domingo, 26 de mayo de 2019

Una carta de cuando la sangre llegó al río

 Simone Weil, miliciana de la CNT


Jean Juan Palette-Cazajus

Respeto la muy noble labor de los traductores, pero debo admitir que su práctica me resulta un poco ingrata, incluso tratándose de un texto de no difícil traslación como la carta, densa, interpeladora, que leeremos a continuación. Me tomé esta molestia por dos motivos: porque redactada probablemente a principios del verano de 1938, nos trasmite con excepcional clarividencia el latido profundo de la pulsión cainita que emponzonó la Guerra Civil española. Y también porque tanto la remitente como el destinatario fueron dos personalidades irreductibles, sin cabida fácil en ninguna casilla preexistente. Ambas hoy figuras reconocidas del pensamiento y de la literatura, pero de muy dispares trayectorias y sólo unidas, en aquel momento de su vida, por el desgarramiento intelectual y un extremo, un paradójico nivel de exigencia ética.

El destinatario de la misiva era Georges Bernanos (1888-1948), católico ferviente, monárquico militante hasta la algarada callejera, en sus años mozos. Instalado en Mallorca en 1934, en parte para huir de las dificultades materiales, allí escribiría su novela más conocida : “Diario de un cura rural” (1936), sin duda una de las mejores jamás escritas en lengua francesa. Fue inicialmente partidario, por no decir entusiasta, del levantamiento del 18 de Julio de 1936.  Su propio hijo Yves, falangista con 16 años, llegaría a ser teniente honorífico en el frente de Madrid:  “Yves se pasea con un enorme fusil Mauser. Hasta ha apresado comunistas él solito...” llegó a escribir el padre. Pero, en abril de 1938, terminaría publicando «Los grandes cementerios bajo la luna», un indignado y dolorido alegato sobre la represión derechista en la isla. El revuelo, en Francia y en España, fue inmenso, tanto por la magnitud de los crímenes denunciados como por la inesperada filiación ideológica del autor. El libro no se traduciría al español hasta 1986 [N1].

 Georges Bernanos

La reciente lectura del libro de Bernanos suscitó la lúcida carta que le dirigía Simone Weil (1909-1943). Fue esta un extraño ovni filosófico, una pensadora más mítica y citada que realmente leída. Es mi caso. Volví a recordar su carta a Bernanos precisamente porque había decidido dedicarle un paréntesis serio a la lectura de «L’Enracinement», literalmente, el arraigo (N2), cuyo manuscrito no llegó a terminar al morir de tuberculosis, cerca de Londres, en agosto de 1943. El libro intentaba exponer los fundamentos históricos, morales e intelectuales necesarios para el resurgimiento de Francia desde la conciencia de los errores del pasado, los de Francia y los de la cultura europea. Reflexión que le encargara el propio general De Gaulle a cuyas huestes Simone Weil se había unido. El texto fue publicado por Albert Camus en 1949, que veía en él «...a la vez el exacto informe solicitado y uno de los libros más lúcidos, elevados y bellos escritos en muchos años sobre nuestra civilización». Simone había nacido en una familia judía agnóstica donde los niños no tenían juguetes sino libros. Hermana menor del gran matemático André Weil ( 1906-1998) que ayudara a Levi-Strauss a poner en ecuaciones algunos de sus conceptos estructurales, mostró muy pronto las tendencias ascéticas que nunca la abandonarían así como formas exacerbadas de sensibilidad  frente a todas las formas de injusticia o desigualdad. Era ingenua, rígida, a veces irritante en el trato personal, admitieron personas como Raymond Aron o el morboso Georges Bataille que, en su novela «El azul del cielo», la retrató con cierta acidez a través del personaje de la mujer llamada “Lazare”. Solía donar buena parte de su sueldo de profesora, llegaba a compartir sus propios alimentos, mientras iba mostrando con el tiempo un siempre mayor acercamiento al Cristianismo. Y así su breve paso por las milicias de la CNT, en el frente de Aragón, señaló su tránsito definitivo de “virgen roja” a una asumida condición casi “mística”, a partir de 1937: “Cristo descendió y se apoderó personalmente de mí”. Pero murió sin llegar a recibir el bautismo, obnubilada por sus reticencias hacia la jerarquía eclesial. A partir de su época de “conversión” y acorde con la importancia que concedió siempre al concepto platónico de “μεταξύ”/ “metaxú”, es decir el de mediación o intermediación, Simone Weil trató siempre de conectar la tradición cristiana con la griega, de articular nuevamente el conflicto entre logos y fe: «Dios sólo puede estar presente en la Creación bajo la forma de la ausencia». La ciencia y las técnicas modernas tenían que cumplir su papel de “conocimientos” socialmente imprescindibles, pero cuyo estatuto solo podía estar subordinado al de las “verdades” que ayudan a vivir. Propuso sustituir la noción de “derechos” del Hombre por la de “deberes” y abogó por la supresión de los partidos políticos, mientras sus últimas consideraciones sobre el arraigo, las raíces, «tal vez esta la necesidad más importante y peor conocida del alma humana», despiertan hoy ecos renovados.


