Tito Livio
Martín-Miguel Rubio Esteban
La amnistía (de amnêstía) es el olvido de los delitos políticos tras una época de confrontación nacional sangrienta en la que triunfa la libertad, dejando vivos a los enemigos de la misma sin que políticamente ya no pinten nada, y sólo respiren; es la superación generosa y fraternal de una guerra civil en la que se impone la Democracia. Ocurrió en la Atenas Clásica tras el régimen de los Treinta Tiranos, fruto de la derrota ateniense en la Guerra del Peloponeso, y en los EE.UU. de América tras la Guerra de Secesión. Así como el indulto tiene un carácter individual, la amnistía es colectiva.
Cuando los demócratas atenienses derribaron en el 403 a. C. el efímero pero criminal régimen de Los Treinta Tiranos, entre los que formaban parte Critias, Melobio, Teognis, Pisón, Dracóntides y Menesítides, como la facción más terrorista y asesina, que produjo las horribles matanzas de Salamina y Eleusis, y Terámenes, Fidón y Eratóstenes, como la más moderada, se hicieron los pactos del Pireo entre los demócratas y los oligarcas más moderados, partidarios de Terámenes, que había sido eliminado por la facción más dura del régimen tiránico, y Trasibulo, el héroe de aquella sublevación popular contra la tiranía, vencedor de Muniquia, consiguió que la Asamblea (Ekklêsía) sacara adelante un decreto merced al cual se aprobaba una amnistía para todos los atenienses que habían colaborado en el régimen de los Treinta Tiranos, salvo aquellos que tenían delitos de sangre, e incluso la amnistía salvaba al grupo de Terámenes que tras rendir cuentas ante la Asamblea del pueblo, ésta los declarase inocentes. Aquella amnistía sólo permitía llevar ante los tribunales a los autores materiales de asesinatos, y se prohibía bajo graves multas acusar a nadie que no tuviese ensangrentadas sus manos con el asesinato. Sin embargo, estas excepciones a la amnistía dieron esperanzas al gran orador y logógrafo Lisias para llevar ante los tribunales al tirano Eratóstenes, que indirectamente era el responsable de la muerte de su hermano Polemarco al haberlo él mismo detenido. Sin embargo, la mayoría de los estudiosos se inclinan a pensar que Eratóstenes fue absuelto en este proceso, dado que según el propio acusado detuvo a Polemarco por miedo a los tiranos más duros, lo que revela su poca gallardía en comparación de Sócrates, que no detuvo jamás a quien la Tiranía le señaló. Por otra parte, el pueblo de Atenas, los idiôtai, tenían razones para considerar al tirano Terámenes, que lideraba la facción más moderada en la que estaba Eratóstenes y Fidón, como el elemento más positivo y humano en la aciaga y reciente época de Los Treinta. Al fin y al cabo, Terámenes fue asesinado por los otros tiranos más radicales, como el salvaje Critias, tío de Platón. Además, la tinta de los Pactos del Pireo, que trajeron la amnistía, estaba todavía lo suficientemente fresca como para no avivar de nuevo los enfrentamientos fratricidas que tanto dolor les habían causado a los atenienses. Borrón y cuenta nueva eran el objetivo de esta Transición. Sin embargo, aquellos amnistiados, aunque salvaron la vida, ya no pintaron nunca nada en la renacida democracia, y jamás dijeron «mu» como rhêtores en ninguna Asamblea o Ekklêsía. La Democracia los dejó vivir. Nada más. Eratóstenes, tal como acabamos de decir, pertenecía al grupo del «benevolente» Terámenes, y ello explica muy bien la repugnancia con que muchos idiôtai, recién salidos del terror político, debieron ver cómo Lisias no sólo rozaba lo prohibido al presentar una acusación que, si no legalmente, vulneraba en espíritu la amnistía, sino que, además de presentarse como el campeón de la intransigencia vengativa, antipática y disonante con respecto al tono de fatigada relajación pasional que suele dominar en las postguerras, no tenía más remedio, si aspiraba al éxito, que aprestarse a derrocar de sus pedestales a los nuevos ídolos que eran Terámenes y, en menor escala, Fidón. Diríase que los atenienses en esta ocasión prefirieron el orden y la paz a la estricta justicia, y no quisieron que una venganza privada pusiera en peligro la armonía, la paz, y la restauración de la democracia tan difícilmente conseguidas. No cayeron en el rigorismo de fiat iustitia, pereat mundus. De todos modos, el olvido no fue completo. Así, por ejemplo, un año después, en una dokimasía, cuando la carrera política de un ciudadano y sus actitudes eran objeto de un examen minucioso, se adujo la lealtad a la democracia de tal idiôtês durante la Tiranía como mérito cívico. El autor de la Athênaiôn Politeia reconoce que la reacción de los atenienses ante sus desgracias pasadas, tanto personales como colectivas, fue mejor y de un espíritu más cívico e indulgente que la de cualquier otro pueblo en la Historia. Sabemos por Tito Livio que en la época de la República el Senado de Roma concedió tres amnistías en quinientos años. El Estado español ha tenido siempre una generosidad inexhausta a la hora de conceder amnistías a catalanes: la otorgada por don Juan de Austria, en nombre de Felipe IV, el 14 de octubre de 1652, y la concedida a los mismos por Felipe V en 1713.
