viernes, 31 de agosto de 2018

ESPAÑOLES Y FRANCESES: Un turbulento ayer, un presente mohíno, un improbable futuro. Capítulos 11 y 12 de 26


 El salón literario de Madame Geoffrin

Jean Juan Palette-Cazajus

11. Esprit, Politesse, Savoir-vivre:

Dejaré en francés, ya que su “traducción” las expone a bastante “traición”, este trío de palabras seminales: son conceptos que no admiten fácilmente equivalencias y las equivalencias perturbarían nuestra percepción de su historia cultural. A la terna Esprit, Politesse, Savoir-vivre hace Muralt amplia referencia. El siglo XVIII vio el apogeo de estas tres categorías culturales, «tan francesas», en sus mejores y peores aspectos. «L’esprit», aparte del espíritu, es la mente, en el sentido que dan a la palabra la filosofía y las ciencias cognitivas. Así la moderna «teoría de la mente» se dice en francés «théorie de l’esprit». Es decir que uno de los puntales del concepto de  «esprit» es la noción de un entendimiento de calidad que no acepta  nada que no haya sometido previamente a riguroso examen crítico. «L’homme d’esprit» supone, me atrevería a decir, algo parecido a la versión, puesta al día por las ideas de las Luces, del «Discreto» de la época barroca tal como lo postulaba Gracián.  La cultura se recomienda pero puede ser perdonable su insuficiencia si se compensa generosamente con el otro componente esencial, aquello que se llama en español «ingenio». Por fin «l'esprit abarca también algunas áreas de las que solemos reservar a la palabra «razón.

 
 Fragonard
El columpio (1769)

Aquel que no era, por aquellos años, un «homme d’esprit» estaba abocado al fracaso social, al desdén de sus pares y, más dramático aún, a la indiferencia de las damas. El «homme d’esprit» es el arquetipo de la época. Es inteligente, lúcido, crítico, culto, ingenioso; buen conversador, claro. En demasiados casos el abuso de los oropeles del ingenio en pos del fácil éxito cortesano o mundano arruinaba la calidad de muchos «esprits», del mismo modo que el exceso de sal arruina el plato. Sobraron aquellos que, de tan complacidos con el propio ingenio retornaban a la peor frivolidad y ligereza. Pero, al fin y al cabo no olvidemos que las facetas positivas del “esprit” francés engendraron gran parte de los valores que todavía nos hacen orgullosos de ser europeos. La «profundidad» autocomplacida de los germanos, la incapacidad hegeliana para la claridad expresiva, los pétreos sistemas del «Idealismo» alemán, iniciaron un camino que terminó siendo bastante más catastrófico.

La «politesse», (del latín politus, liso, brillante, pulido), se suele traducir por cortesía, buenos modales, pero hay algo más que la formalidad externa en la tradición francesa de la palabra. Aquellos que hayan leído «Tristes Trópicos», admirable libro donde Levi Strauss se suelta un poco el pelo del riguroso etnólogo, se acordarán de su descripción de los arrogantes Caduveos, pueblo fronterizo entre Brasil y Paraguay, caracterizados por la originalidad y la complejidad de sus pinturas faciales. Esas pinturas eran la «politesse» de los caduveos puesto que daban cuenta de su estado de seres humanos, civilizados, a quienes iban a su encuentro. En efecto, sólo los animales se pasean desnudos, tales como sus genitores los parieron, sin añadidos artificiales, es decir sin la marca de la cultura añadida al cuerpo de la naturaleza. Aquellas pinturas mediaban en el trato, eran la primera impresión que de ellos tenían sus interlocutores, como lo hace la «politesse» entre nosotros. La «politesse» confiere «distinción», en el sentido social y en el sentido etimológico. Es decir que hace  «distinguida» y a la vez «distinta» la persona que la ejerce, pero también,  en el mismo movimiento, la persona a quien va dirigida. Luego, la «politesse» es la manifestación civilizada del vínculo social moderno. Pone el respeto humano antes que la jerarquía social. Vemos que era una intuición de la igualdad, anterior a la manifestación política de su concepto.

 
 Caduveos

Demasiada gente identifica el concepto de «Savoir-vivre» con los modales, con un catálogo de buenos modales. Es decir que lo confunden con la acepción más estrecha que se suele dar a la «politesse». Pienso que hay que entenderlo de forma más ambiciosa y contemplarlo como la forma práctica que adopta «l’Art de vivre», el arte de vivir, considerado como un desafío humano esencial. Le «savoir-vivre» es el recetario intuitivo y razonado de los comportamientos que permiten compartir cosas como el arte, la naturaleza, la personalidad de nuestras moradas, la buena mesa, el vino y la conversación. Pero también el trato civilizado con las mujeres. «El francés le debe al trato habitual con las mujeres las cualidades amables que lo distinguen de los demás pueblos»  decía, en una obra de 1779, un autor anónimo y, se sospecha, francés. Acabamos de citar (capítulo 9) algunos de los comentarios que Béat de Muralt dedicaba, ochenta y un años antes, a esa omnipresencia de la mujer en la vida francesa. Aquel protagonismo de la mujer en el escenario social, inhabitual en el resto de Europa, solía sorprender, perturbar, chocar o complacer a los viajeros, según los orígenes o los temperamentos de cada cual. Tantas cosas que, tal vez, nos permitan sugerir que el «savoir-vivre» fue la encarnación práctica, en la vida cotidiana de los círculos franceses ilustrados, de los valores éticos y estéticos que Kant trataría de conceptualizar en su Crítica del Juicio (1791). Sobre todo, fue y sigue siendo, por vano que pueda resultar, el único consuelo frente a la imbecilidad de la muerte biológica.

