miércoles, 29 de octubre de 2014

En la muerte de José María Manzanares


Camarón y Manzanares

José Ramón Márquez

Le llamaron torero de toreros, y los que sólo éramos aficionados nunca comulgamos con él. Hay que decirlo así, para que quede claro desde el principio. Algunos le descubrieron en Madrid, la tarde del 22 de mayo de 1978, la faena al toro Clarín, un colorado de Manolo González;  pero uno, acaso por un sino predeterminado, esa faena no la vio. Y aquel día, que fue tan determinante para algunos aficionados, quedó fuera de nuestra experiencia vital, que siempre encontró motivo de debate con quienes lo vieron cuando tarde tras tarde José María Dolls Abellán, Manzanares II, retornó a Las Ventas a no repetir el milagro de Clarín.
 
Y, sin embargo, en aquella tarde remota de éxito del “torero de toreros” están, además, las otras notas que conforman la trayectoria de José María Manzanares. Tarde en la que se rechazan tres toros en el reconocimiento, se echa uno al corral por impresentable, se desata la furia del tendido al grito de “ladrones”; tarde, si se quiere, que de alguna manera prefigura el momento presente, donde el toro ya no es nada y donde la egregia figura del torero se impone a la totalidad de la Fiesta imperando, fatalmente, sobre ella.

Aún en aquellos tiempos teníamos algo que oponer al “torero de toreros”, y eso era el “torero de aficionados” que fue Antonio Chenel Albadalejo, Antoñete. A diferencia de este tiempo presente, donde sólo se vive de recuerdos, entonces se podía confrontar la pureza, la inteligencia, el clasicismo del torero del mechón frente a la indudable plasticidad, la estética y la ventaja de Manzanares, pero justo es decir que, para los que somos aficionados de Madrid, Manzanares siempre fue un trago que había que pasar en los San Isidro, donde con él siempre estaban garantizados, por lo menos, el baile de corrales y la ínfima exigencia ganadera. Torero sin cogidas, se decía, como explicación de su falta de compromiso, de su ausencia de asunción del riesgo.

El paso de Manzanares por Madrid fue una constante bronca, una polarización en los tendidos absolutamente inconcebible para los que ahora tengan veintitantos años. Manzanares fue mirado con lupa por unos y ensalzado de manera desmesurada por otros y aunque el resultado de su paso por la Monumental fue muy magro en resultados orejísticos, la pasión que desató a favor y en contra revela que la personalidad del torero no dejó a casi nadie indiferente.

Cuando en 1993 Manzanares abrió, por fin, la Puerta Grande de Las Ventas, segunda vez desde lo de Clarín, uno sí estaba en la Plaza y definitivamente los argumentos de aquella segunda “gran tarde” del torero en La Monumental no convencieron. Pases de pecho de cartel de toros, plasticidad innata, muletazos sueltos, uno aquí, otro allá, no compensaron ni mucho menos la espera de tantos años para hallar la razón de ser del “torero de toreros”, que siguió siendo denostado con el apelativo de “La Turronera”.

El día 28 de agosto de 2004 toreaba César Rincón, torero de aficionados, en San Sebastián de los Reyes. Fuimos a verle. También toreaban esa tarde Manzanares y July. En su segundo, faena sin ton ni son, de pronto, Manzanares echa la muleta adelante y se trae al toro en el más impresionante natural que uno haya contemplado jamás, ese natural que está fuera de toda norma, pura hondura, puro dominio, ese natural que, desde aquel día nos acompaña y sirve como neta explicación del mando, de la pureza del gusto, de todo lo que uno busca en el toreo. Un único natural hecho de una forma que ningún otro podrá hacer en su vida, fugaz fulgor del toreo hondo que rasga el corazón y que deja una huella indeleble y cuyo recuerdo, hoy, en el día que hemos sabido de la muerte física del torero, nos entristece por la certeza de que una vez desaparecido él, ya no hay nadie en esta vida que sea capaz de traernos semejante perfección, semejante desgarro, semejante culminación del toreo en un solo pase.

Aquella tarde Rincón y July salieron por la puerta grande.

Que la tierra le sea leve.