miércoles, 18 de enero de 2017

Trump y el wrestling

Jimmy “Superfly” Snuka

Hughes
Abc

Hace unos días murió Jimmy “Superfly” Snuka, una de las leyendas del wrestling. Su gran aportación fue refinar el salto desde las cuerdas, lo que le valió formar parte del WWE Hall of Fame, algo que tiene en común con Donald Trump.

Aún condolido por su pérdida, sensible aún, leí un articulito hoy sobre la relación del presidente electo con ese no deporte del pressing catch. Forma parte de su biografía. Contará en su gobierno con Linda, la mujer de McMahon, el gran impulsor de ese espectáculo del que el propio Trump formó parte. En Youtube puede verse el vídeo de la Batalla de Millonarios en la que Trump vencía tras golpear y tumbar a su amigo (con lo que yo creo era una serie de perfectos piquetes).

Prestó sus negocios para alojar esos espectáculos y siempre se ha reconocido un aficionado. El gran artículo (de Josh Dawsey) recogía un par de testimonios de colaboradores. Uno de ellos recordaba cómo estudiaba con atención las reacciones del público. Otro lo emparenta con McMahon porque “amaba, como él, el sensacionalismo, el drama, la fantasía”. “Fake drama”, así llama el autor al wrestling. El artículo era estupendo porque resumía la relación de Trump con esa actividad, y nos da justo lo que necesitábamos. ¡Era esto! ¡Era precisamente esto!

El personaje de Trump tiene mucho de ese mundo. Por ejemplo, la actitud fanfarrona, la dimensión espectacular, pero también algo que aquí nos resulta incomprensible. ¿Qué aman los americanos en el wrestling? En España hay aficionados al catch de hace décadas, pero el WWE es algo que los de una generación conocimos bien. Veíamos los combates de Hulk Hogan (gran trumpiano) y del Último Guerrero. Podemos llegar a entender a los americanos.

En el pressing catch, Trump tenía la mejor relación posible con el público. Antes que en la televisión, ahí tuvo que aprender a comprender los resortes del aficionado común. Roland Barthes escribió una cosa sobre el catch que es perfecta para nosotros. “Ya se ha señalado que en los EEUU, el catch representa una suerte de combate mitológico entre el bien y el mal (de naturaleza parapolítica, dado que el mal luchador siempre se considera que es un rojo)”.

Trump forma parte de la historia de dos espectáculos que dicen algo sobre la relación moderna con la realidad: los realities televisivos y el wrestling.

Él, como en los mejores momentos de la historia del WWE, se confunde con su propio personaje. ¿Acaba Trump cuando abandona el escenario? Es una fusión wrestliniana perfecta. Trump tiene eso y lo convierte en un genio moderno, en un político superdotado y en alguien a la vanguardia. En ese no-deporte, los signos son excesivos, exageradísimos.

Para Barthes, el mundo del catch es el del “signo excesivo”, “explotados hasta el paroxismo de su significación”. En judo un hombre que cae toca el suelo, se mueve, reacciona, se levanta; en el catch cae y “queda exageradamente ahí”. Cae y representa la caída, llena la vista del espectador. “El signo del catch está dotado de una claridad total”.

Para Barthes, lo que el público del wrestling reclama no es la pasión misma, sino la imagen de la pasión. “Nadie le pide al catch más verdad que al teatro”. Es decir, no maneja emociones, sino la imagen de ellas. El filósofo lo relaciona con la máscara del teatro, y con la Comedia del Arte (lo circense en Trump queda clarísimo, pues). Es un primitivismo de la representación que llama la atención porque es muy moderno. Es novedoso. Aquí no lo entendemos. Aquí hay un dificultad intelectual, empática, casi diría que neuronal y física para entenderlo. El mundo del catch es del manejo de signos saturados, plenos, enfáticos y esto… ¿no es muy moderno? ¿No es muy eficiente? El WWE es incruento. Si se aleja de la realidad, se aleja también de sus consecuencias.
(¿Ha habido muertes, disturbios, violencia ultra por el pressing catch? Lo pregunto. No vive en la oposición verdad/mentira, sino en otra cosa.

El wrestling se aleja de la verdad, sí. No es verdad, pero es que tampoco es mentira. Es otra cosa. Y no necesariamente negativa. Es decir, en la experiencia del wrestling el aficionado se aleja de la verdad pero también de sus consecuencias reales. En el ámbito de esos espectáculos se produce algo liberador, desinhibidor. Protegido, acolchado, como un espectáculo garantizado (¡la Constitución lo garantiza!). Ese poder decir otra cosa, o expresar otra cosa. Donde todos podemos ser fantasmas, y hablar como boxeadores antes del combate o expresar un “súper yo” hinchado y jovial.

Reducir a Trump a una huida de la verdad es un poco restrictivo. Las dice tanto o más que un político normal. Lo que hace es saltar a otro plano donde está su personaje y donde nosotros (o sus votantes, no se me alarme el costumbrismo postumbraliano muy-de-aquí) podemos expresarnos o recibir sus palabras con una nueva libertad no sujeta ni a la “verdad” (en el sentido pazguato de la lógica estricta del fact check) ni a la corrección política.