La incuestionable conexión entre riqueza y actividad política en la Atenas democrática no muestra cuál fue la causa y cuál el efecto. ¿Los rhêtores eran en su mayoría reclutados entre la clase alta? ¿O era remunerativo ser rhêtor, de modo que un ciudadano pobre pudiera obtener buenos beneficios de la actividad política y convertirse en miembro de la clase litúrgica? Ambas preguntas pueden responderse afirmativamente. Muchos rhétores destacados procedían de familias ricas, por ejemplo, Andócides, Calias, Midias, Demóstenes y Apolodoro. Las familias ricas tendieron a monopolizar el liderazgo político. Por otra parte, las familias ricas no formaban un grupo cerrado. Un ciudadano común y corriente podría ascender al puesto de rhêtor en el sentido político, pero entonces también podría hacerse rico, como por ejemplo Esquines, Cares y Démades. Y esto lleva a la siguiente pregunta: ¿cómo podría un rhétor en la Atenas democrática obtener ganancias siendo políticamente activo? A los rhêtores no se les pagaba por presentar propuestas o realizar acciones públicas. La actividad política era un deber cívico. Todos los ciudadanos deberían turnarse, en cuyo caso la carga que incumbe a cada ciudadano sería tan pequeña que el salario ordinario por asistir a una ekklêsía o servir en la Boulê sería suficiente. Es cierto que la presentación de un proyecto de ley puede requerir mucho trabajo preliminar, pero Demóstenes enfatiza en sus discursos políticos que durante un debate la gente a menudo se beneficiaba de contribuciones improvisadas. Estas propuestas podían redactarse por escrito y presentarse a los proedroi durante la misma sesión de la ekklêsía. En principio era imposible sacar provecho de ser rhêtor. Sin embargo, numerosas fuentes afirman que los rhêtores y stratêgoí a menudo obtuvieron ganancias económicas en su actividad política. Cuando Demóstenes en 324 a. C. fue acusado de corrupción, Hipérides, su acusador, tiene el siguiente comentario en su discurso ante el tribunal que juzgaba el caso: «Es como dije en la Asamblea. Dad pleno permiso, señores jueces, a los oradores y generales para cosechar cuantiosas recompensas. No son las leyes las que les conceden este privilegio, sino vuestra tolerancia y generosidad. Pero vosotros insistid en un punto: vuestros intereses deben ser favorecidos, nunca perjudicados, con el dinero que ellos reciben». Esto es, si un político se enriquece enriqueciendo al pueblo su riqueza se perdona. Es así que nuestro rey Juan Carlos I, de acuerdo a los argumentos de Hipérides, sería totalmente inocente de su enriquecimiento, ya que el mismo supuso el enriquecimiento de grandes empresas españolas. Las cautelosas observaciones de Hipérides sobre los «regalos» a oradores y generales parecen dignas de confianza, ya que las hace un acusador que sin duda hubiera preferido decirles a los jueces que todos los obsequios eran sobornos. La mayor parte de la información que tenemos sobre obsequios específicos a oradores con nombres y apellidos es poco fiable y en la mayoría de los casos equivale a un cargo no verificable formulado contra un rhêtor por otro rhêtor. Como ejemplo podemos mencionar los sobornos que Demóstenes y Esquines se acusan mutuamente de haber recibido. Esquines recibió dinero de Filipo en el año 346 a. C, y una concesión de tierras de cultivo de las que supuestamente obtenía una renta de 3.000 dracmas al año. Obtuvo 2 talentos de los líderes de las simmoríai (conjuntos de ciudadanos que pagaban a escote la liturgia que Atenas les obligaba llevar a cabo) en el año 340 a. C. como pago por oponerse a la ley trierárquica de Demóstenes, y tierras de cultivo en Beocia. En definitiva, suficiente para llevarlo de la pobreza a la riqueza. Demóstenes, sin embargo, fue un líder político de otro calibre, también en lo que respecta