domingo, 24 de marzo de 2024

Mártires de las hazañas médicas


Vikienti Vikiéntievich Veresáev


Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica


La última gran novela rusa del siglo XIX –el siglo de la novela rusa, la institución literaria más potente de esa época– es Memorias de un médico, de Vikienti Vikiéntievich Veresáev (1867-1945), que aunque fuese admirado por Lenin y recibiese el “Premio Stalin” de Literatura, muchas de sus novelas estuvieron prohibidas en Rusia hasta la llegada de Gorvachov. Realizó además la hazaña de filología clásica de haber hecho las dos mejores traducciones al ruso de la Ilíada y la Odisea. Memorias de un médico, más que novela la podríamos llamar también un “ensayo novelado”, si no fuese por el angustioso y doliente terror que respira toda ella. En realidad, la novela es una historia de los horrores de la arte médica, impunes hasta hoy, y un cuaderno de profundas reflexiones sobre la experiencia médica del autor, que nos la llegan a definir con amor, pero también con realismo. Gran parte de ella es una martiriología de los enfermos, siempre susceptibles de ser conejillos de Indias, en aras de la ciencia médica. “En nombre de la ciencia sangre se vierte”, afirma en verso Veresáev. Demuestra cómo cada paso de la ciencia médica está jalonado de crímenes sobre inocentes cuerpos vivos, casi siempre de pobres. Es así que esta pequeña historia de la medicina del siglo XIX nos enseña que nuestra ciencia moderna, con todas sus brillantes hazañas médicas, se ha enriquecido –por emplear la expresión de Magendie, precisamente gracias a sus fracasos. La medicina marcha entre tinieblas, equivocándose y corrigiendo errores letales, con demasiados médicos que mataron a sus pacientes por osadía morbosa, como a lo largo de esta novela-historia se demuestra con nombres y apellidos. Y aunque hay que reconocer que algunos médicos honrados se suicidaron tras el arriesgado tratamiento mortal, como el doctor Kolomnin, estos son una exigua minoría. Innumerables enfermos pagaron con su sangre y con su vida el aprendizaje de los jóvenes cirujanos: el propio Veresáev nos llega a contar con brutal crudeza los tres enfermos que en su juventud mató por ignorancia. “Para progresar la medicina necesita abrirse camino a través de montañas de cadáveres” escribía en una de sus cartas particulares el melancólico y gran médico Billroth. Es verdad que a cada minuto, a cada paso nos acechan a los hombres peligros, contra los cuales no podemos defendernos, porque están en todas partes, y que el hombre normal es el hombre enfermo; el hombre sano no es sino una feliz excepción, una anomalía. Y ello obligaría al médico a ser un humanista, a obrar con piedad sobre los cuerpos vivos. Tormentos, tormentos inacabables, tormentos por todas partes y bajo diversas formas: he aquí en qué consiste esencialmente la vida del ser humano. Incumpliendo la norma médica del cordobés Averrores, que dice: “El hombre honrado puede experimentar placer en estudiar la teoría del arte de la Medicina; pero su conciencia jamás le permitirá pasar a la práctica médica, por extensos que sean sus conocimientos”; el doctor Hollander acabó con las vidas de cientos de pacientes anestesiados con péntalo. ¿Quién no recuerda el principio triunfal y el fin ignominioso de la tuberculina del doctor Koch? El profesor y doctor Kocher decidió acabar con esa antiestética tumefacción de la glándula tiroides, que es el bocio, con la extirpación de dicha glándula y él y sus seguidores crearon en Europa una masa de personas que se hallaban en un estado muy próximo al idiotismo y al cretinismo, con cabeza grande, nariz roma, labios gruesos, inteligencia ausente y palabra difícil. El doctor Máximo Bockhardt inoculaba gonococos a hombres sanos sin su permiso para estudiar el desarrollo de la gonorrea. El doctor Waller contagiaba de sífilis a personas sanas introduciendo pus con una espátula en heridas hechas, que tapaba con tiritas empapadas en el mismo pus sifilítico para el estudio del desarrollo de la sífilis, y algunos de estos conejos de Indias humanos llegaron a fallecer, sin que el médico tuviese ningún problema con la justicia. El doctor Fehleisen, que descubrió el microorganismo de la erisipela, inoculaba el cultivo de sus estreptococos de erisipela a sus pacientes para observar sus reacciones. El cirujano E. Hann practicó la ablación de una parte del seno atacado por el cáncer y la injertó en el seno sano de la paciente. El injerto tuvo éxito, y aunque la mujer murió, se estableció el hecho de que el cáncer se podía inocular. No vamos a cansar con más horrores médicos narrados por Veresáev, pero lo curioso del caso es que sus perpetradores publicaban tranquilamente sus barbaridades sin temor a ser procesados por los tribunales ni condenados por la conciencia pública o por la propia conciencia. El desarrollo de la democracia liberal y los Derechos Humanos fue limitando las insanas libertades del médico que no tenían ninguna utilidad y cosificaban al paciente, e incluso las distintas legislaciones nacionales fueron protocolizando de modo humanista las vivisecciones que se hacían a los pobres animales, que tienen que estar debidamente justificadas. El “bill” sobre la crueldad para con los animales fue aprobado por el Parlamento inglés en agosto de 1876. La antigua máxima “primum non nocere” se ha ido imponiendo desde finales del siglo XIX. Gran parte de las enfermedades para Veresáev eran productos de la terrible injusticia social, y de la vida dura y cruel de los más débiles socialmente. El hambre, el frío, la falta de higiene, el agotamiento por el trabajo, la ignorancia eran en última instancia las causas de gran parte de las enfermedades. Y arreglar eso era política y no medicina. “Un gran hombre está crucificado; las manos y los pies traspasados con clavos, y la medicina lava las heridas sangrientas con árnica y les aplica compresas aromáticas. No puede existir ciencia que enseñe a curar heridas con el clavo dentro”. Finalmente, nos dice Veresáev, que si del médico se espera la salvación de un ser querido y el médico no lo ha hecho, no habrá perdón para él, por mucho que hubiese querido y procurado salvarle. Ya el código Hammurabi castigaba al médico con la muerte si el enfermo moría. “Cierto médico alemán, Antón cuentan las crónicas rusas– curaba al príncipe Karakuch y le mató con un brebaje de hierbas. El gran príncipe, Ioann III, entregó el médico al hijo de Karakuch; éste, después de martirizarle quiso venderle para resarcirse. El gran príncipe no se lo autorizó, pero le permitió matarle. Lo llevaron bajo un puente del río Moskova en invierno y le degollaron como a una oveja”. Y recordemos que según las leyes visigóticas, presentes en España, al médico que se le moría un enfermo, se le entregaba inmediatamente a los parientes del muerto “para que hicieran de él lo que quisieran”. Por eso, el médico debe aprender a ser impasible ante el odio ignorante de los familiares, e indiferente ante la gratitud de los mismos. Y un orden civilizado debe impedir con contundencia los ataques a los médicos que hacen lo que pueden por salvar la vida, pero que no son dioses. (Hay por ahí alguna juez que desconoce esta realidad). En el fondo, la medicina va unida inextricablemente a la pobre condición humana, y lo que nos cuenta en este gran libro Veresáev lo sufrían también aquellos médicos del Mundo Clásico de quienes nos hablaba nuestro gran Luis Gil en su Therapeía. La medicina es la profesión más divina por estar fundada en lo más humano, el cuerpo y el alma del hombre.

[El Imparcial