Burgos
Iglesia de San Cosme y San Damián
Jean Juan Palette-Cazajus
Y entonces me estuve acordando de que muchos de los que se proclaman “católicos” con cierta vehemencia, sorprendentemente no suelen definirse como “cristianos”. Tal vez porque siguen considerando con suspicacia las otras ramas del cristianismo, las variadas “ortodoxias” y los múltiples “protestantismos”, contemplándolas todavía algunos como “heréticas”, los otros al menos como “desviantes”. También porque detrás de su proclamado catolicismo subyace una concepción muy determinada de la sociedad y de sus valores. Concepción de la que, sin duda con excesivo atrevimiento, me atrevería a pensar que suele ser bastante más política que atenta a la naturaleza real de los “valores cristianos”.
Estas y otras divagaciones ocupaban mi cabeza durante el largo funeral de Don C. C., padre de mi entrañable amiga A. -mejor convendría decir hermana- hace ya tres semanas en la bellísima iglesia burgalesa de San Cosme y San Damián. Creo acordarme que tanto él como su viuda, admirable de entereza, usaban, para definirse, la palabra “cristianos” antes que la de “católicos”. Lo eran de misa diaria. Fueron, creo, 64 años de un matrimonio guiado por un espontáneo sentido de la humanidad, de la dignidad y de la generosidad. Profundamente fieles a lo que consideraban los valores de su fe, aceptaban con lucidez y ecuanimidad evoluciones del mundo que en muchos casos disentían de sus creencias. Tanto Don C. como su viuda habían sido maestros nacionales y los antiguos alumnos agradecidos a la calidad de su enseñanza abarrotaban las naves del templo gótico así como las numerosas personas que habían disfrutado de su calidad y calidez humana.
Estas y otras divagaciones ocupaban mi cabeza durante el largo funeral de Don C. C., padre de mi entrañable amiga A. -mejor convendría decir hermana- hace ya tres semanas en la bellísima iglesia burgalesa de San Cosme y San Damián. Creo acordarme que tanto él como su viuda, admirable de entereza, usaban, para definirse, la palabra “cristianos” antes que la de “católicos”. Lo eran de misa diaria. Fueron, creo, 64 años de un matrimonio guiado por un espontáneo sentido de la humanidad, de la dignidad y de la generosidad. Profundamente fieles a lo que consideraban los valores de su fe, aceptaban con lucidez y ecuanimidad evoluciones del mundo que en muchos casos disentían de sus creencias. Tanto Don C. como su viuda habían sido maestros nacionales y los antiguos alumnos agradecidos a la calidad de su enseñanza abarrotaban las naves del templo gótico así como las numerosas personas que habían disfrutado de su calidad y calidez humana.
Representación de Cristo
Año 225
Tuve tiempo para oír las numerosas intervenciones que loaban la figura y el recuerdo del finado. Tuve tiempo para pasear la mirada por las crucerías de las naves góticas, los terceletes flamígeros del coro, las columnas salomónicas y las tallas del excepcional retablo barroco. Tuve tiempo para preguntarme por el contenido de lo que me une -estética, historia, a veces valores- y lo que me separa -la simple razón- de aquella cultura. Tuve tiempo para convencerme una vez más , como me ocurriera en anteriores ocasiones, como me ocurrió en sendos funerales de mis padres, que para quienes no conseguimos adherirnos a él, el discurso católico de consolación y salvación exacerba al contrario la percepción de la irreversibilidad trágica de la muerte. Nunca percibo con más intensidad que en un funeral la definición heideggeriana del ser humano como ser-hacia-la-muerte. Frente a tal desesperación fundamental, lo que subsiste tal vez en el ceremonial católico es la dimensión fraternal y la grandeza comunitaria del duelo compartido. Debo admitir que de la misa me emociona hasta los tuétanos el hermoso rito de darse la Paz, y siempre que se produce la ocasión, me avergüenzo de mi torpeza, de mi falta de espontaneidad y de mi ...intrusismo.
