domingo, 8 de enero de 2017

Agnus Dei Qui Tollis... Penúltima Estación (Pensar Europa como una despedida)


Kolakowski, Wroclav 2002


Jean Palette-Cazajus

“Afirmamos nuestra pertenencia a la cultura europea […] mediante nuestra capacidad de guardar una distancia crítica hacia nosotros mismos,  de querer mirarnos a través de los ojos de los demás, de estimar la tolerancia en la vida pública, el escepticismo en el trabajo intelectual, la necesidad de confrontar todas las razones posibles, tanto en los procedimientos del derecho como en los de la ciencia, resumiendo, la necesidad de dejar el campo abierto a la incertidumbre. […] Esta capacidad de cuestionarse uno mismo, de renunciar […] a la propia infatuación, a la autosatisfacción farisea está en el origen de Europa en tanto que fuerza espiritual.” Son palabras de Leszek Kolakowski (1927-2009). Hace poco, prologábamos su breve, lúcida y celebrada receta para llegar a ser, todo a un tiempo, conservador, liberal y socialista.

Hasta Miguel Angel, la creación artística era sobre todo el resultado de la excelencia manual.  Él desplazó su impulso -¡trascendente novedad!- hacia la  “cosa mentale”, el “disegno interno”, concebido como capacidad del cerebro humano para intuir el Eidos, la forma/idea que duerme aprisionada en la inercia del bloque de mármol hasta que la libere la creación del artista. De repente prevaleció la energía, la voluntad y la fe en sí mismo del creador. En una palabra, su autonomía. El artista del Renacimiento fue así el prototipo de la versión idealizada del ciudadano libre. La  modernidad europea , cual Miguel Angel de sí misma,  se autoextrajo de la ganga inerte de la heteronomía.

De la heteronomia a la autonomía

Si complicado resulta compendiar lo que es el espíritu europeo, el concepto de heteronomía nos facilita la comprensión de lo que no quiere ser. Todas las sociedades humanas desde que existen se han ido rigiendo por valores heterónomos. Y duele asumir que muchas de las contemporáneas lo sigan  haciendo. Se trata de sociedades que pensaron, que siguen pensando, que sus creencias, sus valores, sus jerarquías, sus costumbres, sus estructuras sociales, sus identidades proceden de una radical e incuestionable exterioridad. Quienes tiran de los hilos son los antepasados, los espíritus, lo divino, singular o plural, las escrituras, supuestamente “reveladas”. Jamás la decisión autofundada de los grupos humanos. Pocas cosas revelan mejor los estragos de la dimisión actual como nuestra incapacidad para justipreciar adecuadamente el carácter trascendental, tal vez irrepetible, del proceso de autoemergencia de la Europa moderna. “Sobrehumano” no me parece término excesivo para calificar la excepcionalidad de aquel tránsito, desde la heteronomía hacia el tipo de autonomía tan bien evocado por Kolakowski.

Autoinmunidad

Un excelente amigo me ha felicitado el Año Nuevo con un breve vídeo donde un pavo real despliega de repente un deslumbrante abanico de níveas plumas. Esta evocación, entre conmovida  y complacida, de nuestros valores cardinales es la que le dio el tono a varias de las publicaciones de este ciclo. Es hora de asumir que mucho tiene que ver con el pavoneo y bastante menos con la realidad. Hoy, en el mundo, son mayoría quienes niegan o sencillamente desconocen tantos merecimientos como hemos venido ostentando. Su lista de calificativos para retratar la cultura europea es bastante menos encomiástica y suele reducirse al implacable cuarteto de las advocaciones rituales: Imperialismo, Colonialismo, Racismo, Explotación económica. Como ya lo dijimos en su momento, al punto de vista que “los otros” tienen sobre nosotros contribuyó decisivamente una fracción nada desdeñable de nuestras sociedades. El odio a sí mismo, la tendencia autoinmune,  es la pluma más vistosa y paradójica de la cola del pavo. Fuimos los forjadores de los conceptos que iban a utilizar contra nosotros aquellos que nunca estuvieron en condiciones de elaborarlos. Occidente siempre se ha caracterizado por la eficacia de sus armamentos, conceptuales,  epistemológicos y bélicos. Otra vez Kolakowski:


