me dijo:
“Chaval, aquí se toma agua, cerveza o vino. Pero la mierda esa americana
no se toma”. ¿Cerveza y vino? ¿Con el entrenador? En Rusia no podías
beber nada, ¡eras un alcohólico! Y aquí con el propio entrenador dándole.
En los 80 el baloncesto era de mejor tono (entendiendo por tono la diversión) que el fútbol, aunque el caso es que no nos privamos de nada, ni siquiera de la mili, aquel gran poder impersonal (Hado, Justicia, Necesidad) que gobernaba nuestra juventud y que era superior a los dioses.
Al regreso de la mili, precisamente, en una de aquellas noches de los 80, al hilo de una apuesta con Jorge Berlanga, nació Gente y aparte.
Fue en la barra de El Cutre Inglés, en la calle del Marqués de Santa Ana, 43, corazón de Malasaña.
Jorge fue, como su padre, un seductor ambulatorio, y en El Cutre…, con otras chicas Bond-Madrid de la década, trabajaba Mamen del Valle, que había salido en “Crónica de un instante”, y por cuyas piernas suspiraba.
Mamen del Valle en El Cutre Inglés
En aquel juego de piernas (en la vida, como en el boxeo, como en los
toros, todo es juego de piernas) dimos forma a la idea que acabaría
convirtiéndose en sección hecha y derecha de ABC.
De aquella sección con la que tanto nos divertimos (diversión que tan cara nos harían pagar los hiénidos de Mufasa que siempre vigilan la charca) escribiría un día Sabino Méndez en su estupendo Corre, rocker (2000):
–La sección se llamaba Gente y aparte, salía los sábados... y
pretendía buscar públicos nuevos para el histórico rotativo. Ignacio
Ruiz Quintano fue el encargado de organizarla y buscar los
colaboradores. Contacté con él a través de Alaska y Pito... Mis
artículos fueron mejorando. Cuando Ignacio Ruiz Quintano se trasladó a
Diario 16 me siguió pidiendo crónicas ocasionales para su diario o para
El Observador. Luego, al volverme a centrar en el trabajo musical, perdí
el contacto con él. Recuerdo con cariño su desacomplejada independencia
de criterio y su capacidad de convertir una crónica de un partido de
fútbol en un homenaje clásico.
Nada de aquello hubiera sido posible sin Jorge Berlanga y Rosaura Díez Fuertes, redactora y musa de Gente y aparte.
Jorge Berlanga, nuestro Berli, tuvo siempre algo de almirante inglés al que le hubieran birlado el barco, y, como lord Kelwin, el extravagante físico difusor de la teoría dinámica del calor, sólo quería entender las cosas que se pudieran dibujar.
Lo recuerdo boca abajo, en un Corsa recién volcado, diciéndome sin soltar el camel, encendido, de entre los dedos:
–Iñaqui, hay una fuerza centrípeta que impide correr en las curvas…
El dibujo inaugural de Gente y aparte fue una folclórica con látigo que Jorge le sonsacó por teléfono a Juan Carlos Eguillor, que vivía en Bilbao.
El dibujo de Eguillor era transgresor en el sentido que tiene dicho José-Miguel Ullán:
“La caligrafía del dibujo tiene algo más libertino, menos domesticado
que aquello que articula la escritura... En la escritura todo tiende a
amoldarse, a darse en forma y, en definitiva, a rendir cuentas. Cada
dibujo, en cambio, es un sobresalto sin molde”.
Eso, un sobresalto sin molde sería, sábado a sábado, la ilustración que Jorge iba cazando, después de aquélla de Eguillor que todavía no sé cómo acertamos a publicar. Pero es que, sin ella, el resto no hubiera tenido sentido. Ni la Olga Zana de Carlos Berlanga ni el Juan Jaravaca de Mediavilla. Ni nuestro predilecto, el Buitre Buitáker de Gallardo, quien se comía, además, casi todas las portadillas. Los cartones eran de encargo, y el ángel de su guarda en el cajón se llamaba Rosaura, cuya logística periodística incluía la sonsaca de artículos a Leopoldo María Panero, interno en el Manicomio de Mondragón, y, para ilustrarlos, de acuarelas a El Hortelano.
Aun sin dinero, Madrid era Baden Baden.
Y fueron, profesionalmente, los días más felices de nuestras vidas.
Aparecimos en sábado, abril del 87, con un órdago al 92: España olía
otra vez a Régimen y el 92 sería sus Años de Paz, sobre la que
restallaba como una sierpe recién pisada el látigo de la folclórica
dominatrix de Eguillor.