 Salvoconducto de Simone Weil en Londres

La miopía de Simone Weil, su torpeza física y la fragilidad  de su salud, eran proverbiales. Se enfadó con De Gaulle -al que podía desquiciar y que la llamaba “la loca”-  porque la salvó de sí misma prohibiéndole lanzarse en paracaídas sobre Francia para unirse a la Resistencia interior. Para cualquier sabedor de su absoluta indefensión, verla posar con su Mauser de miliciana resulta patético. A la pocas semanas de enrolarse en la columna Durruti, metió torpemente el pie en un perol de aceite hirviendo y tuvo que ser repatriada a Francia. En cambio Bernanos recorría las carreteras de Mallorca con su moto roja, incluso en los días trágicos, hasta que comprendió que peligraba su vida. También De Gaulle, en 1944,  le propuso un cargo público, que rechazó como rechazaría la Legión de Honor y la dignidad de Académico. Murió convencido de que el mundo moderno «es una conspiración contra toda especie de vida interior».


 Bernanos y su moto

EXTRACTOS DE «LOS GRANDES CEMENTERIOS BAJO LA  LUNA»:

- “[Iban en los camiones]...entre hombres armados,  unos pobres seres, las manos sobre las rodillas, el rostro cubierto de polvo, pero erguidos, muy erguidos, la cabeza levantada y con esa dignidad que tienen los españoles aún en la miseria más atroz. Iban a fusilarlos al día siguiente por la mañana. Era la única cosa que sospechaban. Por lo demás, nada comprendían”.

- “Yo he visto allá, en Mallorca, pasar sobre la Rambla camiones cargados de hombres que las razzias de cada noche apresaban en las aldeas perdidas, a la hora en que volvían del campo. Partían para el último viaje, con la camisa pegada a las espaldas por el sudor, los brazos todavía llenos del trabajo de la jornada, dejando la sopa servida sobre la mesa y una mujer que, sin aliento, llega demasiado tarde al portal de la huerta, con el atadillo de ropa envuelto en la servilleta nueva: ¡Adiós!».

- “… habían sacado de la cama en medio de la noche a doscientos vecinos de este pueblo cercano a Manacor, considerados sospechosos, los habían llevado por hornadas al cementerio, los habían ejecutado con un tiro en la cabeza y habían quemados los montones de cadáveres cerca de allí. El … obispo había mandado al lugar a uno de sus curas que, chapoteando entre la sangre, impartía absoluciones entre descarga y descarga.”

- “En Bellver se mata en nombre de Cristo-Rey, y es contra esta profanación que yo, cristiano, me insurjo”.

- “La tragedia española es un pudridero. No me habléis de Cruzada...”

 La columna Durruti en Bujaraloz
 Agosto 1936


CARTA DE SIMONE WEIL A GEORGES BERNANOS:

Señor
Es ridículo escribirle a un autor siempre inundado de cartas por la propia naturaleza de su oficio. Pero no puedo resistir la tentación de hacerlo tras la lectura de “Los grandes cementerios bajo la luna”. No es la primera vez que un libro suyo me conmueve, “El diario de un cura rural” es para mí el más hermoso y lo considero un gran libro. Pero el hecho de apreciar sus libros no era motivo suficiente para importunarlo. Con el último, ya es otra cosa. He pasado por una experiencia parecida a la suya, si bien más breve, menos profunda, vivida en otra zona geográfica y en un contexto intelectual, aparentemente –pero solo aparentemente– muy distinto.

