Francia: lenguas y dialectos en 1789
Jean Palette-Cazajus
El pasado 4 de octubre, hablábamos, muy sucintamente, de las consecuencias históricas de la batalla de Muret, en 1213, cerca de Toulouse. Las huestes coaligadas de Pedro II de Aragón y de Raimundo VI de Toulouse fueron derrotadas por Simón de Monfort, caudillo de las mesnadas venidas de “Francia”, es decir, grosso modo, el norte del país hoy así llamado. La batalla se producía en el marco de la llamada Cruzada contra los Albigenses. Pero detrás de la Cruzada latían ambiciones geopolíticas cuyas consecuencias, quise explicar, se hacen sentir hasta los difíciles días de hoy. De la posibilidad de un reino catalán-occitano, en ambos lados del Pirineo, que podría haber condicionado el devenir de las entidades llamadas hoy España y Francia, se llegó a una situación muy contrastada: Cataluña, subsumida en la Corona de Aragón encontró el camino de su “especiación” histórica a través de la reconquista peninsular y posteriormente la asombrosa aventura mediterránea culminada durante el reinado de Alfonso V el Magnánimo (1416-1458). El Condado de Toulouse, que en los meridionales territorios de lengua de Oc podría haber desempeñado un similar papel protagonista, iba a quedar primero desmembrado y luego anexionado, en 1271, por la monarquía francesa.
Posteriormente, durante la Guerra de los Cien Años, los territorios de la Occitania lingüística quedaron divididos durante generaciones entre súbditos del Rey de Inglaterra y del Rey de Francia. Todo contribuía a la imposibilidad de construcción de una entidad política meridional. Entiendo que las vicisitudes francesas no tienen por qué interesar a unos españoles harto preocupados, hoy, con lo suyo, pero siempre he creído en los beneficios de la “mirada alejada” cara al maestro Lévi Strauss, para entender lo inmediato, y en la consiguiente eficacia del método comparativo.
Sobre la necesidad de aniquilar los dialectos
Cuando llegó la Revolución, Francia era un mosaico de lenguas y dialectos (Mapa 1) y sólo una minoría hablaba el “buen” francés, el de la Corte. Oigan a Bertrand Barère de Vieuzac, unos de los protagonistas de aquellos acontecimientos: “¡Cuántos gastos no habremos hecho para traducir las leyes de las dos primeras asambleas nacionales a los diversos idiomas de Francia! ¡Como si fuese nuestro papel mantener estas jergas bárbaras, estos idiomas groseros que sólo pueden favorecer a los fanáticos y los contrarrevolucionarios!”. En 1794, el Abad Grégoire, católico, masón y revolucionario, tras larga y laboriosa encuesta, publica su “Informe sobre la necesidad y los medios para aniquilar los dialectos y universalizar la lengua francesa”. Según él, sobre 28 millones de habitantes, sólo tres hablaban el francés con “pureza”; seis millones lo hacían con torpeza y otros seis no lo hablaban en absoluto (Vascos, Catalanes, Bretones, corsos, Alsacianos, flamencos, muchos occitanos y provenzales, etc.). Otros datos hablan de un 50% de desconocedores del francés por un 12/13% que lo hablaban bien. El 28 Prairial, Año II (16 de junio de 1794) dice un decreto de la Convención: “En una República Una e Indivisible, la lengua debe ser Una. La variedad de dialectos es un federalismo que hay que romper enteramente”.
Todavía en 1863, una estadística afirmaba que 7,5 millones de franceses (de un total de 38) seguían sin hablar la lengua nacional. Y muchas fueron las voces que se levantaron tras la desastrosa guerra contra Prusia (1870-1871) para achacar la derrota a la pésima comprensión del francés por parte de muchos reclutas. La definitiva universalización de la lengua francesa se debe a la escuela pública, laica, gratuita y obligatoria instaurada a partir de 1881 por la Tercera República y a la labor abnegada de los llamados “húsares negros de la República”. Quienes así fueron apodados por retóricos literatos no llevaban sable de caballería, sólo eran los maestros de escuela con su prosaica bata negra. Los maestros que a mí me enseñaron, eran probablemente los últimos herederos de aquellos “húsares negros”, si bien su bata ya era gris. Como un signo premonitorio de la decadencia de tan admirable institución.
