Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Llamamos civilización a una manera de vivir que se debe a la combinación del conocimiento y la previsión. La previsión, desde luego, es la condición que más distingue a los hombres de los brutos. Y como en la previsión hay grados, es posible distinguir naciones y épocas más o menos civilizadas, según sea su capacidad de prevenir. ¿Cuál es la nuestra? Para medir el grado de previsión que lleva consigo cualquier acto, lord Russell se valía de tres factores: dolor presente, placer futuro y duración del intervalo entre ambos. Y con eso su mente matemática estableció una fórmula útil de obtener la previsión: dividir el dolor presente por el placer futuro y multiplicar después por el intervalo de tiempo entre ellos.
Nuestras autoridades económicas, por ejemplo, han errado gravemente en sus previsiones de la inflación, aunque tampoco pasa nada: la economía es una rama de la psicología que nadie entiende, y por eso va bien si va bien, y si va mal, va mal. Ahora, al parecer, la economía va estupendamente, y en esta situación, ¿qué importancia tiene lo previsto en la inflación? Otro tanto ocurre con las previsiones de la cultura, que hoy constituye la primera industria de la economía occidental. Es cierto que la comisaria europea de Educación y Cultura, que nadie sabe quién es, acaba de ser suspendida en una encuesta del «Financial Times», aunque desconocemos las previsiones culturales que el «Financial Times» tenía para el continente. En cambio, conocemos las que nuestra ministra de Educación, Cultura y Deportes, que aquí todo es lo mismo, tiene para España: otro Siglo de Oro. No entraremos en la Medalla de Oro prevista por el Gobierno con Niurka Montalvo en Sidney, pues nuestras miras tienen que ir más allá. Es decir, en Educación, humanismo salmantino; en Cultura, Góngoras y Quevedos; y en Deportes, un montón de campeonatos escolares transmitidos por TV, en plan «Cesta y puntos», con Leticia Sabater, un suponer, en lugar de Antolín García, que a nosotros, que éramos más jóvenes, también nos parecía como del Siglo de Oro.
Salamanca, Góngoras, Quevedos y Antolín García: he aquí el factor «placer futuro». En cuanto al factor «dolor presente», los hechos son los que salen en los periódicos. Raúl, de profesión media punta, consagrado por las encuestas de opinión como uno de los cinco españoles más influyentes en nuestra sociedad. O «Gran Hermano», para no ir más lejos. Su héroe finalista, Iván, ha conducido a diez mil personas al pregón de las fiestas de Gijón, habilidad que históricamente sólo ha estado al alcance de Jenofonte y gente así. Jenofonte, para llamar la atención, tuvo que escribir la «Anábasis», pero Iván, para suscitar el entusiasmo de la masa, sólo ha tenido que declarar: «Hace mogollón que no vengo.» Podía haber dicho: «¡Dame un cayáu, ho!» Pero, como sostiene Gustavo Bueno, en Asturias, hoy, ser de izquierdas es hablar en bable, e Iván es un genuino personaje de centro. De ahí que solamente dijera: «Hace mogollón que no vengo.» La histórica declaración —al estilo del «Decíamos ayer...» de Fray Luis— se produjo en el aeropuerto asturiano, mientras esperaba su maleta, precisan los periódicos, que era, naturalmente, la misma maleta del concurso. ¿Cómo calcular el valor de esa maleta, si únicamente por su vaso de sidra —«pa llevalu en bolsu»— alguien ya ha pagado en Internet doce mil pesetas? Doce mil pesetas no las pagaría un intemauta ni por la petaca de Jenofonte, pero es que, en el vaso de Iván, estas doce mil pesetas no son un precio, sino un valor: el valor de un «objeto cultural» que, curiosamente, no vale para nada, pues, en cuanto vale algo, deja de valer. ¿Quién conoce a don Emilio Espiniella, inventor del «sidrerín», utensilio sin patentar —se ofrece de balde al forastero— que vale para escanciar la sidra sin que se escape un culete? El «sidrerín» de Espiniella es ciencia, pero el vaso de Iván es cultura.
Ahora, con arreglo a la fórmula russelliana, para obtener el grado de civilización que nos corresponde como nación no nos queda sino dividir el factor «dolor presente» por el factor «placer futuro» y multiplicar luego por el factor «intervalo de tiempo entre ambos», y que, según las previsiones gubernamentales, es de cuatro años, o lo que en términos políticos se conoce como una legislatura.
