jueves, 23 de agosto de 2018

Españoles y Franceses: Un turbulento ayer, un presente mohíno, un improbable futuro Capítulo 4

 CAPÍTULO 4 (de 26)



[Este trabajo constituye la refundición de un artículo publicado en 2015

 en el N.º 28 de la revista «Encuentros en Catay»]

 Jean Huber Voltaire anciano al levantarse (1772)


Jean Juan Palette-Cazajus


4. Recordatorio histórico

Recurrir a la literatura fundacional y clásica sobre nuestra materia no contestará las preguntas y dudas que acabamos de formular. Pero sigue siendo imprescindible leerla, o al menos consultarla, si queremos orientar nuestra aguja de marear. Los primeros que abordaron estas cuestiones fueron los viajeros capaces de relatar su experiencia. Ellos contaron lo que vieron. Rectifiquemos: ellos contaron lo que creyeron ver o quisieron ver. Lo que contaban se conocía como «costumbres» de los pueblos o «temperamento» de las personas. Pero la idea de teorizar sobre el tema germina en el mantillo de las ideas del Siglo XVIII a través de otro concepto, la moderna idea de nación.  Montesquieu es uno de los primeros, al abordar la teoría climática y su influencia sobre la personalidad de las naciones, en el «Esprit des Lois», en 1748. Antes, en 1721, había publicado, las «Cartas Persas», una hábil sátira de la sociedad francesa. Tendremos oportunidad de volver sobre una de ellas, la número LXXVIII que está dedicada, en cambio, a una burla bastante inmisericorde de España. De escasos vuelos, todo sea dicho, ya que Montesquieu vierte en ella un florilegio de todos los tópicos de la época. Si la mediocre «Carta» merece recordarse es, sobre todo, por la encendida, inteligente y ecuánime «Defensa de la nación española contra la Carta persiana (sic) LXXVIII  de Montesquieu», que redactara Cadalso y de la que volveremos a hablar.

Voltaire en 1756 publica su «Ensayo sobre las costumbres y el Espíritu de las naciones». Por su parte Rousseau llega a afirmar, en su «Proyecto de Constitución para Córcega», de 1765, que «Todo pueblo tiene o debe tener un carácter nacional. Si careciera de él, habría que empezar por darle uno». «¡Carácter nacional!» Aquí tenemos, citada expresamente, la controvertida expresión en el sentido que asumirá la modernidad. Pero quien la había estrenado de manera algo más incierta fue, probablemente, el abate ilustrado Jean-Baptiste Dubos en 1733. También los ingleses echaron su cuarto a espadas con gente como Locke, Hume o Burke. Al final, serán los alemanes los que conviertan la cuestión de la cultura nacional y del carácter nacional en el fundamento de su devenir histórico moderno. El propio Kant abordará el tema en una sección concreta dedicada al «carácter del pueblo», incluida en la segunda parte de su «Antropología en sentido pragmático», de 1798, y particularizada con el subtítulo de “Característica antropológica”. El filósofo alemán, como la mayoría de sus coetáneos, entiende que los caracteres tienen un reflejo fisonómico en rasgos faciales y gestos. La aludida sección recoge numerosas observaciones, relativas al carácter específico de diversos pueblos europeos, donde el excelso pensador demuestra que ni siquiera él logra evitar los estereotipos cuando aborda semejante tema. Particularmente, como era de temer, tratándose de España. Incluso en el caso de Kant, se demostraba que nuestra circunstancia histórica nos determina siempre mucho más poderosamente de cuanto nuestro intelecto sea capaz de oponerle. Dicho lo cual, recalquemos que el sabio de Koenigsberg no tiene responsabilidad alguna en los rumbos nacionalistas que sus sucesores imprimirán a la cuestión en el pensamiento alemán posterior.