Unité, Indivisibilité de la République
La Revolución francesa fue un cataclismo. Ni sus protagonistas más conspicuos se pudieron permitir el lujo de hablar de ella en primera persona. Arrolló, manipuló, cambió y determinó definitivamente tanto a sus partidarios como a sus enemigos. Tan absurdo resulta decir que sólo fue una catástrofe telúrica como exhibirla como un regalo de la providencia y del “sentido” de la historia. La historia carece evidentemente de sentido. Sus vicisitudes pertenecen a la realidad de los accidentes. Si comparamos la Revolución francesa a una central nuclear es evidente que el reactor estaba en París. Los ecos que le llegarían de tantos acontecimientos, digamos a un campesino bearnés, poco más que analfabeto y desconocedor del francés, serían vagos y borrosos. Pero también le llegó la noticia de la abolición de los privilegios estamentales. Convendría mejor hablar, de una vez por todas, de sociedad de castas en el sentido indio, para referirnos a la realidad de aquellas vivencias. Pero también quedó proclamado el abstracto concepto de igualdad fundamental de los individuos. Era una asombrosa novedad, pero la metabolizaron inmediatamente muchas conciencias de Hendaya a Dunkerque. Pero también se impuso con rapidez, en Perpiñan como en Estrasburgo, la percepción de la Nación, como Una e Indivisible, una conciencia ya no vertical y descendente, del rey abajo, sino horizontal y ascendente, del pueblo arriba.
Claro que la realidad profunda fue más compleja y contradictoria. El mejor ejemplo fue la terrible guerra civil llamada de Vendée (1793-1796). Iniciada en aquella pequeña provincia al sur de Bretaña, su extensión geográfica correspondió en realidad al territorio histórico del antiguo ducado bretón. Opuso oficialmente “blancos” (católicos y monárquicos) y “azules” (republicanos). El resultado fue de unos 200 000 muertos, de ellos 25 000 a 35 000 republicanos. Las llamadas “columnas infernales” del ejército revolucionario, así bautizadas por los propios documentos gubernativos, se cebaron con la población civil, mujeres y niños. Algunos historiadores hablan de genocidio. Digamos, simplificando demasiado, que los insurrectos defendían el orden social tradicional. Sin duda era latente, detrás del conflicto, la especificidad bretona. No fue reivindicada en ningún momento.
El pueblo que tiene las mejores escuelas es el mejor pueblo
Como se lo pueden imaginar, la política lingüística de la Tercera República (1871-1940) suele ser calificada por los nacionalistas periféricos de “represiva”, cuando no de “colonial”. Pero la inmensa mayoría de los padres y de los hijos la vivieron como la milagrosa puerta abierta al porvenir. Así, la pobreza y el atraso de Bretaña eran legendarios. Las poblaciones rurales vivían sometidas a una iglesia retrógrada. Ésta siempre defendió, hasta la Segunda Guerra Mundial, tanto el particularismo cultural como la práctica del bretón que garantizaban la perennidad de su control sobre las almas. En los púlpitos se denunciaba la escuela pública como “escuela del diablo”. El escaso impacto del nacionalismo bretón se debe en gran parte al recuerdo consciente de aquel atraso secular, comparado con la situación actual, una de las más satisfactorias de Francia. Por su parte, lejos de Bretaña, en el Bearn, mi abuelo paterno mandaba cartas desde el frente de 1914-18, con una calidad ortográfica casi impensable en los patéticos pupilos de la actual y malherida escuela pública. Hablaba luego en bearnés con su esposa e hijos. En francés, sólo con sus nietos para demostrar que podía hacerlo.
