Carlos Moliner
«Lo que se deja expresar, debe ser dicho de forma clara; sobre lo que no se puede hablar, es mejor callar».
Ludwig Wittgenstein
A punto de cumplirse veinte años del atentado terrorista más grave de la historia de España por número de víctimas, y en paralelo a la cuenta atrás para la prescripción de los crímenes cometidos, no esperamos grandes avances en el conocimiento de las causas. La mayor parte del ejercicio periodístico irá dedicado a señalar a los teóricos de la conspiración, aquellos que insisten en no dar el caso por cerrado o que siguen especulando sobre esas causas y sus consecuencias. Salvo honrosas excepciones, el recuerdo del 11M es el trámite para pasar cuanto antes a su olvido.
Uno de los investigadores del asesinato de Kennedy se quejaba amargamente de lo mucho que se habían centrado los periodistas en el qué, y lo desatendido que había quedado el porqué. Algo parecido podríamos afirmar sobre el 11M, y también sobre otros dos sucesos que han dado forma a la historia reciente de España: el atentado que acabó con la vida de Carrero Blanco y el 23F. Conocemos muchísimos hechos, tantos que incluso nos abruman, pero muy pocos motivos, cuando desde un punto de vista nacional son lo relevante. Sin negar la importancia del lado humano de la tragedia, o del político en clave nacional, son los aspectos geopolíticos los que hacen inteligibles la mayor parte de los acontecimientos históricos, y el 11M no es la excepción.
Sin embargo, preguntarse sobre ellos es una de las actividades más ingratas que pueden imaginarse hoy. Hace falta vencer la reticencia inicial del público, que está ya harto de repasar los mismos datos una y otra vez , y al que la sola mención del 11M, o del 23F, ya produce una cierta saturación, entendible por cuanto es escasa la información adicional que se ha añadido en estos veinte años. Además, cualquier iniciativa que se aparte de las explicaciones oficiales es tachada de teoría de la conspiración, lo que redobla las reticencias a la hora de acercarse a esta clase de informaciones. Por si fuera poco, el número de personas dedicadas a restringir la amplitud de lo pensable en la España pospandémica alcanza proporciones de industria, la única que a estas alturas de convergencia con Europa podemos considerar competitiva. Esta misma semana hemos tenido nuevas muestras de ello.
A esta aventura en territorio hostil y plagada de riesgos sólo se apuntan un puñado de personas que no cuentan con el respaldo de grandes medios a su servicio, ni con generosos presupuestos o posibilidades de difusión. Es gracias a los resquicios que todavía permite la comunicación por Internet que accedemos a su trabajo, que en muchas ocasiones es el fruto de horas hurtadas al tiempo libre o a la actividad profesional y dedicadas a indagar sobre cuestiones que les interpelan por motivos personales, o que despiertan en ellos la responsabilidad de hacer el trabajo de quienes han decidido no hacerlo. En la mayoría de los casos les guía un impulso moral, un compromiso con las víctimas o con la verdad, algo imprescindible para atravesar el rosario de dificultades con las que topan enseguida. Un paso mal dado en ese camino puede pagarse tan caro como un acierto, y la pequeña cuota de prestigio a ganar entre un reducido grupo de afines es una recompensa escasa ante el riesgo de ser condenado al ostracismo, con las graves consecuencias que puede ocasionar para un particular a la intemperie.
Por todo ello, desde aquí vaya mi reconocimiento y mi admiración por todos esos deplorables teóricos de la conspiración que siguen intentando arrojar luz sobre los atentados del 11M. Ellos rinden, en mi opinión, el mejor homenaje posible a las víctimas.
El origen de la teoría de la conspiración
Gracias a Mike Benz, el que fuera designado por Mike Pompeo para un puesto en el Departamento de Estado durante la Administración Trump y actual director de la Fundación para la Libertad Online, sabemos que existe una coalición que reúne a políticos de ambos partidos, empresas tecnológicas, grupos de comunicación, ejército y agencias de inteligencia, lo que Benz denomina The Blob, que se coordina para fijar las políticas y los relatos adecuados a sus intereses conjuntos, dentro y fuera de Estados Unidos.
La información real que contradice las versiones patrocinadas por este colectivo es objeto de censura, pero hoy la conocemos, gracias a ellos, con el nombre de desinformación, lo que les permite suprimirla sin incurrir, al menos nominalmente, en una práctica propia de los regímenes totalitarios. De forma paralela, las políticas que buscan el interés público y amenazan por tanto los intereses de The Blob son lo que hoy conocemos como populismo, etiqueta creada para justificar la persecución legal y mediática de los disidentes, prácticas en teoría incompatibles con la democracia. Bajo los parámetros de esta neolengua, populista sería aquel que se aprovecha de la desinformación o emite las distorsiones de la realidad que conocemos como posverdades, diseñadas para influir emocionalmente en la opinión pública y así acceder al poder.
Dentro de la desinformación, existe una categoría que, en lugar de enfatizar las intenciones dudosas del emisor, resalta su desequilibrio mental: son las conocidas como teorías de la conspiración. El profesor Lance DeHaven-Smith explica que la expresión «teoría de la conspiración» se popularizó precisamente tras el asesinato de Kennedy para calificar las versiones distintas de la oficial, como un temprano ejercicio de manipulación psicológica y control del relato por parte de los servicios secretos. Fueron una serie de artículos en el New York Times los encargados de popularizar el término, atendiendo así un informe interno de la CIA que alertaba del escaso éxito de la Comisión Warren para fijar la verdad oficial. En esta coordinación entre agencias de inteligencia, prensa prestigiosa y poder político bipartidista vemos a The Blob en acción.
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