a los «regalos». Obtuvo enormes sumas tanto por los decretos que propuso como por su ley trierárquica. Según Hipérides las donaciones sumaron 60 talentos. En una ocasión se dice que recibió 5 talentos «por no decir nada» en una sesión del pueblo. Además, en el año 355 a. C. recibió del rey persa una cantidad de oro que se estima entre 10 y 300 talentos. Este dinero supuestamente se utilizaría para el alivio de Tebas tras la batalla de Queronea. Sólo hacia el final de su vida (324/3) Demóstenes fue juzgado y multado fuertemente por haber sido sobornado por Harpalo, el tesorero exiliado de Alejandro Magno. En gran medida los atenienses debieron tolerar el hecho de que sus líderes recibieran «regalos», y su indulgencia explica cómo varios líderes políticos que comenzaron como ciudadanos pobres sin ser castigados pudieron adquirir tanta riqueza que tuvieron que realizar liturgias. Cuando los líderes políticos atenienses ponían en claro las cuentas ante aquella Hacienda sumaban talentos y minas, mientras que los ciudadanos corrientes sólo tenían dracmas y óbolos para hacer su declaración. El lado justiciero del panorama, sin embargo, fue que las multas impuestas a los líderes políticos eran proporcionales a los obsequios. Así, la condena por una eisangelía o por un graphê paranomôn (haber propuesto alguna medida inconstitucional) podría fácilmente resultar en una multa de 1, 5, 10, 20, 50 o incluso 100 talentos, a veces incluso en la pena capital. Una eisangelía contra un rhêtor generalmente terminaba, en caso de condena, en una sentencia de muerte, como ocurrió en los casos de Calístrato, Filócrates, Euxenipo y otros. La eisangelía consistía en una acción pública, ante el pueblo reunido en la Ekklêsía, interpuesta contra idiôtai acusados de traición, intento de derrocar la democracia o corrupción. Generalmente se iniciaba con una denuncia hecha en una Ekklesía Kýria (la Asamblea principal de cada pritanía —el año se dividía en diez pritanías o mese políticos—) que resultaba en un decreto por el cual el caso era remitido a un dikasterion o Tribunal. Las eisangelíai se entablaban especialmente contra estrategos y el resultado solía ser un veredicto de culpabilidad y una sentencia de muerte. Eran, por supuesto, los principales rhêtores quienes recibían los mayores obsequios, tanto de sus conciudadanos como de príncipes extranjeros. Pero incluso los rhêtores menores podrían enriquecerse actuando como sicofantes. El significado literal de la palabra sykophantes es «el que señala higos» —en el sentido de aquél que denuncia al ciudadano que importa higos del extranjero: los higos del Ática eran un producto nacional protegido—, y el término denota, sobre todo, una persona que obtiene ganancias haciendo mal uso del derecho de cada ciudadano a interponer una acción pública. En algunos tipos de acción pública, el delator recibía una recompensa sustancial si ganaba el caso. Un ciudadano que se especializaba en emprender acciones públicas de este tipo era considerado un sicofante. El beneficio que obtenía era legal, pero al sujeto se le miraba con desprecio. El típico sicofante, sin embargo, era el chantajista a quien sus víctimas pagaban por desistir de una acción pública que les había amenazado con emprender. La víctima podía ser un delincuente de verdad (que al pagar al sicofante evadía la pena que se merecía) o un hombre inocente (que prefería sobornar al sicofante antes que arriesgarse a un juicio contra un rhêtôr entrenado y sin escrúpulos). Esta última forma de sicofantía era, por supuesto, un delito penal, que se castigaba con la pena capital. Tanto los ciudadanos como los metecos aparecían como sicofantes, y la víctima solía ser un ciudadano común (idiôtês) o un meteco; y no un líder político.
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