“La primera cosa que el mundo desea de la cultura europea son sus técnicas militares; la última, las libertades civiles, las instituciones democráticas, los criterios intelectuales.” 
                                                                                                                     
   Louis Dumont
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                             
“Sinécdoque” es el uso de la parte por el todo. No estoy seguro de que la palabra convenga a una situación en que el todo contradice tantas veces la parte. La fanfarria de nuestra obertura sólo pregonaba una parte de nosotros mismos. La otra parte es enemiga de sí misma, víctima de sí misma y a menudo ignorante de sí misma. Louis Dumont (1911-1998) publicó en 1967, “Homo Hierarchicus”, ambicioso análisis del sistema de castas en la India. Nos mostraba cómo unos conceptos heteronómicos sumamente complejos habían llegado a articular de arriba abajo una inmensa sociedad. La India, minuciosa e implacablemente jerarquizada, constituye el arquetipo de aquellas sociedades tradicionales que Louis Dumont llama “holistas”, las que valorizan la totalidad social e ignoran, o subordinan, el individuo humano. Tal contraste con nuestra modernidad estimuló entonces su reflexión hacia el intento de entender los fundamentos de la excepción europea. Diez años después, con el significativo título de “Homo Aequalis”, Louis Dumont trataba de explicar esta vez el génesis histórico del individuo moderno.

Confucio

En “Homo Hierarchicus”, Louis Dumont había empezado a formular una original concepción de la jerarquía de los valores en el seno de las culturas,  a través de la dicotomía entre los que son “englobantes” y  los que resultan “englobados”.  Los valores “englobantes” son  los que, institucional y conscientemente, conforman la ideología dominante de una sociedad determinada. Para la cultura europea, son los  que entretejen el hermoso texto de Kolakowski. Pero de manera subordinada, más callada y latente, no siempre consciente, siguen pesando sobre la modernidad todas las capas aluviales arrastradas por la historia. Constituyen el contenido complejo, heteróclito, contradictorio,  de los valores dichos  “englobados”. Los valores englobantes no acaban con los valores englobados ni los destruyen. Sólo establecen una relación jerárquica que define un estatuto de subordinación. Los englobados son valores muchas veces desdeñados, ignorados, olvidados. Pero nadie ni nada puede garantizar que tal subordinación sea definitiva. Las gracias y desgracias del horizonte temporal no están escritas de antemano, por más que la Europa moderna, ideológicamente marcada por la pulsión mesiánica, no sepa renunciar a la peligrosa quimera del sentido de la Historia. El progresismo político que ha ido ostentando la hegemonía cultural a lo largo del último medio siglo, tiende a confundir de forma sistemática los valores englobados con los de la heteronomía. A veces es así, otras veces no. El sedimento ideológico de los experimentos totalitarios ha dejado en nuestras mentes una propensión a aceptar la artificialización del ser humano, la idea de que es moldeable y modificable a discreción. Estamos en un historicismo puro y duro, una concepción volatil, finalmente metafísica, de la existencia humana. El artificialismo historicista ignora asombrosamente el poderoso tronco inmemorial que sustenta la historia natural del hombre. Contra semejante frivolidad, vienen así resurgiendo algunos valores antes considerados englobados. Son los que asumen las raíces bioevolutivas que sostienen la expresión de las identidades, la voluntad de persistencia en el propio ser de una cultura, de una historia o  de una nación.

Atenea. Gustav Klimt
La tragedia  de la civilización europea es su definitiva incapacidad para desprenderse de un “hegelianismo” primario: jamás se ha considerado a sí misma como una realidad satisfactoria sino como la necesaria etapa de un compulsivo devenir. Europa se ha ido definiendo siempre como un proceso de cambio inevitablemente positivo, el llamado progreso, objeto de un consenso unánime, hacia cuya meta han confluido finalmente los tres mesianismos históricos, el cristiano, el científico y el político. Nuestras categorías ontológicas, éticas y filosóficas son casi siempre fijas y estáticas. Pero han engendrado una cultura obsesionada por la necesidad del cambio. Comparémosla un segundo con la sabiduría de la China tradicional. Antes que a través de categorías, prefirió pensarse en términos de ambivalencias, de relaciones. El pensamiento chino, se ha dicho, es un pensamiento del flujo, siempre consciente de su inmersión en el inexorable “curso de las cosas”. Pero el flujo no es el devenir,  no cree ni en el final –feliz– de la Historia, ni en su sentido. De allí esa tendencia de la tradición intelectual y política china hacia la inmutabilidad de los valores y de la sociedad. La comparación nos ayuda a comprender que si la China tradicional derivó hacia la fosilización de las ideas y las instituciones, la cultura europea funciona, ella,  sobre el modo de la autocombustión y tiende inexorablemente hacia la degradación entrópica de sus principios energéticos.