–Folclóricas para el 92 –tituló Berlanga lo suyo para aquel primer fogonazo con golpe de magnesio sobre la España cañí.
En el sumario del primer día, Jaime Urrutia (Gabinete Caligari), Fernando Márquez, Mónica Gabriel y Galán (“birmette” de Objetivo Birmania), Wyoming, Maribel Verdú (que estrenaba La estanquera de Vallecas) y Javier Barquín dando cuenta de la alternativa de Paco Machado esa misma tarde en Aranjuez.
Arrancamos como de broma.
Luego, cuando quisimos darnos cuenta, teníamos el compromiso de llenar cada sábado media docena de páginas en ABC.
La gente escribía de lo que quería, y para evitar la dispersión, a los colaboradores de más confianza se les imponía un tema: la mili, el rock, las motos, los toros, el boxeo y chicas, muchas chicas.
Maribel Verdú, aún incipiente, fue adoptada como chica bandera de la
sección. Escribía a mano de sus cosas, que eran las nuestras.
Pero Jaime Urrutia venía con sus folios, manuscritos, por Rosaura. Edi Clavo traía los suyos, mecanografiados, por Jaime Urrutia. Los de Fernando Márquez, el Zurdo, había que ir a buscarlos, mecanografiados, a su casa con mesacamilla en la calle de Viriato. Javier Barquín tenía un aire señorito muy simpático de la calle de Juan Bravo: se dejaba caer en persona, con carpeta, en el ABC de Serrano, y por ahí se nos marchaba la tarde.
Como Carlos Berlanga, con su cartapacio de mujeres fatales, a quien su
hermano Jorge reverenciaba en su fragilidad de jarrón chino.
Me hacía gracia esa forma jorgiana de reverenciar a un hermano como únicamente reverenciaba a las novias.
Eso lo vi mejor la tarde que despedimos a Carlos, y escribí que todos volvimos más pálidos, como se vuelve de los cementerios: de puntillas, aunque Bailando, con los zapatos, uno negro y otro amarillo, del príncipe de Bizancio y con un saltamontes –ese dandi epigramático que siempre hay en los cementerios– atado por un hilo (...)
Morir joven, y dejarnos, a su muerte, un perfume extraño y penetrante de espíritu selecto había sido su deber de dandi.
Como escribió Panero en su epitafio para Haro: “Puedo, después de una epopeya en que naufragó el mundo, hablar por fin de un escritor”.
–Hoy, al final de una movida en que naufragó una generación, hay que hablar del ángel bodeleriano que la soñó. Fue un gato. Fueron, quizás, cuatro gatos...
Carlos Berlanga apareció cuando los tiempos eran mejores, casi de oro, y
alguien tenía que engañar nuestro hastío y elevarlo a diversión. Con su
timidez de niño que lo mira todo como si todo lo engañase (“la mirada
que goza de la perfecta lucidez, aunque se consuma atrozmente en esa
misma lucidez”), iluminaba a una generación que, en medio de la continua
risa, vivía peligrosamente, y por eso Carlos parecía cada vez más el
ángel bodeleriano pasado por la túrmix madrileña de Ruano y de Ramón (...)
Entrevista con Carlos Berlanga
Baudelaire era francés, pero Berlanga, que era español, sólo
podía ser un ángel mojado en café con leche, que es la única cortesía
que en España se ha tenido siempre para el talento. “¿Y ése quién es?”
“¡Un artista!” “¡Pues, ande, póngale un café con leche!”
Por las cosas de El Hortelano, en cambio, había que ir a su casa, que entonces estaba en la calle Mayor y era vecino de Ceesepe y de Javier de Juan.
Las ánimas del Purgatorio del Hortelano con las reinas de la barra de De Juan.
Las cosas del Hortelano las elegía y recogía, a su gusto, Rosaura, en los jueves de reparto: salíamos los tres, Jorge, Rosaura y yo, y antes de ir a la calle Mayor, visitábamos en el barrio de Salamanca a Felicidad Blanc, con el dinero de las colaboraciones de su hijo Leopoldo María Panero, que enviaba sus textos desde Mondragón, por carta, a la Redacción de ABC y a nombre de Rosaura, con quien tenía establecida una relación telefónica, literaria y sensual, un juego de voces disparatado, una lucidez cegadora, una locura total.