 
 J. B. Charpentier
Savoir-vivre: La taza de chocolate
(1768)

A lo largo del siglo XVIII, los franceses, los de noble cuna o privilegiada situación social e intelectual, insisto, resultaban desconcertantes para la mayoría de los europeos. Artificiales para unos, descreídos para otros,vanidosos para casi todos. Ellos, en cambio, se veían como civilizados, incluso como los únicos civilizados en Europa. Ya lo apuntaba Béat de Muralt. Nadie como el tortuoso Talleyrand supo resumir aquellos años y aquellos círculos sociales: «Aquél que no conoció el Antiguo Régimen nunca sabrá lo que es la dulzura de vivir». A punto estaba de estallar el peor cataclismo de la historia europea.

12. Revolución y mutación de la identidad francesa

 No creo que puedan citarse muchos países donde un acontecimiento histórico haya separado con un foso tan hondo el «antes» y el «después» de la historia y de la conciencia nacional, como lo hizo la Revolución Francesa. En conclusión de «El pensamiento Salvaje», en un último capítulo titulado «Historia y dialéctica» donde desmonta el etnocentrismo cultural de Sartre, Lévi-Strauss analiza sutilmente la ambigua relación que mantenemos con la percepción histórica. Utiliza la metáfora de la lentilla, de la calidad de enfoque, clara o borrosa, que nos proporciona  un instrumento óptico. Lógicamente, tendemos a enfocar mejor lo cercano que lo lejano. Pero, sobre todo, tendemos a enfocar mejor las épocas y circunstancias con que nos identificamos y que valoramos especialmente. Las percibimos con mayor nitidez y proximidad que aquellas otras que rechazamos o postergamos en nuestras mentes y nuestro sistema de valores. El papel de los llamados «valores republicanos» en la configuración de la Francia moderna ha llegado a ocupar un puesto tan esencial que los tiempos de la monarquía anteriores a la Revolución son percibidos hoy, por parte de la inmensa mayoría de las conciencias francesas, con una calidad de enfoque que podemos calificar de borrosa.

 
 Rousseau, por Quentin Latour (1753)

Los revolucionarios se abrevaban en los valores de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), en particular en su distinción entre el hombre «natural» y el «ciudadano». El primero está dotado de juicio y sentimientos pero es incapaz de construir una colectividad satisfactoria y de acceder a una verdadera moral mientras no haya hecho suyos los valores del «contrato social» que lo convertirán en el segundo. La persona del ciudadano, es forjada por el imperio de la Ley, dominada por el sentimiento del deber cívico y movida por el patriotismo. Pasa de ser súbdito de un poder arbitrario a sujeto participativo de la «Voluntad General» Su modelo era la moral austera y heroica de la República romana, la que inspirase tantos cuadros de David. Asumían los revolucionarios que los franceses hubiesen sido ligeros, frívolos, inconstantes. Pero para ellos aquellos defectos habían sido privativos de la aristocracia cuyo despotismo y mal ejemplo habían terminado contaminando al pueblo. Para ellos el carácter nacional no era un hecho natural sino, acorde con el espíritu de las Luces y del «artificialismo» incipiente, algo que se puede rehacer y mejorar puesto que la naturaleza humana es maleable.

El concepto de regeneración estuvo siempre presente durante aquellos años. Los revolucionarios hablaban explícitamente de fabricar un «pueblo nuevo», determinado por el patriotismo y la voluntaria subordinación a la famosa «voluntad general», idealmente encarnada -se especulaba- por una nación de individuos emancipados y altruistas. En este caso la «pureza» popular la encarnaba la minoría jacobina, esencialmente parisina y dispuesta a imponer el «imperio de la virtud». El nuevo ciudadano se regía por el amor de la «nación», palabra vieja ahora remozada y cuya nueva formulación le confería, a partir de entonces, una centralidad capital. La nación dejaba de ser únicamente un sentimiento pasivo heredado de la comunidad étnica o lingüística y de la sumisión al soberano, para definirse, a partir de ahora, como el resultado de la libre adhesión y determinación de los «citoyens». La nación aparecería en adelante como el producto de la voluntad de convivencia de los ciudadanos, encarnada física y simbólicamente en una personalidad colectiva y tutelar. En 1800, Francia había cambiado de planeta. La conciencia que podía tener de sí misma estaba en vías de mutación. Habrá que esperar treinta y cinco años para que alguien, Alexis de Tocqueville, sepa enunciar claramente la naturaleza de la mutación democrática. Entretanto la necesidad histórica de enlazar el viejo mundo con el nuevo había engendrado la aventura napoleónica.

 
Francia cambió de planeta