Robert Michels
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Uno de los ayes más pintorescos que se oyen ahora es el de la “democracia interna de los partidos”.
–La culpa es de los partidos, que no tienen democracia interna –se queja el pipero, o comedor de pipas (de calabaza para prevenir la próstata, de girasol para ver el fútbol), que es el arquetipo posmoderno de español.
Pero el pipero ignora dos cosas. Una, que para una democracia resulta irrelevante “la democracia interna” de los partidos, asunto que sólo interesaría a sus militantes. Y dos, que “la democracia interna” de los partidos es imposible por “la ley de hierro de la oligarquía”, descubierta nada menos que en 1911 por Robert Michels, socialista y alemán, en su soberbio análisis de “Los partidos políticos”, de una amenidad impropia de un socialista y de un alemán, al menos en la vieja edición argentina de Amorrortu.
Reducida a su expresión más concisa, escribe Michels, la ley sociológica fundamental de los partidos políticos es formulable en los siguientes términos: “La organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegantes. Quien dice organización, dice oligarquía”.
La causa de la oligarquía en los partidos está en la indispensabilidad técnica del liderazgo. “Homme élu, homme foutu”, era la muletilla del obreraje francés, una vez convencido de que pueden triunfar los socialistas, pero no el socialismo, que perece en el instante en que sus “representantes” triunfan. Dicho por H. G. Wells, todo sistema electoral se limita a colocar el poder en manos de los electores más hábiles, y esto vale incluso para los colegones que en España van a elegir presidente en el bar del Congreso.
Para Michels, la evolución histórica representa simplemente una serie ininterrumpida de oposiciones (en el sentido parlamentario de este término) que llegan al poder una tras otra, y pasan de la esfera de la envidia a la esfera de la avaricia.