Martín-Miguel Rubio Esteban
El Imparcial
Desde que Karl Kautsky, el marxista padre de la socialdemocracia, escribiera su obrita Parlamentarismo y Democracia, todos los marxistas más inteligentes han visto en las Asambleas representativas el mejor instrumento para hacer la Revolución comunista, y han mirado con recelo no exento de repugnancia todo asomo de democracia directa, de opinión o decisión popular a través de referendums o plebiscitos, siendo tales tachados de sistemas que entrañan decisiones conservadoras y reaccionarias. Sólo Rittinghausen, en su obra Tratado sobre la socialdemocracia, ha sido el único hombre de izquierdas amigo de referendums y de pedir con frecuencia opinión al “pueblo soberano”.
La experiencia histórica enseñó al marxista Kautsky -también al liberal Benjamin Constant, la mejor mente política de la Europa del siglo XIX– que siempre que el pueblo toma la palabra es para decir algo conservador y contrarrevolucionario -como salvar la cabeza de un Rey-, pero, a la contra, en un Parlamento se puede introducir una dinámica de terror político que consiga un movimiento que impregne o enloquezca moralmente a todos sus miembros para cortar la cabeza a un Rey o hacer una revolución sanguinaria. El Parlamento tiene menos frenos y autocontrol que el pueblo, guardián del sentido común y de la medida.
Kautsky veía muy natural que de la misma manera que el campesino intentó liberarse del servicio de la guerra, procuren también los ciudadanos en general traspasar poco a poco a otros individuos excelsos sus funciones políticas y judiciales más agobiantes. Y es que al marxismo ortodoxo y a su heredera, la socialdemocracia, nunca les ha agradado la democracia directa, y consideran a la libertad política algo oneroso para el pueblo. La política para los políticos. En la actualidad la voluntad de la mayoría parlamentaria se debe convertir en la suprema ley. Al igual que Luis XIV, el Parlamento puede decir: “El Estado soy yo”. Y los reyes y los ministros son sus esclavos. Incluso las nuevas técnicas de travestismo ya han roto los antiguos límites naturales del poder parlamentario, pues hoy ya no se puede decir: “El Parlamento está facultado para todo, menos para transformar a una mujer en hombre”. Ya no hay excepciones a su poder. La socialdemocracia ha conseguido poner al Parlamento por encima de Dios. Por eso le estorba el referéndum y las iniciativas, que, aunque no tienen como objeto sustituir al Parlamento como poder legislativo central, aumentan la influencia del pueblo sobre él y lo hacen más dependiente del mismo. Y el poder es muy importante como para dejarlo sobre los hombros de la plebe ignara.
Pero la desvinculación del Parlamento de las decisiones Populares (caso Brexit ) arranca la total soberanía que se suponía tenía el pueblo, las luchas parlamentarias perderán con ello su carácter de lucha de principios, se transformarán cada vez más en meras intrigas de ambiciosos a la caza de cargos y dignidades con el objeto no de servir a la Nación, sino servirse de ella. Ejemplo de esta desvinculación ajena a toda idea de democracia es el oportunista Jeremy Corbyn, un marxista peligroso, especie de obsequioso Diviciaco o Lisco a favor del Imperio Alemán. Sin control popular ni respeto a las decisiones del pueblo las luchas políticas serán especulaciones mercantiles, chalaneos de una banda de aventureros sin escrúpulos ni cultura moral que saquean el Estado.
Pero todo ello va contra la tradición milenaria de Inglaterra, que es una lucha en defensa de la libertad de los pueblos, que ya emerge en la propia obra de César, cuando en el IV Libro de su Bellum Gallicum justifica su decisión de ir a Britannia: “Tamen in Britanniam proficisci contendit, quod omnibus fere Gallicis bellis hostibus nostris inde subministrata auxilia intellegebat”. Y es que la causa de la libertad en cualquier rincón de Europa ha sido siempre la causa de Inglaterra.
Que el pueblo en su conjunto adopta medidas más conservadoras y prudentes que las Asambleas representativas lo descubrió ya Deploige en 1892, en su obra El referéndum en Suiza, en el que deja patente que en los Cantones en donde tienen mayor tendencia a exigir el referéndum siempre predomina el voto de derechas sobre el de izquierdas. Siempre los plebiscitos populares son más conservadores que lo que resulta de las votaciones de la Cámara de Representantes o el Consejo Cantonal.
