viernes, 7 de febrero de 2020

Joãotonio, por ahora

Las Reinas de la Barra. I – The Queens of the Bar Counter. I

 Mia Couto

 [Traducción de Melitón Cardona]

 Por ahora soy Joãotonio; te lo digo y desdigo, hermano: con las mujeres me pongo en modo de ser tropa, pues todo encuentro con ellas se me antoja una batalla. Así, cuando miro a una, ya adelanto adivinación: ¿cómo será su voz? No me intriga la voz visible, sino la otra, la silenciosa, la subcorpórea, capaz de tantos lenguajes como los del agua. Digo más: lo que quiero adivinar es su gemido, ese refrotar de alas frente al abismo, el arrepentimiento del alma que pierde su morada.

 Tú sabes, hermano: la voz de la persona esconde el dulce sabor del susurro y encubre el suspiro. Me parece oír tu pregunta: ¿A qué viene esa manía de adivinar suspiros? Es la misma voluntad de los generales, hermano; a mí me gusta anticipar la rendición de la adversaria, el deseo de antescrutar cómo puede resquebrajarse, vencida y abandonada.

 A veces pienso que, en el fondo, yo a las mujeres las temo. Y tú ¿no las temes? Las temes, lo sé muy bien. Las ideas de ellas nacen en un lugar que está fuera del pensamiento. De ahí viene nuestro miedo, de que no sabemos descifrar el pensamiento de las mujeres. Sus superioridades nos amilanan, hermano. Por eso las concebimos en términos de batalla, como versadas adversarias. Pero vuelvo al principio, verás, porque derrapo como una curva, raspando filosofeces. Rebobina, pues, tu audición.

 Todavía y de momento, soy Joãotonio. Ahora paso a contarte la ficción de mi tristeza. No es para que se propague por ahí. Confío en ti, hermano, porque no es un cualquiera quien publica por ahí sus dolores. Lo que voy a escribir es motivo de vergüenzas.

 Comienzo con María Zeitona, causadora de todos los motivos. Escribo el nombre de esa mujer y aún me parece oír su voz suavecita como ala de cisne. Ya te dije que la voz de una mujer vale tanto como su carne. Por lo menos, a mí me abre los apetitos más que las visiones y las tentaciones.

 Como no iba diciendo: María Zeitona se me apareció intacta e intangible. De ella se desprendía la sospecha de la brasa bajo la ceniza. Su cuerpo hablaba por los ojos. Y ¡qué ojos cristalindos! Nos casamos instantáneos. Yo quería sufrir la promesa de aquel fuego. La desposaba para consumar aquellas ardencias que tanto hincharon mis sueños. Con todo, mi hermano, ¡María Zeitona era fría, panfrígida! Hacerle el amor era como hacerlo con una difunta. Lo que practicaba con ella eran relaciones asexuales y así fue manteniéndose más virgen que María. Lo intenté y reintenté, utilizando las técnicas de mi total experiencia: en vano. Zeitona era leña mojada: el fuego la dejaba fría.

Cambié de táctica y le ofrecí valiosas sorpresas. Experimenté con enamoramientos muy preliminares; incluso le besé desde el cabello hasta la punta de los pies. No dio el más mínimo resultado. Los besos no se dan ni se reciben. Es la vida recíproca la que besa. Repito, hermano: es la vida la que besa, dos seres que se resumen en un único infinito. ¿Conversación desviada? Desde luego, hermano; vuelvo ahora mismo al tema de María Zeitona.

Al final de las campañas, le di un penultimátum: o ella se azucaraba o yo tomaría las medidas inconvenientes. Y fue lo que no sucedió, de manera, hermano, que me decidí a entregarla a una prostituta. Sí, Zeitonita haría un cursillo con una de esas profesionales de roza y destroza. Así aprendería a enrollar sábanas. En definitiva, cometería pecado inmortal.

 No tardé en elegir la adecuada maestra: sería María Mercante, la famosa bacanalera, mujer bastante innata en las artes de acostarse. Oscura, retintadita, mujer de deliciosos rellenos. En este mundo hay dos seres que se apoyan en el rabo para subir en la vida: el jabalí y María Mercante. Hablé bien con la rabiza:

-Haga el favor de enseñarle los virajes de las nupcias.

-Esté tranquilo, señor. Al cuerpo de mujer no le basta con tener cualidades: ha de tener calificaciones.

Y la calificada prostituta siguió hilvanando frases descabelladas, quien sabe si para aumentar el precio de las lecciones. Zeitona dejaría las virginidades más arrepentidas que la única que concibió sin pecado, pues ella conocía la versión de lo exacto: al final, la Virgen María había rehusado la visita del Espíritu Santo y respondido en estos términos: ¿tener hijo sin hacer el amor? ¿Dónde esta el gozo? ¿Dejar fuera el plato y quedarse con el eructo?

-Esa es la lección que voy a darle a Zeitona: nada de platonismos, sexo a primera vista.

La interrumpí desviando la conversación de los temas angélicos a mis materiales aflicciones. Mediando pago anticipado, María Mercante aceptó el servicio diciéndome que no me preocupara porque mi esposa saldría del curso más caliente que un pino a mediodía y yo me desfogaría tanto con ella que hasta el colchón precisaría de urgentes remiendos. La Zeitona fue despachada para uno de esos lugares de baja seriedad.

 Pasaron semanas y, terminado el curso, mi esposa volvió a casa y lo cierto es que volvió cambiada; sus maneras se habían transformado radicalmente, pero no en la forma que yo esperaba.

Caramba, hermano, hasta me avergüenzo de esta confesión: Zeitonita volvió con habilidades machunas. Ella, que era tan encogidita de hombros, ahora parecía una mandona. Mi Zeitona se había henchido de masculinidad y no sólo en los momentos de enamoramiento, sino siempre y en todo, incluso en la voz. Todo en ella se enmendó, hermano, hasta el punto de tener que palparme mis partes machunas para confirmarme. Digo incluso: ahora era ella la que me empujaba a acostarme, ¿me creerás?; hasta me robaba los alientos. Yo me quedaba sin iniciativa, ejecutando órdenes como si fuera una tímida damisela. Y la cosa continúa hasta el presente actual. El problema, hermano, es el siguiente: que hasta me gusta. Me cuesta tanto admitirlo que incluso dudo en escribirlo, pero lo cierto es que me agrada esta nueva condición, habiéndome sido dada a edad pasiva en el lugar de abajo, con vergüenza y recelo.

 Y así estamos, hermano. Explícamelo tú si tus entendederas alcanzan. Yo no sé qué pensamiento he de elegir. Primero, incluso me justifiqué: al final, la verdad tiene versiones que hasta son verdaderas, como por ejemplo: en los amores sexuales no hay macho ni hembra. Los dos amantes se funden en un único ser bipartito, con lo que no habría razones para sentirme rebajado. ¿Me sigues hermano? Pero ahora, en el momento en que te escribo, ni me apetece dar explicaciones. Quiero desraciocinar. Todos los días no espero más que esa noche de blandas tempestades en que soy Joãotonio y Joanatonia, masculina y femenino en los viriles brazos de mi esposa.

Mia Couto