Pero tuve tiempo, también, para acordarme del curso sobre historia del Cristianismo (también del Islam) que el muy popular filósofo Michel Onfray está dictando por estas fechas en su «Universidad popular de Caen-Deauville». Nada nuevo ni original está revelando pero ha tenido el enorme mérito de dedicarse a un ingente trabajo de relecturas de las fuentes históricas, labor cuya simple perspectiva siempre me produjo sudores fríos. Onfray nos cuenta la azarosa construcción y fijación de los dogmas cristianos a través de un recorrido por la patrística, por el cenobitismo, por las incontables ramas -una vez cortadas se llamaron herejías- que fueron surgiendo del tronco: marcionismo, docetismo, gnosticismo, pelagianismo, nestorianismo, adopcionismo, atanasianismo, arrianismo, ebionismo, etc, etc. Un recorrido que abarca igualmente la historia de los concilios encargados de conciliar lo inconciliable. Al fin y al cabo nada que no sepamos ya a poco que nos atrevamos a acercarnos al disuasivo -por colosal- acervo de aquella efervescencia inicial. Uno de los méritos de Onfray es su insistencia en recordarnos que en esta profusa construcción del cristianismo, en aquella logorrea inicial, hay un ausente, un convidado de piedra: la propia figura de Cristo. Onfray -y no es el único- no cree en la existencia histórica de Cristo. Sus argumentos me parecen convincentes desde hace tiempo. Las dos citas famosas de Flavio Josefo, en «Las antigüedades judías», las considera ejemplos de interpolaciones practicadas por los monjes copistas de la Edad Media. Concluye que Cristo es una personalidad alegórica construida a partir de personajes reales e históricos de los que no tenemos referencia. En todo caso, en torno a esa figura alegórica cristalizó un mensaje de paz, tolerancia y amor excepcionalmente subversivo y novedoso en el contexto judío y mediterráneo de la época, muy imperfectamente recogido, por no decir marginado, en el corpus cristiano sobre todo a partir de la intervención paulina.
Pero tuve tiempo, también, para acordarme del curso sobre historia del Cristianismo (también del Islam) que el muy popular filósofo Michel Onfray está dictando por estas fechas en su «Universidad popular de Caen-Deauville». Nada nuevo ni original está revelando pero ha tenido el enorme mérito de dedicarse a un ingente trabajo de relecturas de las fuentes históricas, labor cuya simple perspectiva siempre me produjo sudores fríos. Onfray nos cuenta la azarosa construcción y fijación de los dogmas cristianos a través de un recorrido por la patrística, por el cenobitismo, por las incontables ramas -una vez cortadas se llamaron herejías- que fueron surgiendo del tronco: marcionismo, docetismo, gnosticismo, pelagianismo, nestorianismo, adopcionismo, atanasianismo, arrianismo, ebionismo, etc, etc. Un recorrido que abarca igualmente la historia de los concilios encargados de conciliar lo inconciliable. Al fin y al cabo nada que no sepamos ya a poco que nos atrevamos a acercarnos al disuasivo -por colosal- acervo de aquella efervescencia inicial. Uno de los méritos de Onfray es su insistencia en recordarnos que en esta profusa construcción del cristianismo, en aquella logorrea inicial, hay un ausente, un convidado de piedra: la propia figura de Cristo. Onfray -y no es el único- no cree en la existencia histórica de Cristo. Sus argumentos me parecen convincentes desde hace tiempo. Las dos citas famosas de Flavio Josefo, en «Las antigüedades judías», las considera ejemplos de interpolaciones practicadas por los monjes copistas de la Edad Media. Concluye que Cristo es una personalidad alegórica construida a partir de personajes reales e históricos de los que no tenemos referencia. En todo caso, en torno a esa figura alegórica cristalizó un mensaje de paz, tolerancia y amor excepcionalmente subversivo y novedoso en el contexto judío y mediterráneo de la época, muy imperfectamente recogido, por no decir marginado, en el corpus cristiano sobre todo a partir de la intervención paulina.
Caravaggio
La conversión de San Pablo
Poco le falta a Onfray para adherirse a las tesis según las cuales el cristianismo, en realidad debería de llamarse “paulinismo”. Ni es el primero ni es el único en decirlo o escribirlo. A Pablo de Tarso le achaca el odio al cuerpo y el miedo a la sexualidad del cristianismo tradicional, el sometimiento a los poderes del estado, el inicio del recurso a la intolerancia y a la violencia para controlar los creyentes y convertir a los paganos, así como la fundamentación de la Iglesia como poderosa institución de control. Nada de todo esto es novedoso y ha dado lugar a muchos miles de páginas. Tampoco se busque propósito polémico por mi parte sobre un tema que me resulta muy deficientemente conocido. Con todo, lo que también ocupaba mi cabeza, entre las naves de luminosa piedra de Hontoria de la Cantera y más allá del catolicismo paulino, era el milagro de la persistencia en el corazón de creyentes como los padres de mi amiga, de la pureza, calidad y generosidad del mensaje crístico inicial.
Onfray recuerda, con razón, que hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), el catolicismo seguía siendo un puro producto postridentino (1563), vertiginosamente desgajado de las infinitas moliendas que surgieran a lo largo de la historia anterior. El dogma de la Inmaculada Concepción se proclama en 1854 y la Infalibilidad del papa en 1870. El señor Darwin había escrito «El origen de las especies» en 1859 y Sigmund Freud tenía entonces 14 años. Tan tardías derivas fueron las reacciones desesperadas de una Iglesia desbordada por la propia Historia que había contribuido a crear. Porque Pablo de Tarso fue el incansable propagandista de la Parusía, la segunda venida de Cristo, y uno de los máximos fundadores de la escatología cristiana. Y así fuimos olvidando que para los filósofos antiguos como para la casi totalidad de las culturas humanas el tiempo era cíclico. Es la espera de la Parusía y la construcción de las escatologías cristianas las que terminaron constituyendo el Occidente cristiano como la cultura de la Historia, la cultura de la creencia en el eje del tiempo. Fue una forma revolucionaria de inscribirse en la duración que dinamitó los viejos ciclos de vida y dinamizó de forma impredecible toda la producción de nuestras mentes, cultural o instrumental.