“El referéndum ha acreditado el carácter conservador que en sí mismo implica y frenado algo el rápido avance de las Asambleas Representativas que las masas no pueden seguir”, afirmó con contundencia el padre de la socialdemocracia, que de joven babeaba los domingos ante Marx y Engels en la casa de este último.
Es natural por todo ello que los conservadores, la derecha, utilicen el referéndum como medio de frenar las locuras legislativas y los peligros de la Nación. Durante la Revolución Francesa los girondinos consideraban el referéndum como único medio para romper el cruento poder hegemónico de la capital revolucionaria y frenar los espantos ominosos de la revolución. Cuando Luis XVI fue condenado a muerte, los girondinos exigieron una votación popular porque estaban absolutamente convencidos (Vergniaud) de que con ello podrían salvar al Rey. El partido de la Montaña, sediento de sangre, se opuso con todas sus fuerzas a ese intento de introducir el referéndum como medida humanitaria y pacificadora. De aquí que Louis Blanc titulase su panfleto contra la legislación directa, contra Rittinghausen y contra Considerant, de esta forma: No más girondinos (Plus de Girondins).
Hoy el culto, audaz y valiente Primer Ministro británico, que conserva en su memoria lo que ha sido Alemania para su isla, está sosteniendo solo, como un heroico girondino del siglo XXI, una batalla a muerte contra la socialdemocracia, que siempre ha despreciado la opinión del pueblo, sabedora de que ella porta un mensaje transcendente y mesiánico de liberación suprahumano. Si Boris Johnson, fiel a la tradición milenaria de Britannia, que ya nos resuena en De Bello Gallico, pierde esta decisiva batalla una sombra de negro despotismo asambleario caerá sobre Europa, crudeliter et regie. Pero no perderá; porque el pueblo británico ha comprobado nítidamente que el Primer Ministro es, en realidad, su único representante de corazón. Evidentemente no lo es el marxista rancio Jeremy Corbyn, quizás más delator que Lisco y Diviciaco, y mucho menos los falsos amigos traidores del Partido Tory. Los traidores, claro está, siempre son lo peor.
Desde que Karl Kautsky, el marxista padre de la socialdemocracia, escribiera su obrita Parlamentarismo y Democracia, todos los marxistas más inteligentes han visto en las Asambleas representativas el mejor instrumento para hacer la Revolución comunista, y han mirado con recelo no exento de repugnancia todo asomo de democracia directa, de opinión o decisión popular a través de referendums o plebiscitos, siendo tales tachados de sistemas que entrañan decisiones conservadoras y reaccionarias. Sólo Rittinghausen, en su obra Tratado sobre la socialdemocracia, ha sido el único hombre de izquierdas amigo de referendums y de pedir con frecuencia opinión al “pueblo soberano”.
La experiencia histórica enseñó al marxista Kautsky -también al liberal Benjamin Constant, la mejor mente política de la Europa del siglo XIX– que siempre que el pueblo toma la palabra es para decir algo conservador y contrarrevolucionario -como salvar la cabeza de un Rey-, pero, a la contra, en un Parlamento se puede introducir una dinámica de terror político que consiga un movimiento que impregne o enloquezca moralmente a todos sus miembros para cortar la cabeza a un Rey o hacer una revolución sanguinaria. El Parlamento tiene menos frenos y autocontrol que el pueblo, guardián del sentido común y de la medida.
Kautsky veía muy natural que de la misma manera que el campesino intentó liberarse del servicio de la guerra, procuren también los ciudadanos en general traspasar poco a poco a otros individuos excelsos sus funciones políticas y judiciales más agobiantes. Y es que al marxismo ortodoxo y a su heredera, la socialdemocracia, nunca les ha agradado la democracia directa, y consideran a la libertad política algo oneroso para el pueblo. La política para los políticos. En la actualidad la voluntad de la mayoría parlamentaria se debe convertir en la suprema ley. Al igual que Luis XIV, el Parlamento puede decir: “El Estado soy yo”. Y los reyes y los ministros son sus esclavos. Incluso las nuevas técnicas de travestismo ya han roto los antiguos límites naturales del poder parlamentario, pues hoy ya no se puede decir: “El Parlamento está facultado para todo, menos para transformar a una mujer en hombre”. Ya no hay excepciones a su poder. La socialdemocracia ha conseguido poner al Parlamento por encima de Dios. Por eso le estorba el referéndum y las iniciativas, que, aunque no tienen como objeto sustituir al Parlamento como poder legislativo central, aumentan la influencia del pueblo sobre él y lo hacen más dependiente del mismo. Y el poder es muy importante como para dejarlo sobre los hombros de la plebe ignara.
