domingo, 31 de marzo de 2024

Otra vez en Zamora


Zamora - Catedral


Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica



Otra vez el nacimiento, los orígenes, la familia y la añoranza semanantera de loca primavera me trae a Zamora, a las mismas calles, a mis calles de La Brasa, Quebrantahuesos, Monsalve, Brahones o Rúa de los Franco, la misma luz, los mismos pasos, el mismo bosque de Valorio, el mismo río en su paso por los Pelambres, las mismas delicadezas culinarias, a los mismos hombres y mujeres zamoranos. Los agradables siguen agradables, y algunos han muerto. Y de los pertinaces desagradables algunos ya han caído disueltos en la eternidad de Zamora. Todo sigue igual en Zamora. Zamora es la misma de hace sesenta años. Podrán cambiar los obispos, los alcaldes, los especuladores del suelo, los fantasmas, los pregoneros, y hasta los delincuentes, pero Zamora y el Duero siguen inalterables, eleáticos. Podrán cambiarse de lugar las fuentes monumentales de mi niñez, y hasta el “Portillo de la traición” cambie su nombre por “Portillo de la lealtad”, podrá desnudarse el lienzo de sus murallas milenarias, pero de piedras de arenisca que se levantan con la uña o con el granizo, de las viejas casas adosadas, podrá contaminarse el ámbito medieval del castillo con cosas del plagiador de Archipenko, podrá desplazar el epónimo de un poetastro a Sor Dositea e Ignacia Idoate de una plaza emblemática, que la madre Zamora seguirá igual, indiferente ante las modas tontas y las baboserías políticas. Eterna, serena, austera, bellísima, insobornable y joven en cada primavera. Sublime y perfecta aunque sus hijos seamos mediocres y tibios. Y todos sus cristos recorren sus calles diciendo las mismas cosas. “Si queréis curar y aliviar mis llagas, socorred a los necesitados, visitad a los enfermos, ayudad a que consiga el bienestar aquel que no lo tiene, amaos, en fin, unos a otros. Pues si no lo hacéis, vano es que me vengáis a aliviarme, y no es educado ni correcto ejercer la hipocresía ante un Dios que sufre tanto como yo, tal como muestran tan bien las llagas que me habéis puesto”. Echo de menos el gesto de Agustín García Calvo tocando desde su balcón el madero de la cruz que pasaba, como el saludo de un amigo que palpa la materia del misterio de la cruz. Echo de menos a los amigos de la infancia y la adolescencia. ¿Qué habrá sido de ellos? Desperdigados por el mundo mantendrán constante su zamoranismo de majos y majas. Algunos han muerto. Eran sin duda los mejores. Y entre las largas filas de cofrades piadosos, de hijos de Zamora enamorados de sus sublimes tradiciones religiosas, yo pienso en la Semana Santa. No compromete tanto Barrabás como Jesús, por eso Pilato condena a Jesús. Los doctores de la ley, como Gamaliel, Hillel o José de Arimatea, siempre serán un sector minoritario de sanedritas. El principal delito de Jesús ante el poder, que siempre exigirá la anuencia oral o gráfica, fue el silencio, un aterrador silencio que ilumina la maldad sobre la que se fundamenta el poder, tanto religioso como político. Ya se lo dijo Jesús al propio diablo en el pasaje de las tentaciones. El crimen de Jesús fue su tremendo silencio, su silencio cósmico como contemptus auctoritatis. Pero ese silencio aterrador, estentóreo, no era un motivo jurídico suficiente para condenar a muerte a Jesús, y es por ello que los sanedritas tuvieron que argumentar con el peligro potencial que podía entrañar Jesús ¡a los mismos romanos!, los blasfemos conquistadores de Israel. Es así que los sanedritas no sólo son conscientes de ejecutar a un hombre justo sin razón legal, jurídicamente no culpable, sino que tendrán que traicionar al mismo pueblo de Israel en su anhelo de libertad nacional, haciendo que Jesús pase por enemigo de los romanos. ¿Se convertían ellos en amigos sumisos del César? Tras el silencio y la condena a muerte viene la soledad absoluta de Cristo. El abandono general de Jesús por sus propios discípulos es terroríficamente vergonzoso. Y Marcos pinta el comportamiento de los apóstoles con tonos sombríos. Sólo algunas seguidoras, según el mismo evangelista, acompañaban a Jesús en su agonía en la cruz. Porque el mundo querido de Dios va más allá de la tiranía del Imperio y más allá de lo establecido por la religión del Templo, como dijese el padre Pagola, claretiano en una época en mi Colegio “Corazón de María”, de esta parmenídea Zamora. Jesús recorrió el camino de la pasión totalmente solo, abandonado por todos y repudiado por unos cobardes discípulos. Estos discípulos verán más tarde su propia defección y cobardía como debilidad de su fe ( “oligopistía” ). Y a pesar de su vergonzosa caída, saben –tras la muerte de Jesús– que están en las manos misericordiosas de Dios. La exégesis bíblica ha enlazado la dispersión de los discípulos con una frase de la Escritura: “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas” (Zacarías, 13, 7). La dispersión de los discípulos forma parte de un plan divino. El sepulcro vacío será el motor que vuelve a congregar las ovejas perdidas. Ese sepulcro vacío es heraldo del “Ya no habrá muerte” (Apocalipsis 21, 4-5). En Jerusalén la fe apostólica en la resurrección se halla asociada a una visita de los cristianos al santo sepulcro, donde se celebra un acto religioso y, con ocasión de esta visita, que se efectúa de madrugada, se recuerda a los peregrinos la fe apostólica en la resurrección. El sepulcro de Jesús se convierte en el gran símbolo, el “memorial” del crucificado resucitado. El lugar de la muerte –el sepulcro– se convierte en lugar de la revelación de Dios. La losa ha sido corrida. La resurrección nace de un espacio abierto, no de una sacralidad muerta. La clausura del espacio sacro queda profanada, por decirlo de algún modo, al ser corrida la piedra. Este símbolo que es el sepulcro vacío tiene más fuerza teológica que la grandiosa angelofanía apocalíptica que viene después. El sepulcro vacío también tiene una función apologética, porque el “no está aquí” precede al “ha resucitado”. Cuando no se encuentra absolutamente nada de un hombre (piadoso, taumaturgo o sabio), es que ha sido “arrebatado, para estar con Dios”. En la Literatura Clásica hay muchos ejemplos al respecto, muy frecuente en las narraciones de terror (Luciano de Samosata, Plinio, Heródoto, Pausanias, Flegón de Trales, Filóstrato, etc.). El “rapto” (distinto del “viaje del alma” a las esferas celestes, idea común en la Antigüedad, especialmente en la Grecia Clásica) es conocido desde siempre en Egipto, Babilonia, en el mundo griego y romano, en el judaísmo antiguo y en el judaico. En el Antiguo Testamento, los dos casos clásicos son los de Henoc y Elías. También el del Deuteronomio 34, 5-6, donde se afirma que nadie conoce el “sepulcro de Moisés”. Los términos del griego clásico para designar el “rapto” son aphanismós, harpagê, y metástasis. Y en la traducción al griego realizada por los Setenta tenemos metatíthêmi o analambánein.


Que jamás Zamora acabe siendo un parking temático de la Semana Santa, sino sede milenaria de la vida de la Semana Santa.


[El Imparcial]



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