Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En Madrid, la lucha calle por calle ya no es por un piso, esa guerra perdida, sino por una marquesina.
Desde hace una década, saludo y despido al día paseando con el perro por la acera de la parroquia dominica Nuestra Señora del Rosario de Filipinas (“¡Soy el último de Filipinas!”, dice Foxá, en su moribundez, a Juan Ignacio Luca de Tena y a Antonio D. Olano, cuando lo reciben en Barajas), en la calle del Conde de Peñalver.
El edificio es de estilo brutalista (“béton brut”, “art brut”), o lo que el tonto medio llama “moderno” (en los ambientes cultos de la capital no hay un culterano que no meta un “brutal” en cada frase), con una “marquesina” de hormigón bajo la que se refugian cada noche los sin techo y con una escalinata de piedra donde se aprietan cada mañana los sin desayuno, en una zona, ay, de desayunadores premium, o desayunadores del Estado, procedentes de los círculos burocráticos de la Fiscalía y el Injuve. En una Europa tan tiesa que debate en serio la legalización del robo (chips a los chinos, ahorros a los rusos, y así), el espectáculo liberalio de los sin techo bajo la marquesina brutalista produce en uno el efecto de la magdalena de Proust sobre el problema de la vivienda, que en España te devuelve a la infancia, con “El pisito” de Ferreri (López Vázquez y Mary Carrillo que no se pueden casar porque no tienen para el piso) y con “El verdugo” de Berlanga (Pepe Isbert metiendo a verdugo a Nino Manfredi para que le den el piso donde formar una familia con Emma Penella).
El sanchismo, como se sabe, no puede hacer pisos porque incurriría en falangismo, y eso sería desvelar el origen del Régimen, además de ir contra la Agenda 2030 (“no tendrás nada y serás feliz”), cuando el falangismo, en lo social, se redujo a darle al españolejo un piso para que tuviera algo de España que defender y dejara de echarse a la calle a gritar “¡Viva Rusia!” como un becerro. En Madrid, desde luego, faltan pisos, aunque su alcalde acaba de leerle la cartilla (un paquete de folios en prosa municipal y espesa) a la Virgen de la Almudena para pedirle más inmigrantes con los que poblar las marquesinas de Ayuso. Almeida es hombre de valores (del “Aleti”, para ser exactos), y habla a la Virgen como habló al cómico ruso que lo embromó haciéndose pasar por alcalde de Kiev, envolviéndonos en esa empatía “punk” que por aquí no veíamos desde el transicionismo de Cantarero y el proverismo de Maysounave.
Frente a la marquesina brutalista de la iglesia está la marquesina funcionalista del edificio del Consejo General de Colegios Oficiales de Psicólogos, bajo la cual pernocta un sin techo con dos perros-morsa como de Disney, a quienes alguien, esta semana, ha intentado desalentar con el parapeto estético de setos plasticones, pero ellos han aguantado la visión, tan ternes. Claro que, si la psicología es una ciencia, habría, dice Santayana, que suprimir de ella la imaginación social. Y adiós al problema de vivienda.
[Viernes, 14 de Noviembre]


