A las tres horas y cincuenta y seis minutos del 20 de Julio de 1969 el astronauta Neil Armstrong pisa la superficie lunar. “Un pequeño paso para el hombre, pero un salto gigantesco para la humanidad”, son sus palabras. José Camón Aznar (1898-1979) ve más allá: “Hemos arribado a una tumba.”
LA LUNA EN SUS MANOS
9 de Agosto de 1969
No es tierra lo que esos hombres han traído a los laboratorios, sino huesos de tierra. De la enorme calavera han desprendido algunas esquirlas. Porque eso es la Luna. Muerte en los espacios, sepulcro rodante, faz petrificada. Silencio que en las noches lunares enciende los pensamientos y agranda las miradas.
Hemos arribado al muerto más gigantesco que puede sostener la noche. No haya miedo a las radiaciones. Sino al frío total, al frío de lo inerte, que puede quedar prendido a la mano del astronauta, como la del comendador muerto a la de Don Juan. Cuando el Sol entra en esa tumba, se convierte en Luna. Es decir, en cal muerta, en rostro sin relieve, en bandera blanca frente al ígneo fragor de todos los astros. ¿Luz muerta, luz de un sol que se hiela al tocar el gran sepulcro? Gran ejemplaridad moral. Sobre nuestras cabezas, eterna, ojo coagulado, pero cuyas miradas afilan todas las aristas, está la muerte. Blanco fantasma al que el Sol saca de su sepulcro y así se presenta, espectro en los espacios, susto inmenso, faz insomne, en el cuenco de la noche.
Hemos llegado a una tumba. Nunca la muerte –ni en la campana incesante de los cartujos– ha estado sobre nosotros con tal evidencia. Armstrong no sólo ha llegado a la Luna; ha llegado a nuestro futuro. Entre sus dedos se ha deslizado polvo de nuestros huesos, ceniza de nuestros paisajes, luz enfriada. Ya hemos accedido al “en polvo te convertirás”.
Ante los astronautas se ha levantado una punta del velo del Apocalipsis. Tenemos el terrible privilegio de haber vislumbrado la muerte cósmica. Y un pavor que hasta ahora no ha conocido el hombre ha debido de llenar las conciencias. Desde ahora veremos –veremos hasta gráficamente– el curso de la creación hacia la muerte. El tacto del frío va avanzando por los espacios. Podremos advertir hasta los estertores agónicos de los astros, que ahora parece que sacuden a la Luna. Y el gran engaño: esos astros parece que giran en órbitas inmutables y no, caminan hacia la muerte. Toda la armonía de las esferas es un himno a la muerte. Los mil años que para el fin del universo señala el Apocalipsis se cumplirán. Pero el hombre de hoy ha sustituido las plagas angélicas por otra más destructora: el tiempo.
Ahora el hombre ha helado su mirada al contemplar una estrella deseada. Y la nada, como fondo a tanta desolación. Cuando todos los astros se extingan, ¿qué inmensa necrópolis no será toda la creación? Porque estos astros seguirán rodando. Cadáveres sin descanso, sostenidos por ese tiempo que es más fuerte y permanente que la muerte. Criatura de Dios también, que gotea eterna, a lo menos con la eternidad que la razón comprende.
Pero al otro lado de la muerte está la gran promesa: el otro universo, el de las almas. El célico, el del perpetuo anhelo. Flor en perpetua eclosión, ascensión sin fin hacia la divinidad. Todas las almas entrando en el seno de Dios. ¿Qué astros, qué armonías siderales serán las de este universo?
Ahora hemos apresado lo que ha sido antes presa de la muerte. Y surge un contrasentido que salva a ese y a todos los astros muertos: la belleza. Ninguna criatura como la Luna ha excitado más éxtasis y mitos. De ninguna se han sentido más fraternos los corazones solitarios. Cierva blanca, ninguna ha sido vulnerada con más endechas. Sus rayos pulsan los ríos y sólo con mirarla, la lechuza se convierte en símbolo de la sabiduría. Piel de reptil que tiembla, es la de la Tierra bajo su luz.
¿Qué raya en la historia –que se ahonda también en la conciencia– es la de nuestra generación? Siempre el antes y el después. Raya que tantas veces es trinchera contra el antes. Frontera impía, muro de acero. Y nosotros en la tierra de nadie, sin saber a qué continente pertenecemos. ¿El mito a esta tierra de sepulcro que nos han traído de la Luna? ¿La belleza o el conocimiento? ¿El misterio o la certeza de la inanidad de lo que nos envuelve?
Ni siquiera el respeto y el pavor a una muerte sin la paz del descanso. Convertida en plataforma bélica, en palo de bandera. Ya está al alcance de nuestras luchas. Y en la noche inmensa, su fulgor aún aterroriza más por más cercano. Grande, redonda, expuesta. Así la vemos en esta hora. Con solemne elevación. Pero también belicosa. Descendiendo como cualquier diosa griega, a tomar parte en las disputas de los hombres.
¿A dónde va el alma de los astros cuando mueren? ¿A los ensueños que enloquecen? Y esta gran Luna sigue ascendiendo. ¿Ilumina la conciencia o los arsenales? Y aquí está, lenta, total, convirtiendo en mármol cuanto toca. Excitando por el visor de la política el ojo cruel de los grandes cazadores.
Detrás de las de las hazañas está siempre la moral amargando los triunfos. Hemos alanceado a un muerto. Nuestros astronautas han vuelto más pálidos, como se vuelve de los cementerios. Y allí están los laboratorios testificando la muerte de un astro. ¿De un astro? ¿De una ilusión?
Seguirá la Luna haciendo arder las noches, desorbitando los ojos, ilusionando, sí, los pensamientos. Porque es el Sol el que agota las mentes y las convierte en luna inerte. Continuarán los perros de Diana siguiendo su rastro en la gran curva de los espacios. Pero el hombre la ha cogido entre sus manos, como Hamlet la calavera. En vano la interroga. Y nada contesta. Nos entrega su silencio, el enorme silencio que llena las noches.
Una vez más la poesía está en razón directa de la distancia. El espíritu se va quedando entre zarzas de los objetos cercanos. Hasta que se instalan en el alma. Hasta que son la misma alma. Ya tenemos la Luna entre las manos. Ya es sólo tierra. Tierra como la de mi tierra. Es lástima. Entre ellos y nosotros, ya no hay sitio para la poesía.
[Del libro El periódico del Siglo. Luca de Tena Ediciones, 2003]