En el tiempo que me duró el cortado el anciano consumió sus monedas en
la pasión inútil de la tragaperras. Hurgó por todos sus bolsillos y
reunió 80 céntimos. Vino hacia mí pidiéndome, como si le fuera en ello
la vida, los veinte céntimos que le faltaban para un euro. Le dije que
no. Se me quedó mirando como si no pudiera ser cierto lo que había oído.
Me agarró del brazo y comenzó a suplicarme que por favor le diera
veinte céntimos, que no es nada. Volví a decirle que no. Y se me puso de
rodillas. En el bar estábamos nosotros dos y el camarero, que, sin duda
para librarme a mí de aquella situación tan embarazosa, le dio un euro,
que inmediatamente introdujo en la ranura de la máquina. Salí cabreado
conmigo mismo, con aquel viejo y con las máquinas tragaperras, porque a
la conciencia de haber actuado bien le acompañaba un extraño sentimiento
de culpa.