lunes, 24 de septiembre de 2012

Veinte céntimos de culpa

En el tiempo que me duró el cortado el anciano consumió sus monedas en la pasión inútil de la tragaperras. Hurgó por todos sus bolsillos y reunió 80 céntimos. Vino hacia mí pidiéndome, como si le fuera en ello la vida, los veinte céntimos que le faltaban para un euro. Le dije que no. Se me quedó mirando como si no pudiera ser cierto lo que había oído. Me agarró del brazo y comenzó a suplicarme que por favor le diera veinte céntimos, que no es nada. Volví a decirle que no. Y se me puso de rodillas. En el bar estábamos nosotros dos y el camarero, que, sin duda para librarme a mí de aquella situación tan embarazosa, le dio un euro, que inmediatamente introdujo en la ranura de la máquina. Salí cabreado conmigo mismo, con aquel viejo y con las máquinas tragaperras, porque a la conciencia de haber actuado bien le acompañaba un extraño sentimiento de culpa.