Se sabe que el combate es mentira. Pero atrae. Nos gusta y lo disfrutamos. Quizás lo interesante es la atmósfera y el ámbito comunicativo que se crea. No importa tanto la verdad (¿realmente vamos así por la vida, contrastando todo?), sino lo que se siente: representarnos. Es un ámbito de mayor libertad en el que nos desinhibimos y liberamos. Esto se asocia perezosamente al fascismo. Pero será un “fascismo fake”, en todo caso. La experiencia de ver a Trump contestando al de la CNN (y diciéndole la verdad de lo que es, por cierto) se parece a la performance de un luchador de la WWE. La jaleamos entre furiosos y divertidos: dale, dale, sí, sí, mientras, por fin, nos carcajeamos.
No se trata de verdad o mentira (que era verdad), había algo de liberación.

Y aquí creo que fallan los agoreros. Si Trump se libera del eje verdad/mentira, se libera también de sus consecuencias. Si lo que dice Trump es falso… ¿Son plenamente “reales” las emociones que provoca? No son emociones, sino más bien la idea de ellas, como dice Barthes, una especie de “producto” que se parece a la “ira nacionalista” lo mismo que las emociones del ring o los realities a las pasiones verdaderas.

Creo que Trump es un genio que ofrece, si lo ofrece, un nacionalismo televisivo, una idea aproximada del nacionalismo. Algo que no es del todo el nacionalismo, sino un jugar a ello. Algo incruento, sin consecuencias. Es decir, si hay post-verdad hay post-emoción también.

Un ejemplo. El wrestling es un mundo de virilidad blanca, obrera, física, con esteroides, muscuarmente hiperdesarrollado, una virilidad que… no resulta peligrosa. Está preservada, esterilizada, limitada incluso a lo paródico. Los luchadores de wrestling son seres simplificados, binarios, tiernos y de una terribilitá de cómic que no asustan, que no son realmente violentos.
No es el KKK, el WWE.

Los deportes cuentan una historia que tratamos de descifrar. El wrestling es la historia. EL WWE es posterior al deporte, una evolución de deporte, en un aspecto al menos. Como humilde cronista diría que el wrestling es lo que tienes cuando el fútbol lo cuentas. Hay una deformación por convertir el partido en historia, convertir el partido en sucesos que les ocurren a los personajes conforme a su carácter.

El wrestling es como el fútbol sería si sólo lo jugaran Sergio Ramos.

El wrestling es el partido después de su crónica. Es un espectáculo como sucesión de momentos con pleno significado. En la crónica se abandona todo lo que no tiene un sentido pleno o una correspondencia con un significado. Eso son residuos, cosas sin significado que rechazamos. Y el catch tiene que ser así: todo tiene “una significación pura y plena, redonda”, en palabras de Barthes.

El wresting es donde “los signos, al fin, corresponden a las causas, sin obstáculo, sin fuga y sin contradicción”.

En esto tiene que haber una economía del signo, algo semiótico avanzado. Los signos son claros y rebosantes como gestos del cine mudo. ¿Y por qué no nos aburre? No es una ficción, es algo en lo que decidimos participar para darle vida y que se parece a la real casi como una acordada simulación.

La apertura de la realidad por parte de Trump la mezcla, como una especie de tecnología virtual futurista, la saja, y la hace audiovisual, televisiva, algo mixto. Esto es más actual que años 30, francamente. Al final de sus performances, la gente no avisada, la gente que no comprende el pressing catch, se queda sin palabras y repite: unreal, unreal, unreal…Unreal no, ¡superreal!¡telerreal!

Dos últimas cosas.

Hay algo muy de ese no-deporte que es el concepto de “loser”. La derrota no es circunstancial, el perdedor no se recupera de ella. No es un momento o una forma de resolverse el combate. Es un estigma, algo que acompañará al derrotado, y que conforma su naturaleza. Igual que la victoria. De ella se alardea, se celebra, se convierte en otra parte más del espectáculo.

(Es maravilloso cómo esta actividad recoge los exceso comunicativos del boxeo y de su dramatismo real y los incorpora en una retórica indolora, pues la crueldad de todos es sólo representada).

Incluso el furor de la “revuelta” trumpiana, esa vibración, esa energía desatada tiene algo casi cómico y espectacular propio del WWE. Un “deporte” que ama las “revueltas”. La vuelta de tortilla, el vuelco en el hilo del combate. Así fueron las elecciones. Una revolución sin estandartes.

Los combates se suelen revertir con una electricidad entre el furor y la carcajada en la que hay algo puramente actoral, una representación.

No sólo es su retórica. A Trump se le sigue también como a un luchador de WWE. Tiene “seguidores” que esperan sus intervenciones así, como un nuevo personaje del sector del entretenimiento. No un líder moral lacrimógeno y pedante. En cada aparición, él ofrece una parodia de sí, un estiramiento de su ego, una amenaza, una fanfarronada… Sin retórica vacía, ni palabras sin significación, sin tiempos muertos, todos sus gestos serán plenos y directos.