Pero la desvinculación del Parlamento de las decisiones Populares (caso Brexit ) arranca la total soberanía que se suponía tenía el pueblo, las luchas parlamentarias perderán con ello su carácter de lucha de principios, se transformarán cada vez más en meras intrigas de ambiciosos a la caza de cargos y dignidades con el objeto no de servir a la Nación, sino servirse de ella. Ejemplo de esta desvinculación ajena a toda idea de democracia es el oportunista Jeremy Corbyn, un marxista peligroso, especie de obsequioso Diviciaco o Lisco a favor del Imperio Alemán. Sin control popular ni respeto a las decisiones del pueblo las luchas políticas serán especulaciones mercantiles, chalaneos de una banda de aventureros sin escrúpulos ni cultura moral que saquean el Estado.
Pero todo ello va contra la tradición milenaria de Inglaterra, que es una lucha en defensa de la libertad de los pueblos, que ya emerge en la propia obra de César, cuando en el IV Libro de su Bellum Gallicum justifica su decisión de ir a Britannia: “Tamen in Britanniam proficisci contendit, quod omnibus fere Gallicis bellis hostibus nostris inde subministrata auxilia intellegebat”. Y es que la causa de la libertad en cualquier rincón de Europa ha sido siempre la causa de Inglaterra.
Que el pueblo en su conjunto adopta medidas más conservadoras y prudentes que las Asambleas representativas lo descubrió ya Deploige en 1892, en su obra El referéndum en Suiza, en el que deja patente que en los Cantones en donde tienen mayor tendencia a exigir el referéndum siempre predomina el voto de derechas sobre el de izquierdas. Siempre los plebiscitos populares son más conservadores que lo que resulta de las votaciones de la Cámara de Representantes o el Consejo Cantonal.
“El referéndum ha acreditado el carácter conservador que en sí mismo implica y frenado algo el rápido avance de las Asambleas Representativas que las masas no pueden seguir”, afirmó con contundencia el padre de la socialdemocracia, que de joven babeaba los domingos ante Marx y Engels en la casa de este último.
Es natural por todo ello que los conservadores, la derecha, utilicen el referéndum como medio de frenar las locuras legislativas y los peligros de la Nación. Durante la Revolución Francesa los girondinos consideraban el referéndum como único medio para romper el cruento poder hegemónico de la capital revolucionaria y frenar los espantos ominosos de la revolución. Cuando Luis XVI fue condenado a muerte, los girondinos exigieron una votación popular porque estaban absolutamente convencidos (Vergniaud) de que con ello podrían salvar al Rey. El partido de la Montaña, sediento de sangre, se opuso con todas sus fuerzas a ese intento de introducir el referéndum como medida humanitaria y pacificadora. De aquí que Louis Blanc titulase su panfleto contra la legislación directa, contra Rittinghausen y contra Considerant, de esta forma: No más girondinos (Plus de Girondins).
Hoy el culto, audaz y valiente Primer Ministro británico, que conserva en su memoria lo que ha sido Alemania para su isla, está sosteniendo solo, como un heroico girondino del siglo XXI, una batalla a muerte contra la socialdemocracia, que siempre ha despreciado la opinión del pueblo, sabedora de que ella porta un mensaje transcendente y mesiánico de liberación suprahumano. Si Boris Johnson, fiel a la tradición milenaria de Britannia, que ya nos resuena en De Bello Gallico, pierde esta decisiva batalla una sombra de negro despotismo asambleario caerá sobre Europa, crudeliter et regie. Pero no perderá; porque el pueblo británico ha comprobado nítidamente que el Primer Ministro es, en realidad, su único representante de corazón. Evidentemente no lo es el marxista rancio Jeremy Corbyn, quizás más delator que Lisco y Diviciaco, y mucho menos los falsos amigos traidores del Partido Tory. Los traidores, claro está, siempre son lo peor.