EL OLFATO DE MOLINA
César Antonio Molina se va del Congreso, y si eso lo hace él, es que es negocio. Campeón del optimismo antropológico ("ni aquellos eran tan buenos ni estos son tan malos"), Molina ha sido miembro de un gobierno en el que todo el mundo, si quiere, puede ser ministro. Tuvo la manía de los cartelones, pues le gustaban enormes: en cuestiones de propaganda, ande o no ande, caballo grande. Echó de comer a las gallinas -el pitas-pitas de los cómicos- con disciplina burgalesa y socarronería gallega. Y disparató cada vez que hiciera falta con tal de tener contento a su señor. A pesar de todo, lo echaron del gobierno como a Barton Fink del despacho de Michael Lerner (el productor de Hollywood). Ahora abandona el Congreso, y los demás ya pueden hacer lo mismo, si no quieren convertirse en los "lúxer" del zapaterismo triste, solitario y final del Superlúxer de León. Uno, que trabajó algunos años cerca de él, debe decir que a Molina el olfato nunca le falló.
Ignacio Ruiz Quintano