Los días de prodigio nos citábamos con Alberto García-Alix: inolvidables sus sesiones con Rafael de Paula, de paciencia infinita con los artistas, para un perfil literario de Joaquín Albaicín; con Emma Suárez, en uno de los mejores retratos de Alberto, improvisado en mitad de la calle de su estudio vallecano; y con Poli Díaz (y su novia), en el patio de vecinos de Alberto.
Poli Díaz
Luis Solana dirigía la TVE y prohibió por cuestiones morales el boxeo.
En Gente y aparte, al cerrar los viernes la sección, íbamos a las
veladas del Campo del Gas. Y allí nos agarramos a Poli. Disfrutábamos
con él. Escribíamos de él. Viajábamos con él. Hasta que Sarasola nos lo quitó.
Las faltas de Poli Díaz las equilibrábamos con las sobras de Mike Tyson. Si Gente y aparte valió la pena fue por los retratos de Alberto García-Alix a Poli Díaz y las ilustraciones de Javier de Juan a Mike Tyson.
Con el boxeo perseguido por el moralismo socialdemócrata, las
madrugadas de combate recorríamos las casas de Madrid con satélite para
sintonizar a la buena de Dios cualquier canal que emitiera el
espectáculo.
Así supimos que se había consolidado otra vez un Régimen.
Si de noche éramos de Poli Díaz, de día torcíamos por Enrique Ponce.
El taurinismo en los ochenta éramos los hijos de Antoñete, que fue nuestro San Pablo de los toros, moviéndonos en riadas de curiosos tras el novillerismo andante: el pijerío que seguía a Julio Aparicio y el cabalismo (¡los cabales!) que seguía a Enrique Ponce.
Las primeras cosas de Ponce, torerillo de 16 años en Las Ventas, se publicaron en Gente y aparte.
–Su faena otoñal en Las Ventas constituyó un emocionante ejercicio de
chulería suprema, por la morosa armonía de sus desplazamientos, la
calculada plástica de sus pases y la estimulante frescura de sus
desplantes. Había nacido una estrella, se llamaba Enrique Ponce.
Luego vendría la alternativa francesa de Litri y Camino.
La sección seguía creciendo.
Estaban las cosas de Alaska, textos magníficos, caligrafiados en hojas cuadriculadas de cuaderno y firmados con una señal de la cruz.
Estaban las cosas de Eduardo Bronchalo Goitisolo, que se movía en una bella penumbra de inteligencia y desengaño.
Estaban las cosas de Guillermo Fésser y Juan Luis Cano, los Gomaespuma, entonces de una pureza como de huevo de Codorniz.
Ambite y May
Estaban las cosas de May, intacta su gracia de Ambite y Rock-Ola.
Estaban las cosas de la gente de Barcelona: Gallardo, Mediavilla y Montesol.
Estaban, pues, el Juan Jaravaca de Juan Mediavilla y el Buitre Buitáker de Miguel Gallardo.
Estaban los modernos (Opisso y Dona) de Montesol, que a mí me traía memoria del mago Pepe Carroll.
Estaban los quitasueños líricos de Juan María Calles.
Estaban las negritas de las Ricas y famosas de Beatriz Cortázar.
Estaban las sicalipsis de María Jaén, recién salida de su Sauna del 87.
Estaban los aros de humo de Blanca Andréu, señora entonces de Juan Benet,
a cuya casa en El Viso acudíamos para recoger los folios de Blanca, que
flaneaban al menor ruido de pasos en la madera de la escalera.
Estaban las teatralidades de Dafna Mazin.
Estaban las notas jardielescas de Marta Madariaga.
Estaba el caos formal de Rossy von Dona, en seguida Rossy de Palma.
Estaban las astracanadas inocentes de Violeta Cela.
Estaba la geometría sin fundamento de los relatos cósmicos de Catherine François.
El Michael Jackson de Gallardo
Estaba el Manifiesto del rocanrol (publicado en tres entregas) que Santiago Auserón nos escribió en el verano del 87.
Estaban los malos y buenos agüeros de Ernesto A. Giménez Caballero, inteligente, pícaro, culto, enfermo y terminal.
Pudieron estar las cosas de Eduardo Haro, pero aquel mediodía de
la primavera del 88, en el Multicentro de la calle de Serrano, fue
cuando todos nos dimos cuenta de que habíamos llegado tarde a un mundo
que ya empezaba a ser demasiado viejo.
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* Texto para el catálogo
El papel de la Movida (Arte sobre papel en el Madrid de los ochenta), 2013
exposición del Museo ABC
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* Texto para el catálogo
El papel de la Movida (Arte sobre papel en el Madrid de los ochenta), 2013
exposición del Museo ABC