lunes, 27 de agosto de 2018

Españoles y Franceses: Un turbulento ayer, un presente mohíno, un improbable futuro Capítulo 7


CAPÍTULO 7  (de 26)


[Este trabajo constituye la refundición de un artículo publicado en 2015

 en el N.º 28 de la revista «Encuentros en Catay»

 Julio Caro Baroja en la biblioteca del caserío de Itzea


Jean Juan Palette-Cazajus

7. Julio Caro Baroja, el escepticismo y la lucidez

Por todo ello es hora de aludir a un trabajo algo olvidado de un gran historiador, etnógrafo, polígrafo, dibujante, cuya impronta en la segunda mitad del siglo XX fue notable. Hablo del estupendo Julio Caro Baroja (1914-1995) que publicara en 1970 «El mito del carácter nacional, meditaciones a contrapelo». El sobrino de Don Pío había heredado toda la sorna y el escepticismo del linaje barojiano y el título enuncia sin ambages la postura adoptada frente al problema que nos tiene  en vilo. Como sabe quien conozca la obra, su autor no diserta sobre el tema, propiamente dicho. Tal vez para evitarse problemas con un régimen político que, próximo a su final, seguía rigiéndose por una definición, bastante fantaseada y discutible, del país y de su historia. El texto se podría resumir como un catálogo comentado y razonado de la bibliografía sobre el tema hasta la Guerra civil.

Empezando con el «Libro de Aleixandre», a principios del siglo XIII:

          «Los pueblos Despanna (sic) muchos son ligeros,
          Parecen los franceses valientes caballeros…
          Engleses son fremosos de falços corazones,
          Lombardos cobdiciosos, alemanes fellones».

 
 Estatua yacente de Du Guesclin
Basílica de Saint Denis

No es casualidad que aquellos fueran los tiempos de Blanca de Castilla (1188 - 1252), esposa primero, luego viuda de Luis VIII de Francia, regenta del Reino durante la minoría de su hijo el futuro San Luis.  La abuela de Blanca, no era otra que la famosa Leonor de Aquitania (1122 – 1204), cuya boda con el monarca inglés Enrique II a quien aportase su inmenso ducado, había provocado ya los primeros encontronazos entre franceses, aliados de Castilla, e ingleses. Resumiendo: vemos que ya en el siglo XIII los juicios que los pueblos emiten unos sobre otros están lógicamente mediatizados por la contingencia histórica y en aquella época las circunstancias propiciaban cierta francofilia castellana.

Que irá perdurando como se verá, a raíz de las vicisitudes de la primera guerra civil castellana (1366 – 1369), donde intervienen franceses e ingleses. Constituye, para los historiadores, un claro episodio de la Guerra de los Cien Años la sangrienta batalla de Nájera, en 1367. En ella caerá prisionero del Príncipe Negro, Bertrand Du Guesclin, tan feo y contrahecho como recio, valiente y astuto. Fue en esta ocasión cuando dijo, como nos enseñaban de críos, en el colegio: “Todas las mujeres de Francia hilarán con su rueca para pagar mi rescate”. El caudillo bretón participará luego, de forma más o menos legendaria, en la muerte de Pedro I, “el Justiciero” para unos, “El Cruel” para otros, tras la batalla de Montiel, en 1369. Ya recordarán aquello de «Ni quito ni pongo rey....». Agradecida, la dinastía Trastamara mantiene la alianza con Francia, razón por la cual allí se encuentra, a principios del siglo XV, practicando el corso contra los ingleses, el alférez Gutiérrez Díaz de Games (1379 - 1450), al servicio de Don Pero Niño de quien relatará más tarde las hazañas en el famoso «Victorial», o «Crónica de Don Pero Niño». Las efusiones francófilas del valiente alférez merecen un breve alto en el camino, ya que, a partir de entonces, las opiniones sobre los franceses tenderán, como mínimo, a ser más mitigadas y en este aspecto, como diría un castizo: “¡Hasta hoy!”: «Los franceses son noble nación de gente; son savios e muy entendidos e discretos en todas las cosas […] son muy gentiles […] son francos e dadivosos […]son muy corteses e graziosos en su fablar […] son muy alegres…». ¡Para qué quieres más, Tomás! Para remate, los ingleses, ellos, entre otras cosas, «non an amor a ninguna nación».

 
 Sargento de los Tercios

Al hilo de las preguntas inducidas por las opiniones de Monsieur Fouillée, hemos aludido a la tradición pesimista española, cuyos referentes nos enumera puntualmente Caro  Baroja. El polígrafo vasco llama nuestra atención sobre un tipo de pesimismo, no sólo antropológico, sino también «fisiográfico» en general: malos son los hombres y mala la tierra. Al fin y al cabo lo que venía glosando Unamuno en espléndido artículo publicado en el diario “Ahora” del 22 de agosto de 1933 bajo el luego tan manoseado título de «País, paisaje y paisanaje»”. Notemos de paso que el “paisanaje” dolorosamente aludido en el título no se refería al español sino, muy concretamente, al paisanaje vasco y “bizkaitarrista” o nacionalista, del autor. Pero para Julio Caro Baroja -otro vasco– uno de los representantes más conspicuos de tal pesimismo “fisiográfico” era el gran geólogo Lucas Mallada, autor de «Los males de la patria y la futura revolución española, consideraciones generales acerca de sus causas y efectos», publicado en 1890. En las  páginas previas, Caro Baroja se dedica a un repaso escrupuloso de numerosos autores de los siglos anteriores, de cuya lectura se desprende que las opiniones de Fouillée no hacían sino “reciclar”, como ahora se dice, buena parte del tradicional acervo de opiniones sobre España y los españoles acumuladas, en Francia y otros países, a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII.

