MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica
El Desnudo sobre un cojín verde, de Modigliani, expresa una belleza descriptiva intensamente emotiva. El cuerpo de una hermosa mujer morena, rebosante de vida y de melancolía, no pudo ser pintado con más delicadeza y respeto, según el maestro García-Trevijano. Su proporcionado cuello acerca la tristeza de la mejilla ovalada a la promesa indeterminada del seno redondo. El rosado del rostro y del lado derecho del cuerpo, se difumina en el dorado leonardesco de la luz que los baña por completo. Esta hermosa pintura transmite la emoción del embeleso. Amadeo Modigliani era consciente del ideal estético que buscaba. Y lo encontró en las formas clásicas del arte pictórico. “Intento formular con la mayor claridad la verdad sobre la vida y el arte, de la forma que la he experimentado ocasionalmente a través de la belleza de Roma, y como veo la conexión interna intentaré revelarla. En El violinista de Marc Chagall, el barbudo violinista de negros ojos desemparejados, con bonete y hábito rojo, cubriendo sus greñas y su desaliñado corpachón, ha dejado sobre el tejado blanco de una humilde cabaña, de tablones rojizos, el rastro purpúreo de su parada, para llevar a los caminos los aires de su mágico violín, acompañado del fiel zagal que tiende su gorra a una solitaria pareja de enamorados, acercándose por el recodo con el torso de la mujer desnudo. En este cuadro enriquecido de sentimientos arrastrados desde su infancia, Trevijano afirma que Chagall hace retornar a la vida la vieja leyenda del violinista sobre el tejado. Marc Chagall no era simplemente un pintor “naïf”. Tampoco un niño grande como su violinista. Su personalidad moral, su madurez humana y su talento mental, fueron tan grandes como su obra pictórica, aunque haya que amarla al verla, para entender por qué alcanza el grado de belleza artística inherente a la grandeza moral.
Carlo Carrà pintó en 1911, Los funerales del anarquista Galli, hoy en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Así lo describe García-Trevijano: “Sobre un pavimento rojizo cruzado de bandas de sombras azuladas, una confusa masa roja de agitadores, con banderas negras, es atropellada por policías a caballo. A un cielo con el disco solar anaranjado, lo estructura en círculos concéntricos, coloreados al modo de Delaunay. La novedad está en los rayos dorados, que inhieren la agitación humana, y en las medias circunferencias, radiadas en azul, que abrazan el anárquico tumulto”. Durante la década de los veinte, Carrá fundó el movimiento “Novecento”, cuyas ideas teóricas y formales dieron fundamento a la fría estética fascista: claridad en la composición y grandiosidad en la expresión. Un buen ejemplo de esta última fase de Carrá puede ser la pintura al óleo de un silencioso y misterioso busto blanco, La amante del ingeniero (1921), donde se manifiesta la tristeza del estilo nacional fascista, consagrado y oficializado por el Estado Total, con Mario Sironi, el pintor de los suburbios fabriles solitarios, durante su fase futurista.
Del mismo modo que el Sol naciente, de Monet, devino emblema del impresionismo, La città che sale, de Boccioni, se convirtió en paradigma del futurismo. Para Antonio García-Trevijano la sensacional tela en rojo, azul y blanco, un supuesto canto al avance de la urbanización de la ciudad, sobre la miseria de los suburbios, expresa en realidad la aniquilación de la vida humana, simbolizada en inmensos caballos y hombres desesperados que, huyendo de los barrotes de hierro de los encofrados, y del chorro de humo que los estrangula, se tiran despavoridos al río, donde un par de remeros intentan salvar restos de la desgracia. Una de las obras maestras del siglo XX, que inspiró el Guernica, de Picasso, puro Boccioni en el planteamiento de su famosísimo cuadro. También es magistral el cuadro Rissa in Galleria, de 1911. Ante el escaparate y la puerta de cristal de un Café iluminado con luz eléctrica que despide centellas casi blancas, y bajo el alto techo de la Galería exterior, dos mujeres se enzarzan a la greña en medio de una multitud bien vestida de damas y caballeros. La intención, según Trevijano, de ridiculizar a la burguesía bien pensante es tan clara, como la atmósfera vibrante con la que el puntillismo de Boccioni colorea de rojo, azul y negro a la muchedumbre agitada. Es fácil de imaginar lo que este portentoso pintor habría realizado si no hubiese muerto tan joven. Pues su capacidad innovadora, su maestría en la transmisión de sentimientos morales, ante la vorágine del industrialismo sin humanidad que expulsaba de la ciudad a sus asfixiados moradores, y su sinceridad artística son verdaderamente grandiosas y sublimes.
