Giscard-Mitterrand
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Sólo una cosa da hoy más pereza que un abogado, y es un moralista.
Después de que le cayeran encima los abogados, a la Infanta Cristina le caen encima los moralistas, que rastrean su declaración judicial como si fuera la de Imperio Argentina (“Morena Clara”) en busca de pecados (“España es un país levítico”, me dijo una vez el exjuez Lerga) mientras elevan al juez Castro por su ironía (¡ah, el desquite de tanto tabú!) y campechanía (¡la alegre llaneza de Campeche!).
–¡Qué vergüenza, no saberse el IRPF! –bracean en los papeles.
Esto de confundir la moral y la política es muy propio del humanismo español, tiene dicho mi ensayista, e ignorarlo todo del IRPF debe de ser cosa de la Complutense: yo pasé por allí (como la Infanta, ella con Simancas) y, por no saber nada de números, me dejo mis dineros en una asesoría que me lo resuelva, aunque al no ser Infanta puedo eludir el bocado de los moralistas, gentes que en los restaurantes devoran hasta las facturas.
–¡Y la factura me la llevo! –exclaman mientras te recogen el dinero–. Para desgravar.
Yo he conocido a moralistas en el festival de cine de Venecia que vendimiaban tiques de terraza en la plaza de San Marcos, y así se hacían, de paso, con el precio de un capuchino, cosa que ignoran los presidentes y las infantas, para gran disgusto del pueblo.
Zapatero convirtió en héroe popular a un maestro navarro que vendía pisos y a cuya pregunta “¿Cuánto vale un café?” contestó: “Ochenta céntimos”.
El vendedor de pisos había estado a la altura de Françoise Giroud, la fundadora de “L’Express” que en 1980, en esa Monarquía disfrazada de paisano que es Francia, decidió las elecciones Giscard-Mitterrand cuando preguntó al estirado presidente cuánto valía un billete de Metro.
¿Infanta de España y no se sabe el IRPF?
Bien movido, esto te trae otra Madame Roland, otro Ortega, otro Marañón, otro Ayala y, con buen pulmón, hasta puede que otro Unamuno. Todo es pegar voces.