 
 Lucas Mallada

Llama nuestra atención Caro Baroja sobre un libro publicado en 1927, «Ideas de los españoles del siglo XVII», obra de Miguel Herrero García, de quien nos dice que fue profesor suyo de latín, a quien califica de extrema derecha y considera eminente representante de aquella escuela -por cierto aún vigente-  empeñada en determinar no tanto quienes son los españoles sino lo que «deben» opinar de sí mismos. Mientras Fouillée aparece como “etnicista”, Herrero García sería él un “esencialista” cultural. Considera, como muchos antes que él y unos cuantos todavía ahora, que la «ideología española» cristalizó durante el reinado de Felipe II y -quiere creer el autor- se ha ido manteniendo naturalmente hasta la fecha. Y caso de que no fuese así, debe mantenerse en el presente. Según este presupuesto, los españoles son: «sobrios, valientes, veraces, arrogantes, corteses, agradecidos, hospitalarios, pecan de soberbios, poco aficionados a oficios y trabajos, coléricos y sin gran simpatía mutua».

 Antes de intentar cualquier comentario, resultará particularmente interesante comparar el listado de Herrero García con la opinión que le merecían asimismo los españoles al escritor francés Jean-Louis Guez de Balzac (1597-1654), gran reformador de la prosa gala y buen conocedor de la lengua española : «nobles de alma, valientes, amantes de su patria, servidores de sus principios, obstinados y sobrios pero de orgullo insoportable, despreciadores de las demás naciones, opresores y contrarios a la libertad  ajena. Sobre esto vagos e hinchados». Estaremos de acuerdo en que poca es, asombrosamente, la distancia entre quien  propone aparentemente un modelo de la “españolidad” y quien era un adversario, un autor francés que se proclamaba a sí mismo más enemigo de la dinastía de los Austrias que de la propia nación española.

 
 Madame d'Aulnoy
Relación del viaje a España

He hablado de «adversario», no de «enemigo». Muy pocos de los incontables autores franceses que han hablado de los españoles en aquel período adopta el tono de la franca enemistad. A veces hay sarcasmo, casi siempre cierta distante ironía. Pero cierto tipo de condescendencia gabacha a la que son particularmente alérgicos los españoles, no aparecerá hasta el siglo XVIII. Ninguno ha dejado de reconocerles, loándolo o censurándolo, el sentido del honor, el orgullo de linaje. No hallaremos jamás en aquellos comentarios franceses nada parecido, ni de lejos, a la asombrosa animadversión que caracteriza la literatura antialemana surgida con motivo del primer conflicto mundial. Se llegó al ridículo extremo, un ejemplo entre mil, de atribuirles a los germanos un volumen de producción excrementicia superior al peso medio civilizado; a más de nauseabundos olores corporales. Los alemanes, por su parte, tampoco se quedaron cortos, bien se lo pueden imaginar. En este caso se trataba claramente de odio.

Nada parecido en la literatura que nos interesa. «La relación del Viaje a España» de la, tan famosa como fantástica y aventurera, Condesa Marie-Catherine d'Aulnoy (1651 – 1705), han levantado a veces ampollas en la tradicional susceptibilidad española. Muy injustamente me parece; si bien es cierto que el tono general de sus comentarios es, lógicamente etnocentrista y con frecuencia esperadamente chauvinista, no es menos cierto que sus testimonios reflejan fascinación, cuando no admiración por aquella, sin duda particular y exótica corte de los Austrias fenecientes: «Todas estaban sentadas sobre almohadones, con las piernas cruzadas por debajo del vestido, antigua costumbre que han heredado de los moros[...] me senté con mayor comodidad junto a un brasero de plata, donde ardían huesos de aceituna, para evitar el tufo del carbón. Allí estaban acurrucadas seis o siete señoras, y cuando llegaba nueva visita, la enana o el enano se adelantaban para anunciarla, con una rodilla hincada en el suelo. […] Cuando las españolas andan parecen que vuelan; en cien años no aprenderíamos nosotras ese modo de andar. Aprietan los codos contra el cuerpo y corren sin levantar los pies del suelo, como quien resbala

Quienes escriben aquellos relatos suelen ser de procedencia aristocrática, cortesana o letrada. Pero, según pasan las generaciones, se “democratiza” algo la procedencia social de los viajeros al paso que cambian los valores sociales. Las sociedades europeas, la inglesa antes que la francesa, empiezan a valorar el trabajo, el bienestar, la civilidad. La sociedad española, mientras, se va enquistando en sus valores. El reproche de pereza y de desprecio por los oficios "mecánicos", como se decía, se volverá entonces recurrente, y se hará frecuente el retrato del hidalgo tan "vago" como "hinchado" que decía Guez de Balzac. Pero, al fin y al cabo, no otra cosa nos dice el propio Herrero García, poco sospechoso de autoflagelación, cuando retrata a los españoles como «poco aficionados a oficios y trabajos». Ciertamente, la opinión europea consideraba generalmente la España del siglo XVIII como un país, extenuado, inerte, decadente. El caso es que no hay más remedio que admitir que muchos escritores españoles de la época parecían compartir semejante criterio.

 
Dama del abanico
Velázquez