Ignacio Ruiz Quintano
Abc
El clientelismo es un «ismo» de enorme raigambre española. No hará falta explicar de dónde viene ni a dónde va. Su versión democrática es anglosajona, y se le ocurrió al fundador del Ritz: «El cliente siempre tiene razón.» Aquí, en cambio, todavía estamos en el clientelismo ilustrado: todo para el cliente, pero sin el cliente. Tomemos, por ejemplo, el caso de las licencias para los móviles de tercera generación. ¿Qué método de adjudicación resulta más rentable, la subasta o el concurso? Nadie sabe aún la opinión del cliente, pero todos conocemos ya la del Gobierno, que, pensando por el cliente, escogió el concurso, que éticamente le parecía superior, aunque económicamente el negocio para el Estado se quedara en ochenta y seis mil millones de pesetas, que dan para unos ocho Figos y medio. En Inglaterra, que optó por la subasta, el negocio para el Estado ha sido de seis billones y medio de pesetas, y en Alemania, por el mismo método, acaban de recaudar más de ocho. ¡Qué buena ocasión para otro ensayo, o así, sobre la ética protestante del pájaro en mano y la ética católica del ciento volando! Históricamente, como se sabe, los partidarios de la primera han sostenido que la falta de dinero es producto de la pereza, mientras que los partidarios de la segunda se han limitado a enseñar lo agradable que es la falta de dinero. Y en el caso de los móviles, ¿cuál habrá sido primero? ¿La ética o el dinero?
No debe olvidarse que, desde un punto de vista causal, cualquier ética gubernamental es un efecto de las acciones ministeriales. En vez de practicar lo que predican, a los ministros les resulta más conveniente predicar lo que practican. Aquí, la práctica gubernamental del concurso en el caso de los móviles se presentó con una ética clientelista. «El señor ministro sólo tendrá en cuenta lo mejor para el cliente», se predicaba desde el Ministerio del ramo en vísperas de las concesiones, a fin de calmar la ansiedad social del momento, lo cual que todo el mundo se dio por incluido en la cola de la beneficencia ministerial. Pero, ¿quién era el cliente? Los operadores españoles pensaban que ellos, quienes, después de todo, habían solicitado una licencia. Y los españoles sin operar, que son los más, también, pues, al fin y al cabo, tenían un móvil, y la solemne promesa ministerial de velar exclusivamente por los intereses del cliente los condujo a la creencia de que en España los móviles de tercera generación saldrían de fábrica con un chip para hablar de balde. Al final, cuando el ministro rompió la piñata, hasta Florentino Pérez alcanzó una licencia por menos de lo que le sale una patilla de Figo.
La liberalidad, que no liberalismo, del Gobierno tiene una justificación teórica: hoy, la admiración y el respeto se reservan para quienes parecen ricos, ¿y qué mejor manera de parecer rico que regalar billones? Como ingeniería política consiste en repartir toda la avena entre los caballos, que ya se irán cayendo algunos granos en el camino para los gorriones. Esta ética gubernamental presupone en los beneficiarios de las licencias, además de un espíritu empresarial, un espíritu filantrópico fuera de cualquier duda. En asuntos de dinero, los protestantes —ingleses y alemanes— confían únicamente en el espíritu empresarial, y sus Gobiernos han ido a la subasta: el que más chifle, capador. Aquí, en cambio, ha prevalecido la fe en el espíritu filantrópico de los millonarios, y nuestro Gobierno fue al concurso en la confianza de que los beneficiarios, al verse de pronto con tantísimo dinero caído del cielo, no se mostrarán crueles con quienes están fuera de su círculo encantado. Quizás un domingo, al salir de misa, se digan: «Hombre, con lo que habla esta gente —"esta gente" son los usuarios del móvil—, ya podíamos tener un detalle con ellos.» Y, en efecto, pueden, pues cuentan con equipos de «marketing» que, puestos a pensar en el «detalle», no carecen de ocurrencias, como un descuento en la tarifa dominical, para que también los usuarios miren al cielo en señal de agradecimiento. Y, si el millonario dice «ni hablar de descuentos», pues un aumento, que aplicado en la misma tarifa siempre será una contribución al descanso dominical.
No debe olvidarse que, desde un punto de vista causal, cualquier ética gubernamental es un efecto de las acciones ministeriales. En vez de practicar lo que predican, a los ministros les resulta más conveniente predicar lo que practican. Aquí, la práctica gubernamental del concurso en el caso de los móviles se presentó con una ética clientelista. «El señor ministro sólo tendrá en cuenta lo mejor para el cliente», se predicaba desde el Ministerio del ramo en vísperas de las concesiones, a fin de calmar la ansiedad social del momento, lo cual que todo el mundo se dio por incluido en la cola de la beneficencia ministerial. Pero, ¿quién era el cliente? Los operadores españoles pensaban que ellos, quienes, después de todo, habían solicitado una licencia. Y los españoles sin operar, que son los más, también, pues, al fin y al cabo, tenían un móvil, y la solemne promesa ministerial de velar exclusivamente por los intereses del cliente los condujo a la creencia de que en España los móviles de tercera generación saldrían de fábrica con un chip para hablar de balde. Al final, cuando el ministro rompió la piñata, hasta Florentino Pérez alcanzó una licencia por menos de lo que le sale una patilla de Figo.
La liberalidad, que no liberalismo, del Gobierno tiene una justificación teórica: hoy, la admiración y el respeto se reservan para quienes parecen ricos, ¿y qué mejor manera de parecer rico que regalar billones? Como ingeniería política consiste en repartir toda la avena entre los caballos, que ya se irán cayendo algunos granos en el camino para los gorriones. Esta ética gubernamental presupone en los beneficiarios de las licencias, además de un espíritu empresarial, un espíritu filantrópico fuera de cualquier duda. En asuntos de dinero, los protestantes —ingleses y alemanes— confían únicamente en el espíritu empresarial, y sus Gobiernos han ido a la subasta: el que más chifle, capador. Aquí, en cambio, ha prevalecido la fe en el espíritu filantrópico de los millonarios, y nuestro Gobierno fue al concurso en la confianza de que los beneficiarios, al verse de pronto con tantísimo dinero caído del cielo, no se mostrarán crueles con quienes están fuera de su círculo encantado. Quizás un domingo, al salir de misa, se digan: «Hombre, con lo que habla esta gente —"esta gente" son los usuarios del móvil—, ya podíamos tener un detalle con ellos.» Y, en efecto, pueden, pues cuentan con equipos de «marketing» que, puestos a pensar en el «detalle», no carecen de ocurrencias, como un descuento en la tarifa dominical, para que también los usuarios miren al cielo en señal de agradecimiento. Y, si el millonario dice «ni hablar de descuentos», pues un aumento, que aplicado en la misma tarifa siempre será una contribución al descanso dominical.
Tomemos, por ejemplo, el caso de las licencias para los
móviles de tercera generación. El Gobierno escogió el concurso, y el negocio para el Estado se quedó en ochenta y seis
mil millones de pesetas, que dan para unos ocho Figos y medio. En
Inglaterra, que optó por la subasta, el negocio para el Estado ha sido
de seis billones y medio de pesetas, y en Alemania, por el mismo método,
acaban de recaudar más de ocho