Lo que voy a decir le resultará presuntuoso a un católico, dicho por alguien que no lo es, pero así lo haré: no soy católica pero nada de lo católico, nada de lo cristiano, me ha resultado nunca ajeno. Me digo a veces que si pusieran un cartel en las puertas de las iglesias anunciando que se prohíbe la entrada a quienes disfruten de una renta superior a las modestas, entonces me convertiría de inmediato. Desde mi infancia mis simpatías iban hacia organizaciones pertenecientes a las capas superiores de la sociedad hasta que me diera cuenta de que estas agrupaciones sólo podían desalentar cualquier simpatía. La última que me inspiró alguna confianza fue la CNT española. Había viajado un poco por España, antes de la Guerra Civil, no mucho pero lo suficiente para que despertara mi amor por un pueblo al que era imposible evitar de amar. Yo había visto en el movimiento anarquista la expresión natural de sus grandezas y de sus taras, de sus aspiraciones a veces muy legítimas, a veces menos. Tanto la CNT como la FAI eran una mezcolanza asombrosa en el seno de la cuales se admitía a cualquiera. De modo que allí se codeaban la inmoralidad, el cinismo, el fanatismo y la crueldad, pero también el amor, el espíritu de fraternidad y sobre todo la reivindicación del honor, tan bella entre los hombres humillados. Me parecía que los que llegaban animados por un ideal prevalecían sobre aquellos a quienes impulsaba el gusto por la violencia y el desorden.

En julio de 1936 yo me encontraba en París. No me gusta la guerra, pero más que la guerra me horroriza la comodidad de los que se quedan en la retaguardia. Cuando entendí que a pesar de todos mis esfuerzos no podía impedirme participar moralmente en esta guerra, es decir que no podía dejar de desear, todos los días y a todas horas, la victoria de unos y la derrrota de otros, pensé que París era para mí la retaguardia y cogí un tren para Barcelona con la intención de enrolarme. Era a principios de agosto de 1936 […]

 Simone Weil y su máuser

Tuve que abandonar España a pesar mío pero lo hice con la intención de regresar. Luego decidí no hacerlo. Ya no experimentaba ninguna necesidad interior de participar en una guerra que había dejado de ser lo que me había parecido al principio, la de los campesinos hambrientos contra los terratenientes y  el clero cómplice, para convertirse en una guerra entre Rusia, Alemania e Italia.

He reconocido ese olor a guerra civil, a sangre y a terror que desprende su libro. Yo lo respiré. Nada vi de algunas de las cosas que usted cuenta, aquellos asesinatos de viejos labradores, aquellos muchachos fascistas moliendo los ancianos a palos. Pero lo que oí fue suficiente. A punto estuve de presenciar la ejecución de un sacerdote. Mientras duraba la espera, me preguntaba si me iba a quedar mirando o arriesgarme a que me fusilasen a mí también si decidiera intervenir. Sigo sin saber qué habría hecho porque un afortunado contratiempo evitó la ejecución. Cuántos sucesos se agolpan bajo mi pluma. Contarlos sería muy largo; además ¿para qué? Bastará con uno. Yo estaba en Sitges cuando regresaron, vencidos, los milicianos de la expedición a Mallorca. Habían quedado diezmados. De los cuarenta muchachos de Sitges, nueve habían muerto. Sólo se supo cuando regresaron los treinta y un supervivientes. La noche siguiente se realizaron nueve expediciones de castigo. Mataron a nueve fascistas, reales o supuestos, en esta pequeña población donde nada trágico había ocurrido en julio. Entre los nueve había un panadero de alrededor de treinta años cuyo único crimen era el de haber pertenecido al somatén. Era el hijo único y sostén económico de un padre anciano que se volvió loco.

Otro suceso: en Aragón, tras una escaramuza, un pequeño grupo internacional de veintidós milicianos capturó un muchacho de quince años que combatía con los falangistas. Todavía tembloroso tras ver morir a sus compañeros, dijo que lo habían enrolado a la fuerza. Lo registraron y le encontraron una medalla de la Virgen y un carné de Falange. Lo mandaron a Durruti, el jefe de la columna, que tras exponerle durante una hora las bellezas del ideal anarquista, le dio a elegir entre enrolarse inmediatamente en las filas de sus captores o morir. Le dieron veinticuatro horas para reflexionar. Pasadas las veinticuatro horas el chico dijo que no y fue fusilado. Y eso que Durruti era, en algunos aspectos, un hombre admirable. La muerte de este pequeño héroe nunca dejó de pesar sobre mi conciencia, por más que solo posteriormente me enterara de ella.


