Aquí está, en efecto, otra clave del problema. Si pudiera teóricamente reducirse a una sola causa el gran trastorno actual de la humanidad, yo no vacilaría en decir que esa causa es el inmenso equívoco de que los liberales del mundo, que originariamente representaron el sentido humanista de la civilización, el más fecundo en eficacias prácticas y espirituales, sean hoy en su mayoría simpatizantes del más antiliberal y antihumanista de cuantos idearios políticos han existido jamás, que es el comunista.
Sería muy largo el meditar sobre los motivos de este equívoco sin igual en la historia. El liberal, en el principio, era el hombre comprensivo, tolerante, propenso a explicar el bien y a disculpar el mal por los imperativos humanos y convencido de que el progreso del mundo no se podía conseguir sin un mínimum de libertad. La era del liberalismo se inaugura, en realidad, con el Renacimiento, en el que el inspirador de casi todos los políticos y de gran parte del ideario de los hombres cultos era Tácito, prototipo del enemigo de los déspotas, y, en verdad, el primer liberal en el sentido moderno. Varios siglos de lucha contra el déspota fijaron en la conciencia del liberal dos errores: que el enemigo de la libertad era siempre el tirano único, el monarca, y que el sentimiento liberal anidaba en el pueblo y se alimentaba en el fuego de la popularidad. El primer desastre de este equívoco nos lo proporcionó la Revolución francesa, preparada por los liberales contra los déspotas y al calor del pueblo. Inmediatamente surgió el despotismo del tribunal popular o los dictadores nacidos de la masa, desde Robespierre a Napoleón. Y las víctimas fueron inevitablemente los liberales verdaderos, los que por ser fieles a su liberalismo se rebelaron contra el despotismo nuevo y fueron guillotinados o se vieron obligados a huir.
Entonces nació también la otra especie de liberal, el espurio, el de la ceguera para los colores, el del daltonismo, el de la incapacidad para ver el despotismo cuando aparece teñido de rojo. Éste fue el que cobijó con su autoridad la crueldad revolucionaria; el que la glorificó y el que ha hecho posibles, en gran parte, todas las revoluciones posteriores, hasta la nuestra.
Lo que caracteriza a este liberal —el falso, pero, con mucho, el más numeroso— es el pánico infinito a no parecer liberal. El mayor número de estos liberales no se preocupa de lo que significa, en su hondo sentido, el seguir una conducta liberal, sino en parecer liberales a los demás. El inmenso prestigio social del liberalismo explica y disculpa esta actitud, El más riguroso reaccionario no puede reprimir una sonrisa de gozo —¡cuántas veces la hemos visto!— cuando se le dice: «Usted, en el fondo, es un liberal.» En cambio, el liberal no puede sufrir sin congoja el que se dude de su liberalismo. No ser liberal supone, en el ideario corriente, estas tres cosas importantes: ser sospechado de poco inteligente, porque en efecto, un gran número de los hombres famosos por su labor creadora han sido liberales o por lo menos han tenido un espíritu teñido de tolerancia liberal. Significa, además, ser «enemigo del pueblo», frase creada por la Revolución francesa y que conserva intacto el fetichismo de su prestigio en muchas mentes. Y, finalmente, significa no ser hombre moderno, porque buen número de las conquistas de la civilización se han hecho bajo el signo de la libertad. En todo esto hay una parte gloriosa de verdad. Pero la libertad no tiene colores prestados y fijos, ni es cuestión de ideas, sino de conducta. El terrible error es, no sólo haberla hecho política, sino política de clase.
El comunista ha explotado con aguda intuición y habilidad estas tres brechas de la vanidad de los liberales y ha aplicado a su motor la energía liberal. Es cierto que la negación de todo liberalismo que supone el régimen comunista, hace a primera vista muy difícil el conciliarlo con el fervor liberal. Pero el comunista, como todos los grandes propagandistas maquiavélicos, no se detiene ante estas contradicciones. Sabe que el coeficiente de la credulidad colectiva es, prácticamente, infinito. Y el liberal posee, además de esta credulidad genérica, un peculiar candor en cuanto le hablan en nombre de sus mitos predilectos. En este sentido, el espectáculo del mundo actual es sorprendente. Los mismos días en que en Rusia son exterminados a docenas los disidentes del rígido credo gubernamental o se hace desaparecer en el extranjero a los jefes de las agrupaciones anticomunistas de un modo escandalosamente misterioso, el liberal sigue creyendo que Rusia es el país del progreso y de la libertad, casi la Meca del liberalismo. El ejemplo de España lleva este equívoco a los límites de lo inconcebible. Hay allí todavía bastantes liberales que declaman, can elocuencia y espíritu muy liberales, contra la dictadura del campo de enfrente; y ellos mismos no solamente no podrían expresar libremente un pensamiento heterodoxo, sino que muchas veces habrán tenido que decir, a la fuerza, lo que les mandan. En el mes de noviembre último me decía en Madrid un comunista: «Tú, que has sido siempre liberal, estarás con nosotros»; pero en aquel mismo día el Comité de Obreros había prohibido la reedición de uno de mis libros porque en una de sus páginas se leía esto «Yo, que he sido siempre liberal, gracias a Dios.» Cuando salí de España y dije, sencillamente, que esto no me parecía muy liberal, me declararon «enemigo del pueblo»; y un escritor de un país americano, comunista y católico, me llamó en un artículo «el nuevo Torquemada español».
Desde luego hay muchos liberales, todos los que no padecen la ceguera para el rojo, gran parte de ellos republicanos sinceros, que se han separado de la España comunista precisamente porque es comunista, aparte de los otros motivos circunstanciales que tantas veces se han dicho en artículos, en discursos y en folletos de propaganda. Su actitud se funda, pues, en la fidelidad más estricta a su actitud y a su conducta de siempre; y no es «traición al pueblo», como dicen enfáticamente algunos majaderos. La huida de todos estos liberales de la España roja es, en la psicología occidental, un golpe rudo para el comunismo, difícil de neutralizar con insultos y con contrapropagandas. Por eso han tratado de atraerlos con toda suerte de halagos, pero sin eficacia. Los mismos que fueron a las Cortes de Valencia, tan trabajosamente preparadas, estaban de regreso en Francia cuarenta y ocho horas después. De los juicios que cuentan en privado, es sabido de todos uno que no hay inconveniente en repetir, porque ni puede comprometerlos, ni molestar a los que les hicieron ir allí y les han permitido volver: el régimen de la España roja es absolutamente soviético, y un hombre liberal nada tiene que hacer allí.
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Publicado en la Revue de París en su número del 15 de diciembre de 1937
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Publicado en la Revue de París en su número del 15 de diciembre de 1937