Martín-Miguel Ruibio Esteban
Ya en anteriores entregas, cuando analizábamos la mecánica de la Suerte en la Democracia Ateniense, decíamos que el igualitarismo radical de la Suerte debía estar acompañado de cierto igualitarismo económico a fin de que la diosa Suerte expresase su poder justísimo de forma plena; e incluso citábamos a Diodoro de Sicilia (2.39), quien venía decir que la isonomía (igualdad ante la ley), la isokratía (igual poder del voto de cada uno), la isêgoría (igual derecho de expresión política), la “isogonía” (igual linaje de los ciudadanos de una pólis, o fraternidad), y demás igualitarismos “de principio” o “formales”, serían totalmente vanos sin cierta igualdad de la propiedad (isomoiría). Pues bien, toda Democracia que se precie de tal ha tenido siempre que sentir como un choque dramático la contradicción que a veces se da entre los principios igualitaristas de tipo formal que la sustentan (“todos los ciudadanos gozan de iguales derechos”) y la realidad diaria de cada idiôtês de la comunidad (“opulento”, “pobre”, “parado”, “pluriempleado”, “mendigo”, “derrochador exhibicionista”, etc.). Por ello, toda Democracia que se precie ha afrontado, al menos teóricamente, el “problema político” de la propiedad. Cuando el presidente Thomas Jefferson, uno de los grandes padres fundadores, en 1803, llegó a decir: “Quiero que todos posean como mínimo veinte hectáreas”, estaba convencido de que la base social de un régimen democrático ha de componerse de pequeños y medianos propietarios; o mejor, que la pobreza o la falta de propiedad cuestionarán siempre la esencia y la sustancia de la Democracia. Para conseguir que todos los ciudadanos norteamericanos fueran poseedores de tierras, Jefferson compró al gobierno francés de Napoleón la “Louisiana Purchase” por la suma de quince millones de dólares. Sobrepasando así los límites de sus prerrogativas –Hamilton ya había advertido a los americanos del cesarismo populista de Jefferson– y “ampliando la Constitución hasta casi reventarla”, Jefferson regaló a su país un territorio de más de un millón de millas cuadradas (dos millones y medio de kilómetros cuadrados), que prometía ser uno de los más ricos graneros del mundo.
Estamos convencido que Pericles tuvo la misma motivación que Jefferson a la hora de iniciar el expansionismo colonialista ateniense en Italia, la Calcídica y el Mar Negro. Nuestro convencimiento de esa motivación lo confirma Plutarco en su Pericles, 11. La misma motivación tuvo la Ley Agraria de Tiberio Graco que, bajo muchos aspectos, no era más que la renovación de la Ley Licinia Sextia del año 387. Ello suponía dividir el “ager publicus”, parte del territorio conquistado de las provinciae (o zonas vencidas) en lotes de 30 yugadas y distribuirlas por suerte a los ciudadanos y aliados itálicos, no como propiedad absoluta, sino en arrendamiento perpetuo y hereditario, comprometiéndose los poseedores a cultivarlas y a pagar una módica renta al Tesoro público. Además, el testamento del último rey de Pérgamo vino a dar a los romanos el imperio y las riquezas de la dinastía atálida, y Tiberio Graco propuso la distribución del tesoro pergamiano en provecho de los poseedores recientes para que atendiesen a los gastos de su primer establecimiento. Ahora bien, hacer nuevos propietarios a través de la colonización (Grecia) o la conquista de territorios ajenos (Roma) puede repercutir de forma gramática en la organización política de un régimen republicano asentado en la participación directa de los ciudadanos. No en el caso de Grecia, en el que las colonias eran independientes políticamente de la metrópoli, y su relación con “la madre patria” era parangonable a la relación de un hijo que hoy abandona la casa de sus padres para formar una nueva familia. Era una