Podemos decir que la política lingüística de la Tercera República correspondió a lo que Germá Bel, eminente cabeza económica de “Junts pel Sí” llamaría “submersión lingüística”, cuyo objetivo, dice, es «la asimilación a la lengua mayoritaria, y la pérdida de la propia lengua y cultura». Él defiende, teóricamente, el sistema opuesto, el de la “inmersión” supuestamente destinado a favorecer el bilingüismo y “fomentar actitudes de respeto hacia ambas lenguas”. Sólo que hay motivos para pensar que, en Cataluña, tal política es cada vez más la de una “submersión” encubierta. Las citas figuran en un libro de 2013 cuyo título, por otra parte, es edificante: “Anatomía de un desencuentro. La Cataluña que es y la España que no pudo ser”. El caso es que si la política lingüística de generalización del francés pretendía y consiguió unir y dinamizar comunidades aisladas y estancadas, la política catalana tiene el objetivo confeso de separarlas. Admito que esta afirmación sea discutible. Ninguna nación puede presumir de una verdad de esencia. Todas son producto de la contingencia. De lo que fue y de lo que no pudo ser, de lo que fue pero pudiese o debiese haber sido de otro modo, de lo que fue apareciendo y de lo que anda desapareciendo. Referida a la escala de los tiempos evolutivos, la vida de las naciones solo habrá sido un poco más larga que la de sus naturales. Los ciudadanos de las grandes naciones europeas hemos apostado ciegamente por un inexorable proceso de desconstrucción de nuestras identidades históricas. Somos hijos de demasiadas tragedias. La anomalía de la reconstrucción separatista, en cambio, es impensable sin un concepto posmoderno y cinematográfico del tiempo: nos están imponiendo la “speedy” historia, pura rapidez e intensidad de las sensaciones pasajeras. La realidad cotidiana del culebrón catalán es la historia vista a través del smartphone. Pero detrás, subyace la rendición del intelecto ante la fascinación regresiva por el calor del viejo clan primitivo.
Frédéric Mistral
En la Revolución francesa triunfaron los jacobinos unitarios. Podían haber triunfado los llamados “Girondinos” que defendían una visión de tipo “federalista”. Acabaron todos guillotinados. Del federalismo sabían vaguedades que venían de la reciente independencia americana a la que Francia, para fastidiar a Inglaterra, había contribuido poderosamente. Soñaban, más o menos, con armonizar la Francia de la monarquía con las ideas de las Luces. Entre ellos había desde republicanos moderados a partidarios de una monarquía de tipo británico. Nadie es capaz de imaginar qué tipo de Francia hubiese surgido de su modelo, pero cabe pensar que el país sería hoy muy distinto. El último movimiento monárquico legitimista y antimoderno de cierta envergadura, en Francia, fue “Acción Francesa” liderada por un intelectual brillante, profundo y contradictorio, Charles Maurras (1868-1952). Enemigo acérrimo de la “abstracción intelectual” fuente de los conceptos republicanos, convencido de la organicidad perenne de la vida de los pueblos, muchos de los aspectos de su pensamiento eran claramente premodernos. Es de suponer que compartiría totalmente las “Reflections on the Revolution in France” de Edmund Burke (1790), aquel paradigma de un tradicionalismo inteligente. Digamos que deseaba para Francia un radical “Estado de las Autonomías”, históricas y culturales, unificado bajo la autoridad de una monarquía tradicionalista y paternal pero severa. Aquello era un disparate, incluso en la Francia inmediatamente anterior a 1939, donde la conciencia monárquica, tanto política como simbólica, estaba casi desaparecida. Maurras era un intelectual brillante pero los militantes de Acción Francesa eran, con demasiada frecuencia, matones bastante impresentables. El régimen del mariscal Pétain (1940-44), nació muy influenciado por las ideas de AF. Llegó a pedir a los franceses que recuperasen “sus particularismos en el seno de sus antiguas provincias” y trató de introducir en la escuela pública el estudio de las “lenguas dialectales”. Pretendían destejer toda la modernidad posterior a 1789. Eso sí, su ardiente nacionalismo tradicionalista lo ejercían bajo la bota nazi. No quisieron ver contradicción alguna.
