Mingote
Manuel Mañero
Por chocante que nos pueda parecer, la ciencia del suicidio no ha cambiado demasiado, o al menos no de forma proporcional respecto a los pretendidos avances en materia social, en los más de 120 años desde la publicación de El Suicidio, el gran tratado teórico que lo presentó al mundo moderno, firmado por el sociólogo francés Émile Durkheim. Lo que la posmodernidad ha traído consigo ha sido su banalización, el encriptamiento, si se prefiere, de la casuística suicida. Y esto no tiene tanto que ver con el empirismo como con las obligaciones desatendidas de los Estados, lo que desemboca en lo que Durkheim ya categorizó como suicidio anómico: el que resulta de la desorientación del individuo respecto de la circunstancia social que lo avasalla. Por eso, aunque las cifras y las categorías aparenten invariabilidad —que no es el caso—, sigue llamando la atención que ni el desarrollismo de las naciones ni la ubercivilización hayan mitigado esa definitiva falla que empuja a los individuos al abismo del mal considerado mayor acto de libertad posible: atentar contra la vida propia. De hecho, en el caso del hombre (tan a menudo criminalizado, arruinado y ridiculizado) ocurre al revés.
En España, dos de cada tres personas que se quitan la vida son hombres...
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