domingo, 8 de diciembre de 2019

Hambre y amor



Ignacio Ruiz Quintano
Abc

Se lo dijo Noam Chomsky a nuestra única periodista de postín, Ana Romero, que lo entrevistaba: «Imagínese que va caminando por la calle y ve a un niño sentado en la esquina, en harapos, con un trozo de pan en la mano, y usted tiene hambre. Mira alrededor y ve que no hay ningún policía. ¿Le quitaría usted el pan a ese niño? Si alguien hiciera eso, sería un lunático patológico. Pues eso es lo que hacemos todo el tiempo en el mundo. E intentamos no verlo. Yo le digo: véalo y no lo ignore.» Al decir lo que dice, Chomsky, desde luego, no está pensando en Ana Romero, que no tiene pinta de tener hambre, y tampoco, si la tuviera, de arrebatarles el pan a los niños. Al decir lo que dice, Chomsky está pensando en los pobres, que es un oficio tan honrado como el de pensar en los ricos, que es el que ejercen todos los españoles que diariamente se acercan a una administración de loterías. Yo, sin embargo, con el juego que Chomsky propone sólo consigo pensar en los Rodríguez, que son, al fin y al cabo, los únicos seres dignos de compasión en una sociedad de mercado.

En la sociedad de mercado, si el rico es rico, algo habrá hecho, y, si el pobre es pobre, algo habrá dejado de hacer. No le demos más vueltas. Pero, ¿y el Rodríguez? Condenado a una existencia hobbesiana —«solitaria, brutal y breve»—, un Rodríguez va caminando por la calle y ve a un pobre sentado en la esquina, en harapos, con un trozo de pan en la mano. El Rodríguez tiene hambre. Mira alrededor y ve que no hay ningún policía de los de Proximidad. Y el Rodríguez no le quita el pan a ese pobre, pero se queda con las ganas de hacerlo, que es justamente lo que hace de él un Rodríguez, o sea, un español con hambre: de pan, de justicia, de fama, etcétera. O en un español con ganas, cuya solución no es el «bricolage», a pesar de la recomendación de los freudianos, que creen que la posibilidad de desplazar a los trabajos manuales una parte de los componentes narcisistas, agresivos y aun eróticos de la libido confiere a la vida un valor que nada cede en importancia a la que los trabajos manuales tienen como condición imprescindible para mantener y justificar la existencia social. No obstante, los Rodríguez, más experimentados que los freudianos, menosprecian esos trabajos como camino a la felicidad. No se precipitan a ellos como a otras fuentes de goce, tal qué ésa que con la oscuridad de una lengua sabia se conoce como «entertainment for men», pues, bien mirado, no hay Rodríguez femeninos: lo que defiende a las mujeres es que piensan que todos los hombres son iguales, mientras lo que pierde a los hombres es que creen que todas las mujeres son diferentes. En cuanto a la opción del «bricolage», incluso el propio Freud acabó admitiendo que la inmensa mayoría de los hombres sólo trabajan bajo el imperio de la necesidad, y que de esta natural aversión humana al trabajo se derivan los más dificultosos problemas sociales. Por ejemplo, el alimentario.

«Gracias a Dios, los Rodríguez se intoxican cada vez menos», ha declarado el concejal de Salud del Ayuntamiento de Madrid, que, después de todo, es la capital de los Rodríguez. «Ver a seiscientos, en una plaza, comiendo arenques crudos plateados a la luz de la luna es um espectáculo digno de Rembrandt», anotó Joyce en una carta a propósito, no de Madrid, sino de Amsterdam. Los holandeses se alimentan, en efecto, de patatas hervidas, de rebanadas mojadas en café con leche y de arenques crudos, pero esto los convierte en una bandada de frailecillos marinos —las aves predilectas de Ussía, que las estudió en Islandia—, no en una cultura como la de los Rodríguez, para quienes la bata de baño hace frailes a las mujeres, aunque en seguida cuelgan los hábitos. Es una cultura que viene dada en un aforismo de Schiller según el cual «hambre y amor» hacen girar coherentemente el mundo, sólo que el mundo del Rodríguez, simplemente, no gira.

Noam Chomsky

«Ver a seiscientos, en una plaza, comiendo arenques crudos plateados a la luz de la luna es um espectáculo digno de Rembrandt», anotó Joyce en una carta a propósito, no de Madrid, sino de Amsterdam