domingo, 21 de julio de 2019

Rorty, Ratzinger y el jamón

Rorty

Ratzinger


Ignacio Ruiz Quintano
Abc

A doña María Teresa Fernández le ha faltado en el Gobierno una Victoria Adams que le dijera: «¡Haga usted el favor de comportarse como una señora de su edad!» Nos hubiéramos ahorrado los pitos flautos, como de despedida de solteras, en las piojeras de África y esta frase brutal: «Ninguna cultura es mejor que otra.»

Conque ninguna cultura es mejor que otra, ¿eh? He aquí una de las consecuencias -la señora Fernández- del estilo ironista de Richard Rorty, el filósofo que dice que la filosofía sólo es un género literario. Entre la espada de los libros trotskystas de sus padres y la pared de las orquídeas silvestres de Nueva Jersey, Rorty creció pensando que toda la gente decente era, si no trotskysta, al menos socialista. Y tenía dos cosas claras: en lo público, que las buenas personas serían oprimidas mientras el capitalismo no fuera superado; y en lo íntimo, que las orquídeas silvestres de Nueva Jersey eran las mejores del universo. Su ideal, fundir en una sola imagen realidad y justicia, pasaba por reconciliar a las orquídeas, o la realidad que a él más lo inspiraba, con Trotsky, o la justicia de liberar a los débiles de la opresión de los fuertes. Pero un día descubrió el pragmatismo de Dewey -«la verdad es lo que funciona»-, los absolutos empezaron a parecerle como sus orquídeas -conocidos por sólo unos pocos elegidos- y, dispuesto a admitir que el Estado de Bienestar capitalista es lo mejor que podemos esperar, abrazó el relativismo cultural, que ofrece bazares filosóficos en cada esquina, como lo prueba la frase de la señora Fernández.

Frente a este nihilismo banal de la sociedad sin absolutos sólo ha sabido alzarse, pero como una torre de coraje, Joseph Ratzinger, el cardenal que hizo suya la gran pregunta de Sajarov ante el cinismo paralizador de Occidente: «¿Cómo puede el mundo libre afrontar su responsabilidad moral?» Para Ratzinger -probablemente el último sabio de la vieja y grande Europa-, el punto crítico de la modernidad está en que el concepto de verdad ha sido prácticamente abandonado y sustituido por el de progreso. El progreso «es» la verdad, diría Rorty. La verdad no es un bien público, sino de ciertos grupos. Y todas las demás verdades son enviadas al rincón de la intolerancia y de lo antidemocrático. La democracia, pues, está unida al relativismo, presentándose éste como la verdadera libertad, especialmente de la esencial: la de conciencia. Pilato, con su «¿Qué es la verdad?», se convierte en el arquetipo del perfecto demócrata relativista y escéptico. Sólo que este relativismo, advierte Ratzinger, encierra su propio dogmatismo: está tan seguro de sí mismo que debe ser impuesto a los que no lo comparten. Y de aquí procede el cinismo. El verdadero problema de nuestros días, concluye Ratzinger, es la ceguera de la razón para percibir la inmensa dimensión no natural de la realidad...

¿La realidad? En Madrid, y bajo la sombra constitucional de Alfonso Guerra, enterrador de Montesquieu y timonel de descamisados, las fuerzas del progreso han consumado una gran conquista de la realidad para todo español con derecho a pisar el extranjero y que, sin embargo, por falta de dinero, no pueda acercarse a Portugal o a Francia: han inventado el extranjero del pobre, empezando por una nación catalana. La fórmula del invento la ha redactado, al parecer, un tal López Garrido, que los domingos, con el fútbol, en el palco del Bernabéu, acostumbra ponerse tibio de medianoches de apio, medialunitas de ajonjolí y bocaditos de jamón. «Una rumba bailada alrededor de un jamón»: eso han hecho de España cuatro descamisados con un par de dogmas masónicos, el progreso necesario y el optimismo antropológico, propios de quienes suponen que, bien mirado (el bolsillo), ninguna cultura es mejor que otra.

[PUBLICADO EL 15 DE MARZO DE 2006]