Nuestras autoridades económicas, por ejemplo, han errado gravemente en sus previsiones de la inflación, aunque tampoco pasa nada: la economía es una rama de la psicología que nadie entiende, y por eso va bien si va bien, y si va mal, va mal. Ahora, al parecer, la economía va estupendamente, y en esta situación, ¿qué importancia tiene lo previsto en la inflación? Otro tanto ocurre con las previsiones de la cultura, que hoy constituye la primera industria de la economía occidental. Es cierto que la comisaria europea de Educación y Cultura, que nadie sabe quién es, acaba de ser suspendida en una encuesta del «Financial Times», aunque desconocemos las previsiones culturales que el «Financial Times» tenía para el continente. En cambio, conocemos las que nuestra ministra de Educación, Cultura y Deportes, que aquí todo es lo mismo, tiene para España: otro Siglo de Oro. No entraremos en la Medalla de Oro prevista por el Gobierno con Niurka Montalvo en Sidney, pues nuestras miras tienen que ir más allá. Es decir, en Educación, humanismo salmantino; en Cultura, Góngoras y Quevedos; y en Deportes, un montón de campeonatos escolares transmitidos por TV, en plan «Cesta y puntos», con Leticia Sabater, un suponer, en lugar de Antolín García, que a nosotros, que éramos más jóvenes, también nos parecía como del Siglo de Oro.
Salamanca, Góngoras, Quevedos y Antolín García: he aquí el factor «placer futuro». En cuanto al factor «dolor presente», los hechos son los que salen en los periódicos. Raúl, de profesión media punta, consagrado por las encuestas de opinión como uno de los cinco españoles más influyentes en nuestra sociedad. O «Gran Hermano», para no ir más lejos. Su héroe finalista, Iván, ha conducido a diez mil personas al pregón de las fiestas de Gijón, habilidad que históricamente sólo ha estado al alcance de Jenofonte y gente así. Jenofonte, para llamar la atención, tuvo que escribir la «Anábasis», pero Iván, para suscitar el entusiasmo de la masa, sólo ha tenido que declarar: «Hace mogollón que no vengo.» Podía haber dicho: «¡Dame un cayáu, ho!» Pero, como sostiene Gustavo Bueno, en Asturias, hoy, ser de izquierdas es hablar en bable, e Iván es un genuino personaje de centro. De ahí que solamente dijera: «Hace mogollón que no vengo.» La histórica declaración —al estilo del «Decíamos ayer...» de Fray Luis— se produjo en el aeropuerto asturiano, mientras esperaba su maleta, precisan los periódicos, que era, naturalmente, la misma maleta del concurso. ¿Cómo calcular el valor de esa maleta, si únicamente por su vaso de sidra —«pa llevalu en bolsu»— alguien ya ha pagado en Internet doce mil pesetas? Doce mil pesetas no las pagaría un intemauta ni por la petaca de Jenofonte, pero es que, en el vaso de Iván, estas doce mil pesetas no son un precio, sino un valor: el valor de un «objeto cultural» que, curiosamente, no vale para nada, pues, en cuanto vale algo, deja de valer. ¿Quién conoce a don Emilio Espiniella, inventor del «sidrerín», utensilio sin patentar —se ofrece de balde al forastero— que vale para escanciar la sidra sin que se escape un culete? El «sidrerín» de Espiniella es ciencia, pero el vaso de Iván es cultura.
Ahora, con arreglo a la fórmula russelliana, para obtener el grado de civilización que nos corresponde como nación no nos queda sino dividir el factor «dolor presente» por el factor «placer futuro» y multiplicar luego por el factor «intervalo de tiempo entre ambos», y que, según las previsiones gubernamentales, es de cuatro años, o lo que en términos políticos se conoce como una legislatura.
Para medir el grado de previsión que lleva consigo cualquier acto, lord Russell
se valía de tres factores: dolor presente, placer futuro y duración del
intervalo entre ambos. Y con eso su mente matemática estableció
una fórmula útil de obtener la previsión: dividir el dolor presente por
el placer futuro y multiplicar después por el intervalo de tiempo entre
ellos