Menores visitando a sus padres presos. 1948
Francisco Javier Gómez Izquierdo
Durante los años noventa y la primera década del siglo XXI, cuando aún los bancos tenían dinero en sus oficinas, las bandas de atracadores contaban un menor en sus filas. El Reglamento no escrito estructuraba a la banda de atracadores -hablamos de bandas hechas en los barrios y patios del talego- conforme al siguiente escalafón: un jefe, que se destacaba por ser el de mejor cabeza; el compi de jefatura, que solía ser bruto y sin sentimientos; un conductor valiente y “espídico” al que no se le pusiera nada por delante; y por último, un menor a ser posible yonqui de algo y un tanto descerebrado.
El “Legüi” fumaba heroína desde los 15 ó 16 años y en 1995 acompañaba a la banda del “Menúo” por los pueblos de Málaga por si había que comerse algún marrón. En un atraco en Fuengirola hubo un “mollao” y cuando cayó la banda, y conforme estaba pactado, el “Legüi” se culpó del muerto en comisaría y ante el juez. El “Legüi” en realidad estaba medio tonto por las pastillas y ni sabía el día en que vivía. Tanta ignorancia le jugó una mala pasada, pues resultó que durante el tiroteo de Fuengirola ya tenía cumplidos los 18. Le cayeron más de 30 años, de los que los primeros 10 los pasó en el primer grado acumulando sanciones por broncas y altercados debidos al abuso de roynoles. Un día, cerca de los 12 cumplidos, un funcionario de prisiones le dijo cuatro verdades que de principio no le sentaron bien, pero al mes le pidió una oportunidad. “El Legüi” se puso a trabajar en el economato con la impronta típica del Kíe por antigüedad, pero con la seriedad y responsabilidad que el funcionario encargado de la dependencia le había exigido.
El funcionario de prisiones había escuchado casi una confesión espiritual del “Legüi” y le creyó cuando dijo que él nunca había llevado armas, que no sabía disparar y que ni siquiera sabía si había estado en el lugar del crimen. La banda del “Menúo” estaba toda enterrada en el cementerio de Málaga, y El “Legüi” cada vez era más hermético y sólo se dignaba a hablar con el funcionario que le había abierto los ojos. El “Legüi” empezó a leer, a meditar y a ver al funcionario como persona y no como carcelero y un día, poco antes de Navidad, tal que por estas fechas, se cortó la yugular con una cuchilla de afeitar.
Ante el funcionario que le supo sacar lo bueno, el “Legüi”, ya con más de treinta años, se reconoció delincuente y gilipollas, pero en España ha habido muchos “Legüis” de 16 y 17 años vigilando en la puerta de las Cajas de Ahorros. Más de los que el ciudadano imagina.
El “revolucionario” Alfon, un poner, hoy referencia obligada entre los intelectuales y luchadores de la izquierda española, que cumple condena por llevar explosivos en una mochila. El mozo, siendo menor, pongamos también 17 primaveras, quiso robar y abusar de dos muchachas en Cádiz. A una le arrancó el sujetador. Sus valedores y su legión de seguidores dicen que lo que se hace de menor no cuenta como antecedente. Tampoco traficar con pastillas. Llevar explosivos y lanzarlos contra la policía con ánimo de herir o matar, se supone, es cosa de héroes. Los líderes, dicen que políticos, están en la exaltación de éstos muchachos a los que se lleva a las puertas de según que concejales o ministros y las teles educan en la misma doctrina, encontrando héroes sin instrucción sentados en cuclillas en los bancos del municipio.
De lo que se enseña en nuestros colegios, no es preciso hablar, pues ya lo dejan claro esos profesores universitarios que aspiran a gobernar.
¡Encima quieren que uno vote!