Arrodillados (unos más que otros) ante Alaska en el ABC de Serrano
De izquierda a derecha, en pie:
Loles León, Jorge Berlanga, Emma Suárez, Castelo,
Ruiz Quintano, Joaquín Albaicín,
Beatriz Cortázar, Rossy de Palma y Mena, el único genio de la reunión;
agachados: Guillermo Fésser y Javier de Juan
De izquierda a derecha, en pie:
Loles León, Jorge Berlanga, Emma Suárez, Castelo,
Ruiz Quintano, Joaquín Albaicín,
Beatriz Cortázar, Rossy de Palma y Mena, el único genio de la reunión;
agachados: Guillermo Fésser y Javier de Juan
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
A Castelo sólo le haría justicia una necrológica del más grande de los funebristas de esta Casa (y del periodismo español), que fue Ruano, pues sólo con eso sabría uno despedir ahora la época que se lleva con él.
A Castelo lo conocí en la primavera del 79, y me pareció, corpachón y perilla, el Menéndez Pelayo del Huecograbado, en la calle de Serrano, que venía a ser como el parque del Retiro del periodismo donde don Marcelino pegó aquel brindis que hizo temblar el misterio.
Castelo era un extremeño tonante, aunque él decía que, para tonante, en ABC, Juan Ignacio Luca de Tena.
Castelo era poeta, y, sin embargo, llevaba la mejor escuela de periodismo del ABC, su sección de Huecograbado, con aquellos pies de foto (¡la actualidad!) que en el mundillo (ese mundillo que hoy es de pies para qué os quiero) tenían rango de epígrafes.
En aquella redacción estaba Moisés Pérez Coterillo, fundador de “Pipirijaina”, que escribía en mangas de camisa, chaleco y corbata los pies, y Tomás Herrero, que en mangas de camisa, chaleco y corbata los confeccionaba con rayas de lápiz de cera roja y azul.
Yo, que estudiaba en la Complutense, donde los profesores de periodismo sólo te enseñaban a comprar los librillos de Abraham Moles (un sociólogo que a la confección llamaba diseño), veía trabajar a Herrero y Coterillo, con Castelo, al fondo, dando voces, y llegaba a la conclusión de que Moles era otro impostor, así que tiré sus librillos y ya sólo quise escribir en ABC.
En ABC, alrededor de Castelo, que también llevaba a punta de capote las colaboraciones literarias, las tardes se iban en hablar de Juan Ignacio o de Foxá, de Pemán o de Don Juan, de Trujillo o de La Habana, de la Monarquía, de la Academia o de Rafael de León.
Pero de eso hace hoy lo menos treinta y seis años, y Castelo ya no está. Cómo no vamos echar de menos (lo digo con Ruano) aquellas atardecidas con Castelo, si incluso ahora que se ha muerto, y no se mueve, parece que va a hablar.
Abc
A Castelo sólo le haría justicia una necrológica del más grande de los funebristas de esta Casa (y del periodismo español), que fue Ruano, pues sólo con eso sabría uno despedir ahora la época que se lleva con él.
A Castelo lo conocí en la primavera del 79, y me pareció, corpachón y perilla, el Menéndez Pelayo del Huecograbado, en la calle de Serrano, que venía a ser como el parque del Retiro del periodismo donde don Marcelino pegó aquel brindis que hizo temblar el misterio.
Castelo era un extremeño tonante, aunque él decía que, para tonante, en ABC, Juan Ignacio Luca de Tena.
Castelo era poeta, y, sin embargo, llevaba la mejor escuela de periodismo del ABC, su sección de Huecograbado, con aquellos pies de foto (¡la actualidad!) que en el mundillo (ese mundillo que hoy es de pies para qué os quiero) tenían rango de epígrafes.
En aquella redacción estaba Moisés Pérez Coterillo, fundador de “Pipirijaina”, que escribía en mangas de camisa, chaleco y corbata los pies, y Tomás Herrero, que en mangas de camisa, chaleco y corbata los confeccionaba con rayas de lápiz de cera roja y azul.
Yo, que estudiaba en la Complutense, donde los profesores de periodismo sólo te enseñaban a comprar los librillos de Abraham Moles (un sociólogo que a la confección llamaba diseño), veía trabajar a Herrero y Coterillo, con Castelo, al fondo, dando voces, y llegaba a la conclusión de que Moles era otro impostor, así que tiré sus librillos y ya sólo quise escribir en ABC.
En ABC, alrededor de Castelo, que también llevaba a punta de capote las colaboraciones literarias, las tardes se iban en hablar de Juan Ignacio o de Foxá, de Pemán o de Don Juan, de Trujillo o de La Habana, de la Monarquía, de la Academia o de Rafael de León.
Pero de eso hace hoy lo menos treinta y seis años, y Castelo ya no está. Cómo no vamos echar de menos (lo digo con Ruano) aquellas atardecidas con Castelo, si incluso ahora que se ha muerto, y no se mueve, parece que va a hablar.