 Buenaventura Durruti en el frente de Aragón

Más cosas todavía. Un pueblo que había cambiado de manos en no sé cuantas ocasiones ya quedó finalmente en poder de los rojos que encontraron en las bodegas un puñado de seres alucinados, atemorizados y hambrientos entre los cuales se encontraban tres o cuatro hombres jóvenes. De modo que razonaron así: si estos jóvenes no nos acompañaron la última vez que nos tuvimos que retirar y se quedaron esperando a los fascistas es que son fascistas. De modo que los fusilaron inmediatamente, dieron de comer a los demás y se sintieron de lo más humano. Una última anécdota, esta de la retaguardia. Dos anarquistas me contaron cómo habían arrestado a dos sacerdotes. Mataron a uno en el acto y al otro dijeron que se podía ir. Cuando ya estaba a veinte pasos le dispararon. El que me lo contaba se quedó muy extrañado de que no me hiciera gracia

En Barcelona las expediciones punitivas solían matar a unas cincuenta personas cada noche. Era proporcionalmente mucho menos que en Mallorca considerando que Barcelona tiene un millón de habitantes. Además allí se había desarrollado, durante tres días, una sangrienta batalla callejera. Pero en semejante asunto, puede que las cifras no sean lo esencial. Nunca llegué a ver, ni entre los españoles, ni siquiera entre los franceses que habían llegado, unos para combatir otros para pasear -estos, a menudo, intelectuales grises e inofensivos- nunca oí a nadie que expresara, siquiera en la intimidad, repulsión, asco o solamente desaprobación frente a la sangre inutilmente derramada. Usted habla del miedo. Ciertamente el miedo tuvo su parte de responsabilidad en aquellas matanzas. Pero donde yo me encontraba no vi que el miedo tuviera tanta importancia. En medio de una comida llena de camaradería, unos hombres aparentemente valientes hablaban con bondadosa sonrisa fraternal  de todos los curas y los “fascistas” -el término era amplio- que habían matado.  Tuve el sentimiento de que cuando las autoridades, temporales o espirituales, sitúan a unos seres humanos fuera de las categorías donde la vida tiene un precio, nada se vuelve más natural para el hombre que el hecho de matar. Cuando se sabe que resulta posible matar sin exponerse ni al castigo ni al reproche, se mata. O al menos se arropa con sonrisas benévolas a quienes lo hacen. Si por casualidad uno llega a experimentar algo de repulsión, la viene disimulando y pronto la inhibe por temor a mostrar falta de virilidad. Hay en esto una capacidad de arrastre, una ebriedad a la que es imposible resistir sin una fuerza de ánimo que habrá que considerar excepcional puesto que yo no la encontré en ninguna parte. Me encontré en cambio con franceses apacibles, a los cuales hasta entonces yo no despreciaba, a quienes nunca se les hubiese ocurrido matar personalmente pero inmersos, con visible agrado, en aquella atmósfera empapada en sangre. Por ellos nunca volveré a sentir el menor aprecio.



 Al frente

En semejante atmósfera desaparece inmediatamente el propio objeto de la lucha. Porque sólo puede plantearse una meta refiriéndola al bien público, al bien de los seres humanos y aquí los humanos no tienen ningún valor. En un país en que la gran mayoría de los pobres la constituyen los labradores, mejorar su condición debería ser la finalidad esencial para un movimiento de extrema izquierda. Y esta guerra empezó siendo una guerra por la posesión de las tierras. Pues bien, aquellos miserables y magníficos labradores de Aragón que habían permanecido tan dignos ante las humillaciones, apenas si eran un objeto de curiosidad por parte de los milicianos. No había insolencia, ni injurias, ni brutalidad por su parte, al menos no vi nada parecido y sabía que el robo y la violación se castigaban con la muerte en las columnas anarquistas, pero un abismo separaba los hombres armados de aquella población desarmada, un abismo muy parecido al que separa los pobres de los ricos. Aquello se notaba en la actitud siempre un poco humilde, sumisa, temerosa de unos y en la superior desenvoltura, la condescendencia de los otros.

Una partió como voluntaria, con sus ideas de sacrificio y se encontró con una guerra que se parece a una guerra de mercenarios donde sobran las crueldades y faltan los miramientos que se deben al enemigo.

Podría prolongar largo rato estas reflexiones, pero habrá que parar. Desde que estuve en España, oigo y leo toda clase de consideraciones sobre lo que está pasando. No puedo citar a nadie, exceptuando a usted, que haya estado envuelto en la atmósfera de la guerra española y haya sabido resistir. Usted es monárquico, discípulo de Drumont (N3), poco me importa. Me resulta usted, sin comparación, mucho más próximo que mis camaradas de las milicias de Aragón, aquellos compañeros que sin embargo había llegado a amar. […]

Temo haberle importunado con una carta tan larga. Sólo me queda expresarle mi más profunda admiración.

N1. BERNANOS, Georges. Los grandes cementerios bajo la luna. Alianza Editorial, 1986.
N2. WEIL,Simone . Echar raíces. Editorial Trotta, 2014.
N3. DRUMONT, Edouard (1844-1917), escritor nacionalista y antisemita.

Madrid
Puente de Vallecas