David Adalid
Jean Palette-Cazajus
Creo que era el filósofo británico Alfred Whitehead (1861-1947) el que decía que toda la historia de la filosofía consistía en notas al pie de página de los textos platónicos. Podría considerarse que mis episódicas consideraciones taurinas son notas al pie de página de las peripatéticas lecciones impartidas por J. R. Márquez.
Desde las sombras de mi caverna, comparto, una vez más, sus consideraciones, esta vez sobre la Miurada de clausura.
Sin embargo, en la humilde tablilla de cera donde grabo estas glosas me atrevería a dejar un reparo de envergadura sobre el clamoroso silencio con que Márquez volatiliza el segundo par de Fernando Sánchez al quinto de la tarde. Me veo obligado a ser algo prolijo porque, para mí, aquello fue bastante más que un par de banderillas.
Últimamente, cualquier pretexto es bueno en la Plaza de Madrid para que broten vivas “ostentóreas” a la Patria. No creo que el vocerío más o menos alcoholizado haya contribuido jamás a la grandeza, la continuidad o la unidad de una nación. En cambio el público de ayer sí que demostró, a un nivel más sustancial, un acendrado sentimiento de la continuidad de la historia. Presente en todas las cabezas el grandioso par de David Adalid, pero también el recuerdo de aquella “cuadrilla del arte” que acompañara a Castaño, la afición no concebía irse de la plaza sin presenciar otro gran par, esta vez del alter ego de Adalid, Fernando Sánchez. Y lo soñado, excepcionalmente, terminó por advenir. Pero Fernando clavó a cabeza algo pasada. Tal era el ansia del público, que pasó por alto el “detalle”.
Pero qué decir de la impagable, chulesca, goyesca manera de Fernando de andarle al toro. Qué decir de esa paradójica forma de ir al toro yéndose de él, con pasmosa parsimonia, para clavar después, a la media vuelta con la consiguiente dificultad para “ganarle la cara”. No fueron estos, detalles formales, puramente estéticos. Esto era la obra de un torero sabedor de la historia de su profesión, dispuesto a contribuir a su continuidad y consciente de su propia responsabilidad. El par de Adalid fue heroico; el par de Fernando Sánchez creo que fue histórico.
Cambiemos de tercio. Llevo unos cuantos años intentando, con mejor voluntad que acierto, pensar filosóficamente los toros. Intentando seguir el camino marcado por el gran físico cuántico Heisenberg que consideraba que todo territorio del saber es una vía de acceso a la totalidad. Es decir que creía que pensar los toros era pensar la vida, era pensar la muerte, era pensar la propia sociedad y la propia política. No obstante me voy convenciendo de que he elegido la vía de la facilidad, la del “alivio”, que decimos en jerga táurica.
De lo único imprescindible que hay que saber para entender de toros es de genética. Estoy considerando la posibilidad de matricularme para el próximo curso. Esta decisión la tomé la otra noche, en Casa Leandro, entre cañas y buen jamón, oyendo discurrir al amigo Cucho. Hombre de variados talentos, uno de ellos refinadamente civilizado, me refiero a la cría de canarios canoros. Después de impresionarnos con sus conocimientos sobre cruces, según él extensibles al toro de lidia, acabó de pasmarnos extrayendo de sus bolsillos unas cuartillas con endiablados esquemas de genes, gametos y cromosomas, de una complejidad para mí arcana. Concluí, desengañado, que no somos “naide”.
Pero sabiéndome, lúcidamente, “naide”, me asiste, no obstante el humano derecho a hacer preguntas. Desde que vi toros por primera vez en la adolescencia, me acompaña la pregunta sobre la caída de los toros. Me perturbó ayer esa tendencia a flojear, creo que bastante recurrente, de los Miura. Tengo oído que El Divino Calvo decía que solo hay dos clases de toros: los que pueden y los que no. Puede que el improbable reto entre el hombre y el toro sólo haya sido posible eliminando poco a poco al toro fuerte, ambiental, tal vez, una posible respuesta entre cien, porque cualquier herida, hasta fechas recientes, podía ser letal. Selección negativa que llegaría hasta Zahariche.
También me perturba la veneración con que acogemos la “pureza” virginal en que se mantiene Miura. He leído cosas complicadas, al menos para mis luces, sobre “deriva genética”, sobre la llamada “especiación alopátrica”, que parecen cuestionar bastante los resultados del aislamiento genético. Nuestra reverencia con Miura puede que sea cada vez más caritativamente miope. En fin, lo que hago es preguntar. A mis años todavía no he conseguido jamás la más mínima respuesta a ninguna de mis preguntas.
Terminada la Feria, doy las gracias a los incorruptibles moradores de la Montaña Mágica que, una vez más, me dejaron disfrutar de la proximidad del Olimpo.
Fernando Sánchez