 Castillo de la brede, donde vivió Montesquieu

La nueva direccion la iniciará Johann Gottfried Herder (1744-1803). Herder está en el origen del mito del «Volksgeist», «el espíritu de los pueblos», un concepto que va a tener un inmenso éxito histórico, en toda Europa, si bien con particular intensidad en su país de origen, donde va a forjar los cimientos de toda la cultura del siglo XIX. Particularmente importante será, entre los llamados «idealistas» alemanes, el papel de J.G. Fichte (1762-1814), adalid del concepto de «Volkstum», de «cultura nacional», que sembró el germen de todas las posteriores evoluciones y derivas, pero también el del propio Hegel, por no hablar de Schelling, de Schiller y otros nombres famosos, hasta llegar a gente como Wilhelm Von Humboldt (1767-1835) y su «weltansicht», entendida como una «visión del mundo», determinada por las categorías de la lengua y de la cultura. Concepto que dio alas a muchos nacionalismos, que se malinterpretó y sacó de quicio con facilidad pero siguió coleando hasta el propio Heidegger, convencido de que sólo se podía pensar ontológicamente en griego y en alemán. De todos ellos se fueron alimentando de alguna forma, a veces directa, a veces torticera, los ideólogos del pangermanismo cuya deriva paulatina terminó prendiendo fuego a la Europa  de la primera mitad del siglo XX. Por todo ello entenderemos que fuesen los alemanes los primeros en intentar establecer los fundamentos de una sicología de los pueblos, una «völkerpsychologie» en tanto que variante particular de la sicología general, a la que se proponían dar un estatuto científico. Entre los últimos decenios del Siglo XIX y el principio del siglo XX verá la luz una plétora de libros ambiciosos cuya pretensión era la de fundar una auténtica ciencia del conocimiento de los pueblos y de sus características nacionales. Todo ello dentro del auge que conocían en Alemania las llamadas Ciencias de la Cultura (Kulturwissenschaft). El olvido en que han caído se ha llevado asimismo el recuerdo del enorme impacto que tuvieron hasta la Segunda Guerra Mundial. Conocidos son los nombres de Lazarus, Steinthal y sobre todo Wilhelm Wundt (1832-1920), cuya Völkerpsychologie, publicada en 1911 tuvo amplísima repercusión.

 J. G. Herder

Pero, entretanto, Francia no se había quedado a la zaga y se había convertido muy pronto a aquella pasión alemana. La razón hay que buscarla en el impacto de la inesperada derrota de 1871 frente a aquella Prusia, tantas veces humillada por Napoleón I. Confiada en las glorias del pasado y adormecida en su nueva prosperidad burguesa, la prosaica Francia del sobrino Napoleón III - “el pequeño” como lo rebajaba Víctor Hugo- no supo ver el vertiginoso proceso de modernización y toma de conciencia nacional que, bajo la batuta de Bismarck, estaba transformando los pueblos del otro lado del Rin. La eficacia de los  nuevos cañones rayados de la casa Krupp provocó un terremoto en las conciencias francesas. La reacción en los ambientes intelectuales, fue tal vez propia -al fin y al cabo es el objeto de este trabajo- de cierto rasgo del «carácter francés» tan propenso a pasar de la soberbia y la autosatisfacción al más extremo masoquismo, sin solución de continuidad. Se consideró que la culpa de la derrota se debía a la nueva superioridad de la universidad y la ciencia alemanas que se habían desarrollado con gran fuerza y originalidad mientras en la corte imperial de Compiègne, crinolinas y cabezas de chorlito, la emperatriz Eugenia de Montijo y sus amigas giraban al compás de los valses de Offenbach. Los estudiantes y universitarios franceses tomaron en masa el camino de Leipzig de donde trajeron, entre otras muchas tendencias, la afición por la psicología de los pueblos. Afición reforzada por el desconcierto y los cuestionamientos  provocados por la derrota, cuyas causas muchos intentaron buscar en algunas «fallas estructurales» del carácter francés. Esta actitud anticipaba, como no se les habrá escapado, el examen de conciencia llevado a cabo en España, de forma todavía más radical, por la Generación del 98 tras la desastrosa guerra hispanoamericana y la pérdida de Cuba.

 W. von Humboldt

Así es como Gustave Le Bon (1841-1931), eminente discípulo de Wundt, publicaba, ya en 1894, sus  «Leyes psicológicas de la evolución de los pueblos». En 1898 veían la luz los «Estudios de psicología social», de Gabriel Tarde y la « Psicología del pueblo francés» de Alfred Fouillée y, en 1901, «La psicología étnica» de Letourneau. Estos libros son particularmente representativos de lo que podríamos llamar la ideología de transición entre los siglos XIX y el XX. Ideología que podría quedar reflejada a través del lema que figura en la bandera de Brasil, «Orden y Progreso», el cual invoca, como sabrán, el eco de las tesis de Auguste Comte (1798-1857) y del positivismo científico. Caracterizaba esta ideología su tono demostrativo; la convicción, sin fundamento, de que el material que utilizaban tenía base empírica y científica; la voluntad de recurrir a nuevas teorías, dudosas y precarias, como la antropometría, o precipitadamente leídas y mal entendidas, como en el caso del darwinismo incipiente. Aquella literatura quedó perjudicada, en demasiadas ocasiones, por la obsesión cientificista y sus apresuradas pretensiones de borrar imprudentemente las fronteras entre ciencias exactas y ciencias humanas.

Eugenia de Montijo
Daguerrotipo, 1865