Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Yo, decía Ruano, a Antonio le llamé siempre don Antonio y a Manolo le llamé sólo Manolo, aunque nos tratábamos de usted. “Por algo sería.” Hablaba de los Machado. Y contaba algo desagradable que en 1936, poco antes de marcharse a Italia, le pasó con Manolo.
“Nos encontrábamos en un teatro –recuerda Ruano en sus ‘Memorias’–, y él estaba con Cansinos-Assens. Era el entreacto y me fui derecho a ellos, y como creía yo que éramos todos amigos y no lo veía hacía tiempo, hice ademán de abrazarlo. Con gran sorpresa mía se libró de aquel abrazo y me soltó, muy fresco, lo que menos me podía esperar: ‘Mire usted, querido Ruano: usted me estima y yo le correspondo, pero son tiempos de pocas bromas y usted tiene fama de fascista. De modo que le agradeceré que no se muestre tan efusivo conmigo en público, porque yo soy un republicano que está con el pueblo.’ Aquello me pareció una estupidez y no pude contener la respuesta: ‘Descuide usted, Manolo... Ni en público ni en privado. Por mí puede usted irse a la mierda’.”
Venimos del tabarrón congresual de esos amigos del gobierno –es decir, amigos de pocas bromas– cuyo lema es los fascistas son siempre los otros. A mi vecino el señor Campmany esos amigos le recuerdan al “lago rubeniano de los cisnes unánimes”, pero a uno, por su forma de cuaquear, le recuerdan más a los “patos del aguachirle castellana” que cazaba Bergamín para arrojárselos a los antigongorinos. Patos casticistas, cuaqueando en el charco del atardecer contra Góngora, el hereje del dogma literario, españolísimo, de lo feo. Su herejía: su vuelo de cisne. Pero váyales usted con Góngora a las feísimas ministras de Zapatero.
En este siglo veintiuno, y abrazadas a Zapatero, las ministras tienen todas algo de arpas. Y es que, desde que está en el poder, a Zapatero sólo lo ha deslumbrado un hombre: Chirac. Es lo más culto –¡habla francés!– y lo más honrado –bajo palabra de honor– que ha conocido. O “chiraces”, pues, o mujeres. A ellas, precisamente, tiene dedicado al ministro del habla bonita, ese canario de arpegios pajaroideos cuyo verbo rizoso ha glosado en una frase el objeto de la ley de defensa del sexo débil: “Ser intolerantes contra la tolerancia que nos ha caracterizado frente a lo anormalmente normal”. Se podrá cuaquear más alto, pero no más claro. Y esto es lo que se llama diálogo.
Dichosos los animales, decía Larra, porque ellos, como no hablan, se entienden. “Nuestro tiempo tiene una necesidad vital de diálogo”, ha dicho Jean Daniel, agraciado en ese Sepu del progreso que son ya los premios Príncipe de Asturias. Para acariciarlos, basta con decir dos cosas: o que Bush es el peor presidente de la Historia –eso, sí: después de Reagan, el “cow-boy” que había de matarnos a todos, razón por la cual nos tuvo ocho años gritando “¡antes rojos que muertos!”–, o que lo que se necesita es diálogo.
Si será importante el diálogo que en Cataluña prometen un certificado de asistencia a los funcionarios que participen en los diálogos del Fórum. ¡Ah, el Fórum! ¡Cómo me recuerda al cuadro de Foxá sobre aquel padre Guépin, abad mitrado de Silos, que, paseando por sus soleados claustros románicos con unos amigos, suscitó la conversación de cómo imaginaba cada uno al cielo. “Yo –dijo el padre Guépin– me lo figuro como un eterno paseo, por los jardines del Paraíso, haciendo ‘respetuosas objeciones’ al Ser Supremo: Señor, ¿por qué hubo enfermedades? ¿Para qué hicisteis a los microbios? ¿Qué objeto tenía el planeta Júpiter?”
Pero si usted sólo quiere saber si tiene fama de fascista en su ambiente, échese a la calle e intente abrazarse a un poeta cuaqueante.