Nuestro proceso de constitución en seres históricos engendró nuestras mayores felicidades y nuestras mayores desgracias. Aunque solo fuese porque antes de la Historia los hombres no solían ser ni felices ni desgraciados. Eran simplemente determinados por la fatalidad. Hoy, para los ateos como para los creyentes, no parece próximo el advenimiento de otro posible concepto del tiempo susceptible de regir diferentemente el curso de nuestras vidas. Por esto debemos considerar que todas las utopías sociales, cualesquiera que sean, que fueron surgiendo a lo largo de los últimos siglos, marcadas por la escatología y el mesianismo salvífico fueron producidas por lo que no hay más remedio que considerar tardías modalidades de sectas cristianas. Una religión es una secta que ha triunfado. El comunismo casi lo consigue. Y así “Podemos” es la última secta cristiana surgida en España. Todas las sectas salvíficas que han intentado históricamente repatriar a la Tierra la escatología ultraterrena lo han hecho según los modelos paulinos: la obsesión por el “Hombre nuevo”, incluso al precio de la coacción, la división de la humanidad entre elegidos y condenados, el control férreo de la sociedad por una comunidad perseguida que pasa a ser perseguidora.
Sin duda habría que pensar que toda ética humana es espontaneidad inmediata y toda escatología torcido cálculo, pero la misteriosa persistencia de seres humanos portadores admirables de puros valores crísticos, como en el caso de los padres de mi amiga, me resultará por todo ello, siempre profundamente perturbadora.
Onfray recuerda, con razón, que hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), el catolicismo seguía siendo un puro producto postridentino (1563), vertiginosamente desgajado de las infinitas moliendas que surgieran a lo largo de la historia anterior. El dogma de la Inmaculada Concepción se proclama en 1854 y la Infalibilidad del papa en 1870. El señor Darwin había escrito «El origen de las especies» en 1859 y Sigmund Freud tenía entonces 14 años. Tan tardías derivas fueron las reacciones desesperadas de una Iglesia desbordada por la propia Historia que había contribuido a crear. Porque Pablo de Tarso fue el incansable propagandista de la Parusía, la segunda venida de Cristo, y uno de los máximos fundadores de la escatología cristiana. Y así fuimos olvidando que para los filósofos antiguos como para la casi totalidad de las culturas humanas el tiempo era cíclico. Es la espera de la Parusía y la construcción de las escatologías cristianas las que terminaron constituyendo el Occidente cristiano como la cultura de la Historia, la cultura de la creencia en el eje del tiempo. Fue una forma revolucionaria de inscribirse en la duración que dinamitó los viejos ciclos de vida y dinamizó de forma impredecible toda la producción de nuestras mentes, cultural o instrumental.
Nuestro proceso de constitución en seres históricos engendró nuestras mayores felicidades y nuestras mayores desgracias. Aunque solo fuese porque antes de la Historia los hombres no solían ser ni felices ni desgraciados. Eran simplemente determinados por la fatalidad. Hoy, para los ateos como para los creyentes, no parece próximo el advenimiento de otro posible concepto del tiempo susceptible de regir diferentemente el curso de nuestras vidas. Por esto debemos considerar que todas las utopías sociales, cualesquiera que sean, que fueron surgiendo a lo largo de los últimos siglos, marcadas por la escatología y el mesianismo salvífico fueron producidas por lo que no hay más remedio que considerar tardías modalidades de sectas cristianas. Una religión es una secta que ha triunfado. El comunismo casi lo consigue. Y así “Podemos” es la última secta cristiana surgida en España. Todas las sectas salvíficas que han intentado históricamente repatriar a la Tierra la escatología ultraterrena lo han hecho según los modelos paulinos: la obsesión por el “Hombre nuevo”, incluso al precio de la coacción, la división de la humanidad entre elegidos y condenados, el control férreo de la sociedad por una comunidad perseguida que pasa a ser perseguidora.
Sin duda habría que pensar que toda ética humana es espontaneidad inmediata y toda escatología torcido cálculo, pero la misteriosa persistencia de seres humanos portadores admirables de puros valores crísticos, como en el caso de los padres de mi amiga, me resultará por todo ello, siempre profundamente perturbadora.
El filósofo Michel Onfray