martes, 17 de octubre de 2017

La venada

Marañón, Ortega y Ayala
De la Agrupación al servicio de la República a la Agrupación al servicio de las Rectificaciones


Ignacio Ruiz Quintano
Abc

Ortega es un gran escritor y un pésimo político que de la Agrupación al servicio de la República pasa a la Agrupación al servicio de las Rectificaciones. “No es esto, no es esto”, dice en diciembre del 31. Y en mayo del 32 echa en las Cortes su discurso de Cataluña (de “Delenda est Monarchia!” a “Delenda est Hispania!”), un problema, el problema catalán, que no se puede resolver: “Sólo se puede conllevar”.

Es un caso corriente de nacionalismo particularista: un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, que se apodera de un pueblo y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos. Mientras unos anhelan integrarse en una gran nación, otros sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, señeros.
El señerismo (¡apartismo!) de Cataluña, “pequeña isla de humanidad arisca”, sería como una venada temperamental.

A mediados del XV, representantes de Cataluña vagan como espectros por las Cortes de España y de Europa buscando algún rey que quiera ser su soberano; pero ninguno acepta alegremente la oferta, porque saben muy bien lo difícil que es la soberanía en Cataluña.
Nada de curar lo incurable, avisa el filósofo (acongojado por la frivolidad con que la República emplea estos vocablos: soberanía, federalismo, autonomía, y se confundían unas cosas con otras, siendo todas ellas muy graves), que aconseja… conllevar, eso sí, sin aceptar nada que pueda parecer amenaza de la soberanía unida, camino que lleva derecho a una catástrofe nacional.

Para Ortega, el resto de españoles son paletos sin experiencia política; para remediarlo, propone montarles autonomías, para que de ese modo no envidien la autonomía catalana.

Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos: un Estado en buena ventura los desnutre y los reabsorbe. 
Ante la venada temperamental de Cataluña se han probado todos los enjuagues, menos el único que funciona desde Roma: la aplicación, como a todo el mundo, de la ley.