OBAMA EN SU GULAG
Por Cristina Losada
libertaddigital.com
El líder político más admirado en el mundo, aquel con el que quieren fotografiarse todos los pequeños saltamontes, Zapatero y Camps incluidos, dejó plantado hace unos días al Dalai Lama y, con él, a los tibetanos que intentan sacudirse el yugo de la China comunista. Como fue Obama el autor de la fazaña, el desaire dejó una huella casi imperceptible en la opinión pública y en la publicada. Peccata minuta. Nada hubo que objetar a que el gran Barack le hiciera un feo al líder espiritual del Tíbet para no molestar a la nomenklatura china. Ninguna airada protesta de quienes tienen por costumbre indignarse cuando los Estados Unidos anteponen sus intereses económicos y estratégicos a la defensa de los derechos humanos. Se trata de Obama y cuanto haga, bien hecho está.
Tal es el doble rasero imperante. Tal, el pavoroso vacío que se encuentra bajo las virtuosas proclamas "progresistas". Para empezar, las del propio inquilino de la Casa Blanca, quien anunció urbi et orbe que se proponía recuperar el liderazgo moral de los Estados Unidos en el planeta. Un liderazgo, según él, enfangado y hecho trizas por su antecesor, George W. Bush. Precisamente fue ese Bush el presidente norteamericano que dispensó al Dalai Lama un recibimiento con todos los honores en Washington, sin que le importara el enfado de los albaceas del Gran Timonel. Pero la historia nuestra de cada día no la escriben los hechos, sino los prejuicios. Y, a fin de cuentas, la dictadura china goza, como la cubana, del salvoconducto que representa la bandera roja.
Silencio, ominoso silencio, ante la bajeza del carismático Obama y, sobre todo, ante la flagrante incoherencia. Pero el Dalai Lama puede felicitarse. Al menos, no le han insultado, como le ocurrió a Solzhenitsyn. Recién salido del infierno soviético, visitó los Estados Unidos en 1975 y el presidente Gerald Ford se negó a recibirle. Kissinger veía en Solzhenitsyn un peligro para su política de distensión con la URSS. Una estrategia que sólo conseguía prolongar la existencia del imperio comunista, como demostraría en seguida Ronald Reagan cuando dejó de aplicarla y cayeron el muro y el telón. Pues bien, aquel ninguneo al disidente soviético no sólo fue celebrado por la prensa de gauche. Un funcionario del Departamento de Estado se cubrió de gloria al declarar: "Reconozcámoslo. No es más que un fascista". Han pasado tres décadas desde aquel momento estelar de la Humanidad, pero la hora del cierre aún no ha sonado en el gulag de la cobardía. No, we can´t.
Cristina Losada es uno de los autores del blog Heterodoxias.net.