Venere Capitolina
Carlos V y el Furor
Jean Palette-Cazajus
El espectáculo que Usted ha dado cuando, reverencialmente acompañado por las más altas autoridades italianas, iba vagando por las amplias estancias del romano Capitolio, quedará en muchas memorias. Sobre todo cuando se le ve pasando, indiferente, ante altos cajones de madera gris. No se le ve muy entusiasmado por la muestra de arte «povera» o conceptual que le han preparado sus huéspedes italianos. Debo confesar que comparto su reserva frente a esta clase de manifestaciones artísticas.
No era así. Resulta que los insípidos cajones solo pretendían ocultar a sus ojos y a los de su séquito los hermosos desnudos clásicos albergados por los Musei Capitolini, y particularmente la famosa «Venus púdica».
Dijo Schelling que «la forma humana es la expresión del alma y de la razón». Se refería a la forma humana desnuda, claro.
Cuando, en el arte occidental, se ha representado vestido un ser humano, hombre o mujer, se trataba de expresar su realidad como persona. Cuando se le representaba desnudo, se significaba una esencia. Ninguna obra ilustra mejor esta alternativa que el espléndido bronce del Prado, obra de los Leoni, padre e hijo, y titulado «Carlos V hollando el Furor». Cubierto por su coraza de quita y pon, el Emperador aparece como un personaje histórico. Sin ella, admiramos un bellísimo desnudo clásico, una alegoría de Marte o de Apolo.
Nada resume mejor la cultura occidental como el desnudo. Sin él no seríamos nada de lo que somos. Ocultándolo, nos humillamos, nos rendimos y, sobre todo, secamos la fuente de donde brotó todo pensamiento.
Para Protágoras, «el hombre era la medida de todas las cosas». Su cuerpo desnudo lo fue primero en el sentido más literal. Se medía con «codos», « brazos », «brazadas», «palmos», «dedos», «pies», «pasos». De esa referencia, ya esencial, se pasó a la anatomía y la morfología en un intenso proceso de autoesclarecimiento de la propia condición. Ya estaba en marcha la autonomía del conocimiento frente a la heteronomía de la creencia.
Platón es posterior a Policleto y Fidias y una generación anterior a Praxíteles. Vivió inevitablemente permeado por el ideal de lo «Kalos kai Agathos», literalmente lo bello y bueno, estética y moralmente. (Ya sé que son palabrotas, pero alguna sí debo intentar aclararle, Señor Rohani, porque me parece que las desconoce). Platón usa el neutro «to kalón» para calificar el Ideal. Es la misma palabra que sirve para calificar los desnudos de los citados escultores.
Puesto a romperme los dientes como tantos antes que yo, y mejores, también deberé atreverme con lo que se esconde detrás del «Eidós» platónico. La palabra nos sugiere la «forma», descriptiva o inteligible, nos sugiere la «idea», nos sugiere el «modelo», allí late el «concepto» y todo ello sólo es comprensible con referencia a la «esencia», y a la más exigente dimensión del Ser. Todos estos conceptos, difícilmente traducibles en otras culturas, son la armazón de nuestro discurso cotidiano, son imprescindibles para entendernos y, si nos gustan el «Sátiro en reposo» o la «Venus Capitolina», es porque los tenemos definitivamente interiorizados.
La perfección del cuerpo humano simbolizaba la infinita capacidad del «Noús», el puro intelecto, la humana capacidad de conocimiento que aboca a la necesidad de la autonomía, como ciudadano y sujeto moral. Hay que ir más lejos todavía : de esos cuerpos desnudos, modélicos y en todo referenciales, brotarán los hábitos mentales que impulsarán las prácticas de la Ciencia Moderna.
La condición de la mujer griega, seamos sinceros, no era precisamente ideal. No desaparecía ninguneada por fanegas de trapos negros, como en su país, Señor Rohani, y la suprema elegancia del blanco «quitón» proclamaba su derecho a la belleza. Pero bien es cierto que era una eterna menor y que no podía acudir al Agora sin un velo cubriéndole el pelo.
Conviene designar los siniestros acontecimientos de la Noche Triste, en Colonia, como lo que fueron, el símbolo de la Violación de Europa. Para la cultura de aquellos perros de presa, toda mujer no tutelada regresa al mundo de los objetos naturales y se ofrece al instinto de los depredadores.
El desnudo femenino, en cambio, proclamó la definitiva pertenencia de la mujer al mundo de las ideas y de la cultura y, sobre todo, ennobleció y sublimó la fuerza del deseo, supeditándolo a la ética personal. Nuestras inhibiciones, nuestras prohibiciones brotan del interior, de la autonomía. Seguimos fallando y los fallos nos son individualmente imputables. Cuando las prohibiciones sólo vienen del exterior, queda abortado todo albedrío, desaparece el sujeto moral y en cualquier momento se levanta la veda. Evolutiva y éticamente, nosotros usamos un endoesqueleto. La jauría de Colonia, como los cangrejos, todavía vive encerrada dentro de un exoesqueleto.
Históricamente, el desnudo femenino ha simbolizado la pureza. Busque una reproducción de «Amor sagrado y Amor Profano», del joven Tiziano. De las dos señoras, el Amor Sagrado es la desnuda, no la que aparece cargada de brocados venecianos. El desnudo femenino simbolizó también a menudo la Verdad. Porque aquí hemos acostumbrado a pensar, ¡qué casualidad!, que debe ir «desvelándose». Sobre todo, no deje de contemplar los dos personajes que aparecen a la izquierda de una sobrecogedora alegoría, pintada por Botticelli en 1495 y titulada «La Calumnia». De los dos, el de la derecha nos recuerda desagradable e irresistiblemente, inoportuna casualidad, la estampa física cotidiana de las mujeres de su país. O, peor todavía, las de un país odiado por Usted y tan mimado por nosotros, Arabia Saudita.
El personaje de la izquierda, ondeante mujer, desnuda y etérea, dorada y ascensional, simboliza la Verdad, la que nosotros buscamos, no la que Usted detenta, y señala con un dedo sublime las alturas. Sin duda el Renacimiento salvó al Cristianismo de parecerse en algo a la cultura que Usted simboliza.
La prensa italiana habló de «Sumisión». Sólo se tiene conciencia de aquello que, previamente, se haya nombrado. El mérito esencial de la novela de Houellebecq, sin entrar a valorarla desde la literatura, consiste, como en la tabla de Botticelli, en habernos desnudado la evidencia de una situación que no veíamos porque no nos habíamos atrevido a enunciarla. La novela salió hace exactamente un año. La crítica bienpensante la calificó, más o menos, de delirio provocativo. Un año después, casi nadie se atreve ya a cuestionar nuestro proceso de «Sumisión».
En las colecciones capitolinas figura una extraña talla. No sé si formó parte de las que se hurtaron a su pudorosa mirada, Señor Rohani. Copia romana de original griego, nadie sabe si es Eros o Thanatos. Después de su particular visita, nosotros que presumíamos de ser paladines de lo primero, vamos siendo corifeos de lo segundo.
Amor Sagrado, Amor Profano
Tiziano
La Calomnie
Sandro Botticelli
Sandro Botticelli