lunes, 28 de octubre de 2019

Acotación a una Exhumación

 
 
 
 
Jean Juan Palette-Cazajus

“Un golpe de ataúd en tierra es algo
                  perfectamente serio” (A. Machado)

Era algo como las ocho de la tarde del pasado veinticuatro y me estaba tomando una caña con media de bravas en el Paleto de Ávila de la calle Sainz de Baranda. Un bar de toda la vida, de los pocos que van quedando. En la tele, el helicóptero que trasladaba los restos mortales del Exhumado repetía en bucle su fase ascensional a lo largo de la cruz granítica. De la garganta de un español de toda la vida, de los pocos que van quedando, estacionado conmigo en la barra, brotó la saeta: “Ya me gustaría a mí, el día que me muera, que me llevaran así al pueblo.”
 
El mundo es un mar de símbolos y el ser humano es un pez simbólico.
 
Y de símbolos el no evento del pasado día veinticuatro produjo su buena dosis. Extraño sentimiento de tartamudeo recurrente de la historia cuando el clan de los Franco –no sin cierta dignidad– venía sacando a hombros de la basílica el féretro de su patriarca. ¡Y extrañísimo momento! No acababa yo de entender si la historia regurgitaba inesperada y oníricamente parte de su espesor o si el espesor de la historia solo es en el fondo el del papel de fumar. Extraño sentimiento al contemplar, desde mi biculturalidad y encabezando los costaleros, al Rey de Francia, bueno, me estoy pasando un poco, más exactamente a Luis Alfonso de Borbón, actual primogénito de los Capetos, Duque de Anjou y pretendiente legitimista al trono de Francia. Louis XX para su puñaíto de partidarios entre los cuales no me incluyo ni ganas me entraron de hacerlo.
 
Extraña percepción la de aquellas dos muchachas, no sé si bisnietas o sobrinas-bisnietas del Exhumado. Largas piernas, ceñidos pantalones, botines marchosos, look con sabor a tienda pija de Serrano, portando al alimón creo que la propia y gran bandera, aún aquilina pero ya desvaída, que cubriera el féretro del ancestro el día en que el Exhumado fuese el Inhumado. Y la verdad me entró un poco de yuyu porque todo aquello resultaba tan irreal que llegó a rozarme la mente desvariada el recelo de que pudiese tratarse de algún inaudito proceso de resurrección.
 
 

Pero a lo que iba. Aquello fue para mí el primer “eidos” que decía Platón, la primera “forma-idea” de la jornada. A ver cómo lo digo. La actualísima corporeidad de aquellas señoritas traía incorporada, valga la redundancia, buena parte de la historia de la mujer en los últimos decenios. Un “look” que en el fondo desdecía el mensaje que sobre esta y otras cuestiones transmitiera la caduca bandera que enarbolaban.

Yo personalmente nunca estuve muy seguro de que Franco hubiese tenido una existencia real. Para mí Franco solo eran las seis letras que tapaban la línea del horizonte. Solo entendí del todo que había sido un ser de carne y hueso el día que murió. La noche del 20 de noviembre de 1975  estuve sentado largo rato en un banco de la Plaza de España con mi gran amigo Lao, fallecido hace poco más de dos meses. Charlábamos erráticamente, felices y aliviados, pero también desestabilizados y preocupados por la longitud de las filas que aguardaban para “testimoniar respeto y agradecimiento” - decía la prensa orgánica – al finado. Hoy me sentiría igual de feliz y aliviado pero entendería mejor lo de la largas filas.
 
Pero indudablemente el “eidos”, la forma-idea de la jornada fue el espectáculo de la lenta ascensión del Super Puma, parecía que a lo largo del fuste de la cruz monumental, hasta coronarla solemnemente para transformarse luego en un plano picado que la veía empequeñecerse progresivamente. La historia se hacía durante unos segundos estética en el sentido griego: viva y perceptible por su perfección formal. Fue un momento de grandiosa belleza que llegó a emocionarme. Menos mal que no se enteraron ni Gabriel Rufián ni Pablo Iglesias porque a estas alturas andaría yo escracheado por exaltación del fascismo.
 
 
Hablando de fascismo. Los energúmenos y energúmenas permanentadas de Mingorrubio también podían haber dado un poco de yuyu si el grupo hubiese resultado más sustancioso.  Pero a mí me produjeron la irreprimible sensación de una reconstitución histórica. Vamos, algo como aquello que hacen en los pueblos que tratan de rentabilizar las ruinas del castillo medieval y organizan en verano alardes y torneos con aproximativas vestimentas de época o armaduras de plástico imitando el acero. O como  los que se visten de chispero o  mameluco el 2 de mayo. Solo que con menos gracia y más ganas de bronca.

