Hughes
Abc
Uno de mis primeros recuerdos futboleros es de un amistoso. Un Valencia-Algún Equipo Brasileño de un trofeo Naranja al que llevé a un amigo japonés. Poca entrada, noche de agosto y sólo se escuchaba el balón al ser golpeado. De repente, de uno de los fondos salió un grito desgarrado dirigido a Fernando, elegante centrocampista con una cabeza enorme al que apodaban «El Catedrático»: «¡Fernando, opera tu fimosis!». Media grada estalló en carcajadas y mi amigo me preguntó qué habían dicho. «Operate your penis», dije. Luego hice unos gestos extraños frotándome un dedo. Un japonés con cara de incomprensión es inolvidable. Aún hoy me pregunto si el jugador lo escuchó, pero esa crueldad alfamachista iba a ser el fútbol.
Los sociólogos explican que el fútbol tiene un papel en la civilización. Con el menor peligro social canaliza la necesidad humana de catarsis. No se va a disfrutar de un exquisito «fair play», sino a sentir una oscura excitación en grupo.
Quien tiene que trabajar, un poco ajeno, nota más claramente cómo cerca del estadio el ambiente se electriza. Los individuos se transforman en masa. Se ponen una bufanda y les cambia la manera de andar, como si lo hicieran cuesta abajo. No asombra tanto la violencia de los ultras, a esas alturas ya borrachos conquistando Polonia, como la de las «personas normales». Los ciudadanos que en pocos minutos, en su localidad, lanzarán improperios con los brazos abiertos como El Capullo de Jerez en plena bulería. Hay otro gesto más característico: el del «tribunero líder», el que se pone de pie y hace como el torero tremendista frente al toro. Pero a cientos de metros y pensando en el árbitro. Luego se gira mirando a los demás: «¿Pero vamos a consentir esto?».
Una ley no escrita es que en primera fila junto a la tribuna de prensa haya siempre un exaltado. Cuando su equipo recibe un gol se gira y busca con la mirada la reacción de los periodistas. Conviene no mover un músculo y fijar la vista en el ordenador como un programador que hubiera caído allí por casualidad.
Viajando con el Madrid aún se percibe mejor. Su camiseta cumple la función social de atraer la ira, igual que una lámpara de sal con la electricidad. Se ven miles de laringes en pleno alarido. La gente quiere a su región más que a su madre. De hecho, el fútbol despierta reacciones de fervor parecidas a ciertas exaltaciones locales del culto a la Virgen.
Pero los aficionados cada vez dedican menos tiempo a ser violentos y más a grabarlo todo. Insultan al autobús del equipo rival mientras lo registran con el móvil como si fuera la comunión de su hija. Cada mano en un estadio antropológico.
Caparrós habló de salvajería feliz, pero el fútbol cada vez es menos violento. Se persigue el insulto y eso aviva el ingenio: “Vende toallas, Cristiano vende toallas”, le cantaban en Vigo.
El aficionado aprende a reprimirse. Los psicólogos han estudiado la excitación nerviosa en los niños: hacen un balanceo rítmico adelante y atrás. Pues a eso ha quedado reducida la catarsis del aficionado común. A ese balanceo mientras come pipas.
Hay menos violencia en el césped y se va eliminando en la grada. Se compite de otro modo. No por ver quién es más salvaje, sino quién tiene más valores, quién se emociona más con su himno. Señores de cincuenta años estiran su bufanda con la mirada vidriosa. No es quién mea más largo, es quién llora más.
El último berrido, como un privilegio, siempre es el del ultra visitante con el estadio ya vacío. Insulta a la Nada, a un concepto abstracto del Otro y hace unos movimientos simiescos, un frenético coito solitario. ¿A qué o quién estará penetrando? Su pulsión parece venir de Atapuerca y en algún sitio habrá que alojarla.