viernes, 2 de septiembre de 2016

Agnus Dei Qui Tollis... Introito ((Breve historia de la culpabilidad occidental)


Rapto de Europa
Luis Alberto Lecuna

 (VERSIÓN REVISADA)

Jean Palette-Cazajus

«Porque explicar, en el fondo, equivale a querer disculpar». Enorme fue la que le cayó encima a Manuel Valls, por pronunciar estas palabras en el aniversario de los asesinatos terroristas de enero 2015.

Se lo puso fácil a los muchos investigadores en Ciencias Sociales que le replicaron que ellos no pretendían «disculpar» a nadie, sino solamente «comprender» las cosas. Me imagino que no seré el único en considerar que, efectivamente, la faceta más valiosa de la cultura occidental es la que nos lleva a preferir la comprensión a las creencias ciegas. Pero no es menos cierto que decir en francés «Je te comprends» o, en español, «Yo te comprendo», es también, entre nosotros, una manera de decir «Yo te disculpo». Creo que ocurre así en la mayoría de los idiomas europeos. Pero no lo dudemos, este turbador deslizamiento semántico nos ayuda a entender el teorema medular de la «Culpabilidad» occidental.

Es un teorema que lleva muchos siglos habitando entre nosotros. Lo rastreamos, de manera larvada, en los más variopintos, Montaigne, Las Casas, Spinoza, Rousseau, Schopenhauer, Nietszche, Freud, Schmitt, por citar a unos pocos. Hemos infravalorado el impacto, sobre nuestros psiquismos, de la noción cristiana de Pecado Original. Ciertamente, este teorema se hace más comprensible si asumimos que la llamada cultura occidental fue, también, la primera que trató de someter sus actuaciones a una feroz autocrítica moral, la primera y única en asumir que la ética humana trascendía la identidad de la propia comunidad. Por eso, bien que polucionados por los inevitables egoísmos nacionales, los primeros debates éticos de altísimo vuelo se producen con la conquista española en América.

Melilla
El derecho a Europa

El teorema irrumpe realmente tras la segunda Guerra Mundial y al hilo del proceso de descolonización. En Francia, la obra de Frantz Fanon abre una nueva época. Mulato de la Martinica, lejano descendiente de esclavos, escribe su obra desde la doble piel del colono y el colonizado. Su radicalidad y su impacto abren el grifo de la culpabilización entre los intelectuales. Pero a lo largo de los años sesenta y setenta, época dorada de una militancia tercermundista embelesada por la boina guevarista, es cuando cuaja definitivamente la doble sintomatología europea de la culpabilidad y el arrepentimiento. La que era neurosis crónica de Occidente pasa a ser enfermedad autoinmune, definitiva y definitoria. Aquellos años ven el principio de la emigración masiva desde las antiguas colonias hacia las antiguas metrópolis. Apenas expulsado el colonizador, hay que ir a pedirle el pan en su propia casa. La humillación y el rencor, por más que callados, se hicieron indelebles. La compensación inesperada fue la incautación militante por los excolonizados de los depósitos de armas del enemigo, entiéndase la apropiación del argumentario forjado, contra sí mismo, por el excolonizador.

El resultado ha sido desastroso. Los antiguos colonizados han encontrado una inesperada coartada para desistir de todo retorno autocrítico sobre la propia historia. Han renunciado a considerar toda posibilidad de carencias o de responsabilidades propias en sus actuales situaciones. ¿Para qué, si conocemos el culpable? ¡No para de golpearse el pecho! De hecho el llamado Tercer Mundo y los sectores «progresistas » occidentales se pusieron tácitamente de acuerdo sobre un punto esencial. Las exigencias autocríticas y de ética universal elaboradas secularmente por los europeos debían seguir aplicándose con renovado rigor a su propia historia, mientras las culturas y religiones esencializadas como « víctimas », iban a beneficiar de una moratoria indefinida.

Después de Tintín
El Che en el Congo

Desde entonces, generación tras generación, los descendientes de colonizados nacen conscientes del «Pecado Original» de Occidente y exhiben su «genética» para legitimar su derecho migratorio hacia las antiguas naciones colonizadoras. «Yo también tengo derecho a Europa» le decía al reportero un asaltante a la valla de Melilla. Europa es el Gordo de la lotería que ha tocado a quien no debe. Es la mítica burra del cuento de los hermanos Grimm. Caga monedas de oro, pero la tienen secuestrada y monopolizada unos usurpadores. A cambio, estos deben asumir una doble obligación, la de ofrecer ilimitado asilo y, al mismo tiempo, la de elaborar y proporcionar a sus beneficiarios la munición intelectual con que volar el asilo. Ni el propio Nietzsche hubiese sido capaz de idear tan retorcidos manantiales para el resentimiento.

Somos «la» causa de los problemas de los demás. Y así es como se nos percibe. Pero la causalidad es general y habría que admitir entonces que en algún momento bien podría producirse una inversión de los papeles. Tal posibilidad no conviene a las «víctimas», porque relativizaría nuestra «culpabilidad». Tampoco conviene a los «verdugos», porque nuestra actual «culpabilidad» es la muy paradójica forma revestida por lo que le queda de instinto de supervivencia a la conciencia  occidental de «superioridad».

Rapto de Europa
Botero

Antes expresada mediante los habituales instrumentos de la potencia material y militar, la «superioridad» adopta hoy las formas del «arrepentimiento» y el nihilismo autoinmune. Con tal de seguir siendo los protagonistas, nos significaremos por ser los únicos capaces de autodisolvernos, histórica y culturalmente, en la «Diversidad». Antes se decía «Universalidad». Nacidos de nuestra propia frente como Atenea de la de Zeus, anteponemos los conceptos a nuestra propia existencia. La paradoja requiere una explicación etiológica. Padecemos astenia colectiva e individual, nos puede la atonía resignada. Dicho de otra manera, hemos renunciado a lo que Spinoza llamaba «conatus». Es decir la propensión que tiene toda entidad viva a «perseverar en su ser». Hemos decidido que el nuestro es espurio y caduco. Arrogantes hasta en el suicidio, pensamos que la plenitud del Ser sólo la merece el «Otro». Persuadidos de que la historia ha terminado para nosotros, hemos abjurado de su principio motor, que es la inexorabilidad del conflicto.

Occidente es pues el principio y el fin de la fatal causalidad. Hablando como Aristóteles, somos la «causa eficiente» de todos los males. También somos su «causa final», para seguir con el vocabulario del Estagirita. Para quienes se perciben en nuestro espejo, corroídos por el rencor y el sentimiento de fracaso civilizacional, no habrá descanso hasta romper el espejo. Tal mezcla de dependencia económica, fracaso cultural y poderoso resentimiento es muy generalizada y particularmente explosiva.

El teorema de la culpabilidad occidental se tambalea algo frente a la irracionalidad y la brutalidad de las masacres recientes. No obstante sabemos que cualquiera que sea la magnitud de los crímenes y su inexorable repetición, seguirá teniendo sus valedores. Al fin y al cabo intercambiables, los fanatismos religiosos e ideológicos, obedecen a unas mismas razones «endotélicas». Es decir que su finalidad no consiste tanto en el ideario que los caracteriza como en una función estabilizadora de nuestra interioridad. Reconocer la naturaleza del horror a que estamos confrontados supondría la conmoción de tener que renunciar a la confortable tartufería, a la mullida idea de que nosotros somos los «malos». El ecosistema mental de la Sumisión culpable no está en condiciones de enfrentar semejante trauma. Antes muertos que lúcidos.

Nubarrones sobre Europa