relación entrañable de amor étnico, pero no de dependencia política. Lo cual no impedía que las metrópolis formasen alianzas o ligas con sus colonias, y que éstas se comprometiesen con el destino de la metrópoli. Incluso la colonia de Tarento, fundada por los bastardos de Esparta –aquellos hijos que las espartanas tenían con sus esclavos mientras sus maridos estaban en la guerra– fue siempre fiel a la liga doria. Ahora bien, una cosa es un establecimiento en la costa independiente, con manufacturas que venden a los pueblos del interior, y otra cosa es una política de grandes conquistas territoriales, algunas muy lejanas, para convertir en propietarios a ciudadanos romanos que siguen siendo súbditos de Roma. Este sistema de generar propietarios agrícolas lejos de la ciudad chocaba con una República asentada en comicios, principalmente, comitia tributa y comitia centuriata, que exigían la presencia personal del ciudadano, no existiendo aún el vicariato político. Sabemos por Cicerón y su hermano Quinto que los soldados que querían participar en las elecciones para elegir a los cónsules (comitia centuriata) y que servían en la Galia, tardaban cuatro días en llegar a Roma. Ello explica que un conservador como Catón dudase que se mantuviese la República el día en que ésta se expandiese más allá de Italia, cosa que ocurrió después de las Guerras Púnicas. Independientemente de la ofensa que se hace al ius gentium, una Democracia directa, esto es, Democracia sensu stricto, no puede sobrevivir si una gran parte de sus ciudadanos no pueden asistir a sus asambleas. Como esto entrañaba un peligro para la existencia del régimen republicano, quienes mataron a los Graco acusaron a éstos de estar preparando un levantamiento para crear una monarquía de tipo helenístico, en que la corona recayese en ellos. Los romanos siempre odiaron a quienes compraban al pueblo con dádivas materiales, etc., porque recordaban a aquel cónsul, Espurio Melio, de inicios de la República que quiso hacerse rey, en una época de carestía, habiendo distribuido de su propia casa grandes raciones de pan, compradas a los etruscos, al pueblo hambriento. Un romano particular –idiôtês– lo degolló, y no hubo ningún proceso contra él. La historia nos la cuenta Tito Livio. Ojo con aquellos que compran al pueblo su soberanía con pan o billetes de tren.
Pero otros teóricos y políticos no veían en la distribución de tierras la solución al derecho de propiedad; y así, en el siglo IV, un tratado de Jenofonte (“Poroi”) propone mejorar la situación económica de toda la población de Atenas mediante la imposición de grandes impuestos a los ricos, preconizando así la ayuda sistemática del Estado a todos los ciudadanos, pero sin llegar jamás a la expropiación de los ricos, ni a recaudar abusivamente de ellos. La Constitución que Protágoras redactó para Turios parece que incluía la limitación de la propiedad de la tierra: como la tierra es finita, es lógico que para que todos tengan tierra hay que limitar la superficie de los lotes de tierra. Otra solución parece haberla encontrado Hipódamo de Mileto (vid. Nestle, Historia del Espíritu Griego, pp. 116 y 161), quien escribe a su vez una Constitución en la que el tercio de las tierras es propiedad del Estado, y con las cuales se alivia la pobreza de los no propietarios, se alimenta a los guerreros y se premia a los buenos ciudadanos. Por otra parte, para Faleas de Calcedonia, citado por Aristóteles en su Política, es la desigualdad de la riqueza lo que provoca las revoluciones, el crimen y la miseria. Para evitarla Faleas propone una distribución de la tierra por igual, educación de todos los ciudadanos impartida por el Estado y nacionalización de las industrias y oficios, que serían desempeñados por esclavos al servicio de la comunidad.