Alexei von Jawlensky realiza una obra maestra en Chica con peonias. La habitual dulzura rusa en el tratamiento artístico de la mujer, hace inconfundible el agradable fovismo de este óleo sobre cartón en rojos y negro sobre fondo verde. La última obra de Jawlensky, Meditaciones, refleja en el rostro humano la religiosidad de un sentimiento místico del mundo.
“¿Por qué” –se pregunta Trevijano– “la estética bolchevique de Malevich, Kandinsky y Klee, en lugar de ir al ostracismo, donde reposa empolvada la obra marxista, se ha convertido en paradigma del arte imperante en el capitalismo, siendo Carlos Marx muy superior, en el terreno de las ciencias sociales, a la de esos pintores en el mundo del arte?” El capitalismo ha convertido en genios supremos del arte occidental a tres pintores comunistas, que idearon y planificaron sus creaciones como método de la lucha de clases, para erradicar del alma todo germen de sentimiento individual de la estética, y sustituir ese placer subjetivista, con la satisfacción colectiva que debe producir la admiración de la diáfana geometría del universo o la indescifrable representación jeroglífica de la humanidad. El primer arte comunista fue perseguido por las propias autoridades comunistas cuando éstas asumieron responsabilidades de gobierno, y lo fue por razones prácticas y vitales. El ansia rupturista de los primeros meses de la Revolución con el pasado llegó a producir las ideas estéticas más peregrinas, aunque tuvieran también su belleza –lo absurdo puede ser bello–. Así, el gobierno bolchevique encomendó a un colectivo de arquitectos de San Petersburgo en 1921 el diseño de pisos para familias de trabajadores. Los primeros planos que estos presentaron, tras seis meses de debates estéticos, fueron oníricos habitáculos entre las ramas de grandes árboles. La autoridad comunista respondió con la amenaza de fusilarles a todos si seguían con “esas bromas” y en dos semanas no presentaban lo que se les había pedido. La dura realidad de la vida terminó en cuatro años con los altos sueños estéticos de la Revolución. Pero, efectivamente, el arte abstracto conquistó Occidente y se arraigó aquí. Ítalo Calvino, en las páginas autobiográficas de su imprescindible Ermitaño en París, nos llega a decir que en una librería de Nueva York llegó a ver un libro abstracto para niños, Little Blue and Little Yellow, de un tal Leo Leonni, del que no se ha vuelto a saber, publicado por la muy prestigiosa editorial McDowell.
Doctor en Filología Clásica
El Desnudo sobre un cojín verde, de Modigliani, expresa una belleza descriptiva intensamente emotiva. El cuerpo de una hermosa mujer morena, rebosante de vida y de melancolía, no pudo ser pintado con más delicadeza y respeto, según el maestro García-Trevijano. Su proporcionado cuello acerca la tristeza de la mejilla ovalada a la promesa indeterminada del seno redondo. El rosado del rostro y del lado derecho del cuerpo, se difumina en el dorado leonardesco de la luz que los baña por completo. Esta hermosa pintura transmite la emoción del embeleso. Amadeo Modigliani era consciente del ideal estético que buscaba. Y lo encontró en las formas clásicas del arte pictórico. “Intento formular con la mayor claridad la verdad sobre la vida y el arte, de la forma que la he experimentado ocasionalmente a través de la belleza de Roma, y como veo la conexión interna intentaré revelarla. En El violinista de Marc Chagall, el barbudo violinista de negros ojos desemparejados, con bonete y hábito rojo, cubriendo sus greñas y su desaliñado corpachón, ha dejado sobre el tejado blanco de una humilde cabaña, de tablones rojizos, el rastro purpúreo de su parada, para llevar a los caminos los aires de su mágico violín, acompañado del fiel zagal que tiende su gorra a una solitaria pareja de enamorados, acercándose por el recodo con el torso de la mujer desnudo. En este cuadro enriquecido de sentimientos arrastrados desde su infancia, Trevijano afirma que Chagall hace retornar a la vida la vieja leyenda del violinista sobre el tejado. Marc Chagall no era simplemente un pintor “naïf”. Tampoco un niño grande como su violinista. Su personalidad moral, su madurez humana y su talento mental, fueron tan grandes como su obra pictórica, aunque haya que amarla al verla, para entender por qué alcanza el grado de belleza artística inherente a la grandeza moral.