La obsesión por el devenir fue por supuesto inseparable de la aspiración a la universalidad. Al principio, el universalismo europeo dio por evidente que el resto del mundo ansiaba parecerse a nosotros y abrazar nuestras técnicas, nuestra ciencia y nuestros valores. La evidencia era tal que terminamos pensando que nada como una buena dominación para facilitar la transmisión. En la universalidad nuestro papel estaba escrito de antemano, el del protector justo, severo y condescendiente. El reflujo poscolonial fue más que una conmoción. Cabe hablar de mutación, sin duda letal. El universalismo, nos dijeron, solo era un disfraz de nuestra pulsión depredadora. El vuelco fue total. Lo que cuenta ahora son las culturas particulares, siempre que sean las de los demás. Referida a Occidente, toda alteridad se considera positiva “per se”.  Aplicada a los valores del “otro”, nuestra tradición de análisis crítico pasará ahora por hegemónica y neo colonial. El mundo se ha vuelto bipolar y a nosotros toca el polo negativo. La negatividad occidental solo es asumible en la medida en que su espacio geográfico y económico se transforme en un vasto asilo culturalmente neutro, con vocación acogedora y asistencial. Frente al despliegue de las alteridades,  nuestras identidades y valores deben hacerse lo más discretos posibles. Es la definición del llamado multiculturalismo.

Nuestra obsesión por “ mirarnos a través de los ojos de los demás” viene de muy lejos. Es tal vez nuestra característica esencial. El primer antropólogo fue Heródoto. Desde entonces, nuestra curiosidad por los demás ha sido siempre masiva e insaciable. La de los otros hacia nosotros, prácticamente inexistente. La mirada del otro es la metáfora del pensamiento crítico. El auge de la antropología coincidió con el de la colonización. Fue demasiado fácil insinuar entonces que la primera sola era hija espuria de la segunda. La primera fue segura hija de los valores englobantes, la segunda encontró su nutrimento en la herencia de los englobados. Decía Freud que el hombre occidental padeció tres graves heridas narcísicas a lo largo de su historia, la primera su renuncia al geocentrismo; la segunda el darwinismo y la teoría de la evolución; la tercera el propio sicoanálisis. El invento del Dr Freud sólo puede herir mentes impresionables. La verdadera tercera herida fue el choque detonante entre la construcción de la alteridad operada a través de la antropología y su concomitante negación a manos del colonialismo.

“Sentimos que una civilización tiene la misma fragilidad que una vida”, decía Paul Valéry. La particularidad de la civilización europea no es tanto saber que va a morir como venirlo deseando. Padece, lo repito, una esencial dimensión autoinmune. Incómodo fue el destino de la Grecia antigua en manos de los romanos, políticamente subordinada y socialmente sometida, culturalmente respetada y artistícamente copiada. No será este nuestro ambiguo destino. Algunas culturas no se preocuparon históricamente de memorizar su historia. En varias ocasiones pusimos nuestra obsesión de la investigación y del documento al servicio de su recuperación y reconstrucción. Insatisfechos con el resultado, los herederos prefieren reinventarla a su capricho, indiferentes a la verdad y a sus protocolos. Ya está en marcha la hegemonía futura de culturas inestables, retroalimentadas por la autocomplacencia. No tendrán historiadores ni arqueólogos. En su futuro, no habrá cabida alguna para nuestro recuerdo. Nuestro paso por el mundo se irá desvaneciendo en la infinita indiferencia de los tiempos.

Somos el minúsculo apéndice crepuscular de un mundo demográficamente proliferante e intelectualmente estéril. Fuimos una excepcional llamarada histórica. Seguimos siendo una referencia demasiado abrumadora, demasiado incómoda. Nos toca desaparecer.

Crepúsculo