Pero otro modo de resolver el problema de la propiedad es eliminar el problema; es decir, abolir la misma propiedad. Platón en el Libro III de su República, 416d, hablando de los guardianes, afirma: “En primer lugar, nadie poseerá bienes en privado, salvo los de primera necesidad. En segundo lugar, nadie tendrá una morada ni un depósito al que no pueda acceder todo el que quiera”. Pero creemos que este sistema no sólo es aplicable a la casta de los guardianes; hay en toda la República platónica un ideario “comunista” que cubre toda aquella sociedad utópica. “Comunismo” que con frecuencia se hace un tanto extremoso, cuando se tienen en común las mujeres y los niños (Libro V, 457e-469a). Este mismo comunismo radical lo vemos expuesto en Las Asambleístas, de Aristófanes, saliendo de la dulce boca de la osada Praxágora: “Diré que todos deben hacer comunidad de bienes (“koinôneîn”), de forma que todos tengan parte en ellos todos, y vivan de los mismos recursos y no que uno sea rico y el otro miserable (“áthlion”); ni que uno tenga mucha tierra que labrar y el otro ni siquiera para que se le sepulte” (vv.590-593). No cabe duda que lo que tenemos subrayado se parece pavorosamente a aquel discurso de Tiberio Graco, IX: “…la mayoría de los romanos no tiene altar paterno ni tumba de antepasados. Sólo tienen el nombre de amos del mundo, pero deben morir por el lujo de los otros sin poder llamar suyo un pedazo de tierra”. Esta imagen retórica recorrerá la historia, y saldrá de la boca de decenas de los grandes demagogos socialistas y comunistas antes de conquistar el Estado. Ahora bien, no existe ninguna experiencia histórica de un lugar en el que eliminada la propiedad permanezca la Democracia y la libertad política. Al contrario, sólo en dictaduras fracasadas y en sectas peligrosas se han dado estas experiencias. Lo común en una Democracia no es que la propiedad sea común, sino que todos tengan intereses comunes que defender, que no es lo mismo, y entre esos intereses está el de la propiedad, que debe ser un bien del que todos participen. Para Tocqueville (El Antiguo Régimen y la Revolución, Libro II) la Democracia es imposible “cuando a pobres y ricos ya casi no les quedan intereses comunes, afrentas comunes, ni asuntos comunes, esa oscuridad, que recíprocamente les oculta sus mentes, se torna insondable, y esas dos personas podrían vivir al lado uno del otro por siempre sin que jamás llegaran a conocer qué pensaba cada cual”. Por otro lado, para Benjamin Constant (Les Principes de Politique, 1814), el sistema del representación política que supone la prevalencia de los idiôtai frente al Estado sólo puede basarse y fundamentarse en ciudadanos propietarios, tanto da que sean grandes, medianos o pequeños cuya propiedad se limite a su domicilio familiar. Así, en el capítulo VI de la obra citada nos dice: “Sólo la propiedad hace a los hombres capaces para el ejercicio de los derechos políticos. La propiedad es lo único que establece lazos de igualdad entre los hombres, lo que les previene contra el sacrificio imprudente de la felicidad y de la tranquilidad de los demás, al implicar en ese sacrificio su propio bienestar y obligarles a calcular en su propio provecho.” Incluso en Esparta quien no poseía el patrimonio suficiente para hacer su aportación de comida a su “pheidítion” –comunidad de mesa semanal de unos quince guerreros espartanos y célula vida del organismo estatal espartano, donde se bebía y cantaba y la alegría del grupo sobresalía–, no sólo perdía su condición de miembro de la comunidad, sino también su derecho como ciudadano en el pleno sentido de la palabra, sin poder participar en la “apella”, la Asamblea popular de Esparta, en donde ganaba la proposición que arrancaba los vítores con mayor volumen; era el volumen de las voces y no el número, el que determinaba quién estaba en mayoría y quién en minoría.
Una clara agresión contra la convivencia democrática, y que no es más que la degradación más ordinaria del uso de la propiedad, es la descarada suntuosidad o la insultante ostentación. El Mundo Antiguo, tanto en Grecia como en Roma, está lleno de leyes coactivas contra la ostentación de los ricos desaprensivos. No hay peor insulto a la ciudad clásica que la exhibición de la riqueza. Cuando leemos las Noches Áticas, de Aulo Gelio nos llama la atención la imposición de normas de moderación: sólo se podía comer en público determinada cantidad de comida con determinado precio, todos los romanos vestían igual en la calle (la toga de lana), la mujer soltera no podía llevar anillos, ninguna mujer con menos de cuarenta y cinco años que no estuviera coja podía ser transportada con litera por la calle, el calzado tenía que ser sencillo, etc., etc. Ricos y pobres en la calle eran iguales. Los romanos de la República intentaron poner límite siempre a la desenfrenada fastuosidad con las sabias leyes Tapulla y Licinia. Y es que el uso más antisocial de la propiedad en una República libre es la ostentación. Cuando vemos hoy que un político circula con un Jaguar u otro coche de chulo putas evidenciamos que este régimen de consenso de partidos no tiene ningún vínculo con los orígenes y la esencia de la Democracia. Si la pasión venenosa de la envidia es el principal motor psicológico en la lucha de clases, parece políticamente conveniente no atizarla.
Leer en La Gaceta de la Iberosfera