Tita encadenada
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Cuando dejé Madrid, la alcaldesa Carmena, que no sale en agosto por si la abandonan en la primera gasolinera, estaba talando las acacias de mi acera (no sé si para alquilar los alcorques a los hortelanos perrofláuticos), sin que las baronesas del barrio se encadenaran a ellas como Tita a los plátanos de Gallardón.
Andando por Asturias, se nota que la gente ya no canta como antes su “Tengo de subir al árbol”, y se limita a tararearlo con las campanadas del reloj de la iglesia.
Nadie tenía una explicación, y entonces di con un recorte de periódico sobre los dendritas, el último grito en tendencias.
En el cristianismo primitivo, los dendritas eran unos tipos ebrios de Dios que se subían a un árbol y ahí lo dejaban todo. Los dendritas de ahora son otra cosa: gente, en fin, que dice excitarse sexualmente con un madero, con lo cual ya tenemos un nuevo derecho y, desde luego, un nuevo motivo de orgullo.
El humanismo avanza que es una barbaridad. Estábamos hechos al árbol de los “meos”: a que lo meen a uno, decía Thomas Bernhard, se acostumbra uno con el paso del tiempo, aunque probablemente uno se brinde a hacer de árbol, y vienen los perritos y se mean (pero ningún árbol se muere porque lo meen). Aceptábamos incluso el árbol de los lloros: el de Cortés en la Noche Triste, por ejemplo, aunque el bragado asturiano Alfonso Camín lo negara con una vehemencia que buena falta nos haría hoy.
–Cortés no ha llorado nunca. Ni siquiera en los brazos morenos y ardientes de Doña Marina.
(Esa noche llovía a torrentes, aclaraba Camín, así que no fue Cortés quien lloró, sino el árbol, bajo la lluvia, sobre el casco de Cortés, y de ahí la equivocación histórica para presentar llorando como niño, en lo más culminante de la tragedia, al más grande de los soldados de España.)
Pero lo del árbol de las cópulas es tan nuevo que sólo los psicopedagogos de la Asociación de Sexualidad Educativa (“¡cuidado con las astillas!”) pueden decirnos a dónde nos va a llevar.