DOMINGO, 2 DE FEBRERO
Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor y entregar la oblación (como dice la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones). Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo. Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cumplir con Él lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo Israel». (...) Había también una profetisa, Ana, hija de Sanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana...; no se apartaba del Templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a su ciudad de Nazaret. El Niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Lucas 2, 22-40