La presente acotación es también una asunción de la exhumación. Atendiendo a la clásica dicotomía weberiana, durante meses me atuve a una prudente ética de responsabilidad: “Peor es meneallo, amigo Sancho”. Pero la ética de responsabilidad puede convertirse en la coartada de todas las renuncias Hoy la ética de convicción me lleva a pensar que bien está lo que bien acaba. La estúpida pataleta de Rufián e Iglesias muestra a las claras que se les ha roto un sonajero. Estos dos jóvenes airados no son tontos y sin embargo serán siempre incapaces de comprender que nunca fueron sino dos fósiles novedosos.

Pero les quedan sonajeros. Ahora agitarán el tema de la cruz y el destino del Valle. Debería de haber quedado claro que al ascender sobre la cruz, el helicóptero que se llevaba el féretro del Exhumado estaba succionando al mismo tiempo el alma que durante 44 años habitara el lugar. La imponente y bellísima cruz ha quedado así limpia de cualquier adherencia franquista. Hablo desde mi ateísmo. Además de un primario y poderoso pictograma que brinda el trazo armónico de una semántica originaria, la cruz constituye el milenario símbolo, tan occidental como cristiano, de que existe la muerte y con ella la posibilidad del sacrificio. Y que si la muerte ha de ser ineludible al menos sirva de algo a los demás. Como tal el concepto de la cruz formula así la absoluta negación e inversión de la política del resentimiento. Lo contrario del atentado.

La obsesión demoledora del señor Iglesias merecería dilatada reflexión. Creo haber entendido que una vez derribada la cruz, los propios añicos y escombros del monumento conformarían, según él,…¡un nuevo monumento! Elevado, mejor dicho derribado, en memoria de la conciencia antifascista. ¡Patético dolor de muelas!

 “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve”. Iglesias, lo mismo que todos sus predecesores históricos y actuales secuaces, son absolutamente incapaces de entender la segunda parte del aforismo machadiano. Contra el poeta, afirman que el ojo que ves es ojo porque lo ves, lo que podría ser una estupenda definición del totalitarismo: el que reduce el otro a la identidad que nuestro ojo ya le tiene adjudicada. Al revés, el entero proverbio machadiano es la mejor definición posible de la dignidad desesperante de todo intento democrático, entiéndase la puta necesidad de aguantar lo insoportable y desconcertante de toda alteridad.

Fui por primera vez al Valle de los Caídos el 24 de enero de este año en compañía de dos amigos. Oímos fresca misa mañanera en la basílica y hasta dejamos –no puedo asegurar que todos –unas monedas en el cepillo. Me sorprendió la admirable inserción del conjunto monumental en el bellísimo paisaje. Calificarlo de arquitectura fascista solo es factible para quien conoce el promotor y fuerza la causalidad histórica. Es un producto del esfuerzo humano que podría, que puede, que debe, servir de monumento conmemorativo a un régimen perfectamente democrático. Su propuesta arquitectónica es romanista y clásica, severamente escurialense, nada innovadora, nada atrevida pero indudablemente noble y, si no grandiosa, ciertamente majestuosa y coherente dentro de un lenguaje armónico y comprensible por todos. He leído, procedentes de especialistas, críticas demoledoras que solo puedo entender nubladas por el odio ideológico.
 

El inmenso balcón propiciado por la secuencia desde las monumentales gradas hasta la gigantesca explanada abre sobre un panorama admirable de agrestes volúmenes y nítidas perspectivas serranas. ¡Ni un maldito chalé con piscina en el velazqueño horizonte azulado!

Existe por lo visto una propuesta fiel al precepto ruskiniano (John Ruskin, 1819-1900) según el cual hay que dejar morir los monumentos naturalmente. Sus promotores nos pintan un Valle de los Caídos salido de una novela gótica, donde las plantas, los árboles y las enredaderas invadirían progresivamente las naves de la basílica creando un paisaje híbrido, sugestivo y misterioso.

Yo me siento más próximo al que fuera el anti Ruskin, Eugène Viollet-le-Duc (1814-1879) y deseo una enérgica, total y voluntariosa restauración del monumento. Aunque fuese para demostrar la superioridad del control de obras democrático sobre el servilismo corrupto que caracterizara en su momento la construcción del conjunto. Prosiguiendo en el fondo en la línea iniciada por el gran ingeniero Carlos Fernández Casado (1905-1988) represaliado republicano que tuvo que acudir en auxilio de los cálculos de resistencia que permitieron armar los brazos de la cruz.

Aquello podría ser -esta vez de verdad- un monumento a los caídos de ambos bandos. O un centro de estudios sobre el cainismo, o un santuario de la sociedad “inclusiva”, yo qué sé. Me da igual. Pero, eso sí, debe ser también un imprescindible centro de vigilancia para la absoluta protección y preservación de la Sierra. Tenía que haberle dedicado al tema un capítulo del improbable “Tinto de Verano”.

Y por supuesto aquello podría llegar a ser inteligente y turísticamente rentable o al menos autosuficiente.