Intentemos un rápido balance de la Francia “periférica” al salir de la Segunda Guerra Mundial. Procedamos desde el norte en el sentido de las agujas del reloj. Alsacia y el Mosela germanófono se dejarán como caso particular. La parte francesa de Flandes no mostró ninguna tendencia política particularista. Saboya sólo anexionada a Francia desde 1860 era desde hace siglos más francófona que muchas provincias más antiguas. En Niza, anexionada con Saboya y ciudad natal de Giuseppe Garibaldi, hubo que contar con la renuencia de buen número de ciudadanos. Fue ocupada por Mussolini entre 1940 y 1943. Los italianos también ocuparon Córcega entre 1942 y43. En ambos casos no hubo ningún tipo de colaboración por parte de la población local. La Occitania lingüística vivió a partir de 1854 cierto renacimiento (paralelo a “la Renaixença” catalana) alrededor de una original asamblea cultural llamada “Félibrige” cuyos “diputados” los llamados “Felibres”, militantes o escritores, representaban las distintas tierras occitanas. En casa, mi abuelo leía, en francés, “El patriota”, diario republicano y más bien “comecuras”. Mi abuela con la vieja fe de los antepasados, leía, en bearnés, al “felibre” Simin Palay. El movimiento tuvo connotaciones políticas a través del glosado Charles Maurras, provenzal y próximo al Félibrige. Pero ni la figura señera del movimiento, Frédéric Mistral (1830-1914), Premio Nobel de literatura en 1904, por su obra en provenzal, galardón compartido con Echegaray, cedió a ninguna tentación centrífuga. En Bretaña se desarrolló un movimiento independentista muy minoritario, de corte conservador y próximo a los fascismos. Sus miembros colaboraron con los alemanes en la Francia ocupada. Constituyeron una unidad militar, con uniforme SS que no pasó de los 60 miembros. Varios fueron abatidos por la Resistencia. Cabe comparar con los flamencos belgas, con una población equivalente a la de Bretaña, y que aportaron 17 000 soldados al ejército tudesco.
Escuela pública de niñas bretonas, hacia 1900
El caso Alsaciano y el de la Lorena germánica serán siempre muy complejos. En 1914, tras 44 años de anexión al Imperio guillermino, muchos alsacianos y moselanos se iban resignando o habituando a ser alemanes a cuya área cultural pertenecen. Los más francófilos se habían exiliado. Las fotos de noviembre de 1918 muestran una multitud entusiasta saludando en Estrasburgo la entrada de las tropas francesas. También las imágenes de la Diada muestran una multitud entusiasta. Sabemos que muchos más son los que se quedan en casa. Decenas de miles de alemanes que se habían instalado en Alsacia fueron expulsados manu militari. Algo inconcebible hoy. Entre los jóvenes actuales muy pocos hablan el dialecto alsaciano, pero el sentimiento de su particularidad sigue latente como tendremos ocasión de comentar.
Es llamativo una vez más contemplar las evoluciones divergentes de Francia en general y de Cataluña en particular. La historia del catalanismo político es rigurosamente contemporánea de la Tercera República francesa. Sólo que ésta trata de unificar y aquél de diferenciar. En 1882, Valentí Almirall funda el “Centre Catalá” que lleva en germen todas las reivindicaciones actuales. En 1887, Prat de la Riba, Francesc Cambó y Josep Puig i Cadafalch fundan la “Lliga de Catalunya” que solicita “Cortes generales libres e independientes”. De la “Lliga” procede la “Unió catalanista” que aprobará en 1892 las “Bases de Manresa”. Hasta allí se trata de un autonomismo conservador. La arrolladora victoria electoral de “Solidaritat Catalana” en 1907, organización que abarca todo el espectro del catalanismo político, señala el paso al nacionalismo y la definitiva instalación de la grave “cuestión catalana” en la realidad española. Toda esta historia es densa y complicada, pero así llegamos, burla burlando, al fallido proyecto de invasión desde Prats de Molló (Francia) en 1926, por parte de Francesc Maciá. Luego llega la tentativa de proclamación por el mismo, ya líder de la recién creada “Esquerra Republicana de Catalunya”, del “Estat Catalá” el 14 de abril 1931. Hasta la nueva tentativa de lo mismo por Lluis Companys el 6 de octubre de 1934…
O sea, en un asombroso paralelismo contemporáneo, una Francia definitivamente centrípeta y una Cataluña parecida a las centrifugadoras que sirven para adiestrar a los pilotos de cazas. En realidad, nada de todo esto es tan claro ni tan evidente como parece.
Companys proclama el Estat Catalá, 6 de octubre 1934