Carlo Carrà pintó en 1911, Los funerales del anarquista Galli, hoy en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Así lo describe García-Trevijano: “Sobre un pavimento rojizo cruzado de bandas de sombras azuladas, una confusa masa roja de agitadores, con banderas negras, es atropellada por policías a caballo. A un cielo con el disco solar anaranjado, lo estructura en círculos concéntricos, coloreados al modo de Delaunay. La novedad está en los rayos dorados, que inhieren la agitación humana, y en las medias circunferencias, radiadas en azul, que abrazan el anárquico tumulto”. Durante la década de los veinte, Carrá fundó el movimiento “Novecento”, cuyas ideas teóricas y formales dieron fundamento a la fría estética fascista: claridad en la composición y grandiosidad en la expresión. Un buen ejemplo de esta última fase de Carrá puede ser la pintura al óleo de un silencioso y misterioso busto blanco, La amante del ingeniero (1921), donde se manifiesta la tristeza del estilo nacional fascista, consagrado y oficializado por el Estado Total, con Mario Sironi, el pintor de los suburbios fabriles solitarios, durante su fase futurista.
Del mismo modo que el Sol naciente, de Monet, devino emblema del impresionismo, La città che sale, de Boccioni, se convirtió en paradigma del futurismo. Para Antonio García-Trevijano la sensacional tela en rojo, azul y blanco, un supuesto canto al avance de la urbanización de la ciudad, sobre la miseria de los suburbios, expresa en realidad la aniquilación de la vida humana, simbolizada en inmensos caballos y hombres desesperados que, huyendo de los barrotes de hierro de los encofrados, y del chorro de humo que los estrangula, se tiran despavoridos al río, donde un par de remeros intentan salvar restos de la desgracia. Una de las obras maestras del siglo XX, que inspiró el Guernica, de Picasso, puro Boccioni en el planteamiento de su famosísimo cuadro. También es magistral el cuadro Rissa in Galleria, de 1911. Ante el escaparate y la puerta de cristal de un Café iluminado con luz eléctrica que despide centellas casi blancas, y bajo el alto techo de la Galería exterior, dos mujeres se enzarzan a la greña en medio de una multitud bien vestida de damas y caballeros. La intención, según Trevijano, de ridiculizar a la burguesía bien pensante es tan clara, como la atmósfera vibrante con la que el puntillismo de Boccioni colorea de rojo, azul y negro a la muchedumbre agitada. Es fácil de imaginar lo que este portentoso pintor habría realizado si no hubiese muerto tan joven. Pues su capacidad innovadora, su maestría en la transmisión de sentimientos morales, ante la vorágine del industrialismo sin humanidad que expulsaba de la ciudad a sus asfixiados moradores, y su sinceridad artística son verdaderamente grandiosas y sublimes.
Alexei von Jawlensky realiza una obra maestra en Chica con peonias. La habitual dulzura rusa en el tratamiento artístico de la mujer, hace inconfundible el agradable fovismo de este óleo sobre cartón en rojos y negro sobre fondo verde. La última obra de Jawlensky, Meditaciones, refleja en el rostro humano la religiosidad de un sentimiento místico del mundo.
“¿Por qué” –se pregunta Trevijano– “la estética bolchevique de Malevich, Kandinsky y Klee, en lugar de ir al ostracismo, donde reposa empolvada la obra marxista, se ha convertido en paradigma del arte imperante en el capitalismo, siendo Carlos Marx muy superior, en el terreno de las ciencias sociales, a la de esos pintores en el mundo del arte?” El capitalismo ha convertido en genios supremos del arte occidental a tres pintores comunistas, que idearon y planificaron sus creaciones como método de la lucha de clases, para erradicar del alma todo germen de sentimiento individual de la estética, y sustituir ese placer subjetivista, con la satisfacción colectiva que debe producir la admiración de la diáfana geometría del universo o la indescifrable representación jeroglífica de la humanidad. El primer arte comunista fue perseguido por las propias autoridades comunistas cuando éstas asumieron responsabilidades de gobierno, y lo fue por razones prácticas y vitales. El ansia rupturista de los primeros meses de la Revolución con el pasado llegó a producir las ideas estéticas más peregrinas, aunque tuvieran también su belleza –lo absurdo puede ser bello–. Así, el gobierno bolchevique encomendó a un colectivo de arquitectos de San Petersburgo en 1921 el diseño de pisos para familias de trabajadores. Los primeros planos que estos presentaron, tras seis meses de debates estéticos, fueron oníricos habitáculos entre las ramas de grandes árboles. La autoridad comunista respondió con la amenaza de fusilarles a todos si seguían con “esas bromas” y en dos semanas no presentaban lo que se les había pedido. La dura realidad de la vida terminó en cuatro años con los altos sueños estéticos de la Revolución. Pero, efectivamente, el arte abstracto conquistó Occidente y se arraigó aquí. Ítalo Calvino, en las páginas autobiográficas de su imprescindible Ermitaño en París, nos llega a decir que en una librería de Nueva York llegó a ver un libro abstracto para niños, Little Blue and Little Yellow, de un tal Leo Leonni, del que no se ha vuelto a saber, publicado por la muy prestigiosa editorial McDowell.