sábado, 2 de marzo de 2024

Vicente Llorca. Diario del mes de febrero con tractores al fondo


Plaza de Tamames

 

Vicente Llorca



Por la mañana la plaza de Tamames está vacía. Hemos tenido que bajar al pueblo a la única sucursal del banco que hay en la zona. Al lado de la oficina había en tiempos un café de aire vagamente moderno, donde siempre tenían música y unos mantecados muy buenos. Está cerrado y en la oficina nos informan que los dueños, un matrimonio joven que preparaba el arroz con chanfaina por encargo, se han vuelto a la sierra. También está cerrado el bar de siempre al otro lado de la plaza, en la acera de la iglesia.


Da una sensación extraña la plaza inmensa bajo la alta espadaña: sin gente, sin coches ni árboles, sin bares. Por un momento su vasta desolación puede recordar a las plazas de Turín, con una estatua al fondo y una sombra ominosa, de las obras anteriores a la guerra de Giorgio de Chirico. Pero este vacío es más melancólico aún, y sin la poética muda de los autómatas del pintor italiano, y no sé además si a los que quedan aquí les importara un ápice la estética de la metafísica turinesa. En la oficina nos informan que allí no pueden resolver nada y que tendremos que ir a la sucursal de Ciudad Rodrigo.


En Ciudad Rodrigo los preparativos para las fiestas del Carnaval. Martillos, andamios, tablones y vigas de madera alrededor de la plaza. Para llegar al banco tenemos que cruzar debajo de un arduo laberinto de burladeros y tablas. Huele ya a toros, a vino agrio y a voces destempladas. Aunque aún no haya nada de eso en las calles.


La Guardia Civil nos para al regreso a la finca. Los tractores han cortado la autovía y tenemos que salir a la Nacional, a la altura de la Fuente de san Esteban. La carretera la han cortado también y un grupo animoso de tractoristas ocupa la calzada. Aire de júbilo en la rotonda inmovilizada de entrada al pueblo. Han salido a la calle sin previo aviso y semeja por una vez que sus voces suenan en esta lenta agonía.


La única salida es hacia el pueblo de Tamames, de nuevo. Pasa por delante de la finca de unos primos y nos paramos en las casas a ver si les queda algo de comer, que es muy tarde y no podemos llegar a ninguna parte.


En la casa, un olor rancio, antiguo, de invierno, madera oscura y chimenea, que es el de la infancia remota y que ellos conservan aún.


Café en el bar de la carretera, antes de salir para la sierra de Madrid. Hablo con Elías, enorme y animoso, que siempre está de paso hacia algún otro lado. Tiene que ir a una finca hacia Boadilla que ha arrendado, dice, a echarle de comer a los cerdos que han sobrado de la montanera. Después, me comenta, quieren ir a Valladolid con los tractores, a la ceremonia de esa tarde del cine español. Me quedo mirándolo un buen rato. Me encanta, de repente, la imagen del Elías trabajador y afanoso y con cara de tierra en medio de la ceremonia de los funambulistas: pagados de sí mismos, que se saludan los unos a los otros vestidos con un traje que revela que nunca antes han llevado un traje con propiedad, hasta que alguien que volvía de la costa les advirtió que allí nadie llevaba ya chaquetas de pana. A su lado Elías y sus compañeros, que vienen de la sierra y de la memoria, me parecen un último resto de civilización frente a la ignorancia.


Más tarde en un pueblo de la sierra de Madrid, comiendo con J., estalinista secular, me suelta:


-A los kulaks había que purgarlos a todos, como ya hicimos en la campaña contra los blancos.


-Sí. Y a los comisarios políticos que volvían a la requisa había que colgarlos de la viga más cercana, como hicieron los paisanos cuando regresaban a por los últimos graneros que quedaban.


-No quedó ninguno, fusilados o deportados al Cáucaso.


-Ya. Pero se dieron el gusto de no morir en silencio.


En el tortuoso paso por un puerto de Ávila, hacia la Paramera, una finca remota, sobre las altas laderas que descienden hacia el valle, con paredes de piedra. Vacas avileñas, lentas, grandes, oscuras como el carbón. No cruza nadie, no se ve un alma en la sierra, el ganado baja con parsimonia a beber de los pilones de granito que recogen el agua de los manantiales.


Estas casas de piedra sin adornos, con una alta chimenea en la cumbrera, los muros lisos, los dinteles también de piedra… Hablan de un invierno largo y silencioso, días sin nadie, un vago aroma a leña allá dentro, entre la nieve y el cierzo.




A una comida en la finca viene también Patricia, que ha entrado en política hace algún tiempo. Frente a mi escepticismo ella representa la acción como norma. Ha presentado solicitudes, reclamaciones, ha convocado reuniones en la plaza, están preparando, me dice, un informe para llevar a la comisión europea que dictamina los requisitos de la PAC. Todo relacionado con el campo y la política agraria, que ella afirma se pueden defender todavía. Es la primera vez, después de la tractorada del otro día, que oigo hablar de remedios al cabo de tantos años. Con ella discute nuestro amigo Santiago, el de las fincas en la sierra, o Antonio, un pariente que ha emprendido las más aventuradas peripecias para mantener las tierras de sus abuelos. Con Juan, vecino de Robliza, que escucha callado nuestros disparates, es inevitable rememorar en un momento u otro un viaje antaño al otro lado del río, con el ganado. O aquella mañana de nieve en la finca de los vecinos, una vacunación gélida que acabó cuando ya no se veía nada.


Pero tampoco le dan más vueltas. Todos ellos saben de esta lenta agonía, de los impuestos y la tediosa normativa, de inspecciones interminables y de los que ya han abandonado el campo, abrumados por la burocracia y el peso del Estado. Está atardeciendo y cebamos la lumbre de nuevo.


Es la primera vez, advierto un instante, entre las anécdotas y el coñac que se está acabando, que hablamos de medidas, de un vago proyecto que no sea el contemplar este lento vacío.



Unas páginas de Azorín sobre la sequía. Escribiendo sobre su Monóvar natal, ese lugar árido y como desolado, en el que de tarde en tarde brotan las huertas y los frutales, el escritor hablaba sobre la sequía: un tiempo interminable, que se prolonga en silencio durante días, semanas, meses... El mutismo de los lugareños que soportan la desolación sin un gesto. De pronto, comentaba el alicantino, resonaba como un estallido de ira, de furia, de rabia contenida en el pueblo, que se manifestaba en voces y golpes a destiempo. Después, tornaban el silencio, la seca resignación.



Frente al ayuntamiento de Sancti-Spiritus hay un bar estupendo, en el que por las mañanas tienen perronillas y mantecados con el café. Allí algún día temprano me he encontrado con Maxi, antiguo mayoral de la dehesa de H. Tiene una memoria inagotable y me empieza a hablar de antiguas ganaderías y fincas hacia la comarca de los Arribes, que en su práctica totalidad ya han desaparecido. Todavía conserva algo del mapa de la trashumancia, cuando bajaban hacia unos pastos de Extremadura, por el puerto de Perales, cuando aquí ya llegaba el hielo, y las escarchas nocturnas, que se prolongaban durante todo el invierno.


-Maxi, todas esas fincas y esos hierros ya se han vendido.


Esta mañana, bajando de nuevo hacia Ciudad Rodrigo, he encontrado la calle aneja a la plaza llena de coches, furgonetas y pick-ups la mayoría, que ocupaban la acera.


Al entrar, el bar estaba lleno. Entre ellos, Santiago, que acababa de estar en mi casa y siempre va de camino de un lado a otro.


-Santiago, ¿qué hacéis todos vosotros aquí?


-Venimos de impedir un saneamiento en una finca. La Guardia Civil ha levantado acta y luego nos hemos venido a tomar algo.

 
-¿Y ahora dónde vais?


-Yo, a mi casa, que ya es tarde. Mañana volveremos.


Tienen el gesto sonriente. Hablan sin parar. Parece que estos días se esté levantando el silencio, tantos años después.